12/6/13

Asesinaron a los cinco, e impidieron su enterramiento. Ahí debían quedar para que fueran pasto de buitres y lobos. Así lo dijeron

"Eran pobres, muy pobres pero trabajaban la tierra, cazaban, hacían carbón y su pan, cuidaban sus animales, aprendían y enseñaban a otros a leer, a escribir, a confeccionarse su ropa…Se autoabastecían, no tenían amo, vivían de forma independiente, con las reglas que ellas y ellos habían establecido, compartiendo lo mucho y lo poco.

 Su existencia transcurría apacible dentro de lo convulso y politizado del momento. No creo que ni una sola vez imaginaran su final. 

Sus pilares eran la honradez, la palabra, el bien común, la familia. No eran líderes políticos o sociales, ni guerrilleros, ni militantes convencidos. Probablemente nunca se plantearon semejante elección.

 Fueron, como la mayoría de los asesinados durante y después de la Guerra, gente de paz, sencilla, con sus ideas, gente honesta que no había hecho mal a nadie. No temían especialmente por su vida y por eso permanecieron junto a sus familias, sin ver necesario esconderse o marcharse lejos de casa. 

El 19 de septiembre de 1936 llegaron hacia el medio día un grupo de falangistas armados, compuesto por forasteros y por hombres del pueblo y en nombre de una patria, de una bandera, de un dios, de no se qué orden y no sé qué ley, pusieron fin a todo lo que se estaba construyendo. Los ataron y encerraron en el corral, mientras obligaban a las mujeres, aterrorizadas, a cocinarles la matanza que debía abastecerles todo el año.

 Y tras hartarse a comer, se los llevaron con el engaño de hacerles un juicio justo en el pueblo, que no llegó. Mi abuela, que llevaba poco más de dos años casada, salió al camino con su hijo de dieciocho meses a despedirle y le dijo: 

-“Si vas al pueblo, Santiago, ponte las zapatillas”, pero la respuesta fue fulminante:
--“No hace falta, no las va a necesitar”. 

Eso, si sonó a despedida. Y tras las lágrimas, se hizo el silencio y el frío de la tragedia heló todo. Ellas, esperaron… y ellos no regresaron jamás. Caminaron dos kilómetros y ahí abajo, en la Erita de los Lobos, asesinaron a los cinco, e impidieron su enterramiento. 

Ahí debían quedar para que fueran pasto de buitres y lobos. Así lo dijeron. Mi tía Pilar, hermana de mi abuelo, preguntó en el pueblo por su familia y la respuesta fue: “Si quieres carne fresca, hemos dejado cinco conejos en “La Pradera lo Alto”. 

Al atardecer del día siguiente y saltándose las amenazas, mi tía Pilar Jiménez, dejando solos a sus niños, se fue junto a dos primos más, Teodora Jiménez y Ricardo Martín Jiménez, que apenas tenía 16 años entonces, a enterrarlos. 

Con una soga y una azada, hablando bajito y atragantados por el dolor y la rabia, entre llantos y maldiciones dieron sepultura a su familia y nuestra familia., los enterraron, en una fosa poco profunda, porque la tierra de ese septiembre poco lluvioso estaba muy dura y ellas tenían una pena grande que pesaba mucho y porque las lágrimas les cerraban los ojos y por el miedo...así los enterraron y volvieron de noche a casa a encerrarse en ellas y a llorar con el resto, que tenían aún mucho que llorar. 

Después de “aquello” todo cambió, el sufrimiento y el vacío se apoderaron de lugar y de sus almas. Un largo invierno que duró décadas se instaló en esta tierra y en este país. Se acabó con el proyecto de nuestros abuelos, se acabaron los bailes de los domingos, los paseos por los sembrados, las puestas de sol, se acabaron las risas y la ternura.

 Atrás quedó una casa a medio construir…la de mi abuelo… muy bonita,… se silenciaron las palabras y las canciones, mataron los sueños y a los soñadores, el futuro desapareció como posibilidad, se acabó la alegría de mi abuela a la que arrebataron el gran amor de su vida, y dejaron a mi padre huérfano, sólo, desprotegido y con un halo de tristeza, que el tiempo y sobre todo mi madre, con mucho amor, lograron borrar. 

Esta es una parte de la historia, la mía, hay tantas como víctimas. Pero estaría incompleta si nos la traigo a ellas a esta fiesta. Porque como nieta, madre, hija y compañera, sé de vuestro sufrimiento. 

Ojalá que hoy estuvieran aquí nuestras abuelas y vuestras madres, a ellas que les arrebataron lo que más querían, que soportaron insolencias, agravios, desprecios, palizas y torturas hasta lo inimaginable. Víctimas silenciosas del horror. Vosotras que debíais cerrar la ventana para llorar a gusto, o gritar o maldecir. Vosotras que habéis mantenido la memoria, los recuerdos de los nuestros sin casi poder pronunciar sus nombres. 

Siempre luchadoras incluso sin saberlo. Que sobrevivisteis a la infinita venganza de los que se creyeron vencedores. Vosotras sois las auténticas destinatarias de este reconocimiento. Para vosotras llega tarde, os marchasteis sin un gracias, ni un perdón por lo cometido pero hoy vuestra memoria está presente aquí en todas y todos nosotros."          (Carta de una nieta de un represaliado en el acto de homenaje en Santa Cruz del Valle (Ávila), Elena Jiménez , Rebelión, 12/06/2013)

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