31/1/10

'las acogía y les ofrecía ducha y abrigo. Si llegaban con una herida, diciendo que el jefe les había zurrado, él les brindaba su loción de aloe vera'

"Ahora la cosa había cambiado", cuenta nostálgico un vecino de Outeiro que en dos décadas de historia del Colina entabló cierta complicidad con las chicas que fueron haciendo plaza en este prostíbulo. Cuando de madrugada se quedaban puerta afuera, después de marchar con un cliente, él las acogía y les ofrecía ducha y abrigo. Si llegaban con una herida, diciendo que el jefe les había zurrado, él les brindaba su loción de aloe vera.

La noche de la redada que concluyó con el precinto judicial del Queens, el Eros, el Volvoreta en Lugo y el Colina en Outeiro sufrió al verlas "casi sin ropa", toda la noche a la intemperie, porque "los 30 guardias civiles, que entraron a saco con mazas, no las dejaban moverse". La única afortunada fue la cocinera. Se quedó sin trabajo, sí, pero se libró de la movida. "Los agentes llegaron a las diez y estuvieron registrando hasta las nueve de la mañana, pero ella se había ido a las nueve y media de la tarde".

"Últimamente, la crisis se notaba, había noches de sólo un pase o dos... Son chicas muy jóvenes, de 18 a 30 años. Ahora eran casi todas brasileñas, mujeres guapísimas como no las hay aquí. Vienen ya divorciadas y tienen todas entre uno y cuatro hijos. Necesitan mandar dinero a casa. En el club, hasta que lo precintaron, les cobraban 12 euros diarios por el alojamiento y la comida, y luego aún tenían que pagar a los que las trajeron".

La deuda, según la antropóloga Pilar Racamonde, que lleva desde 2003 investigando la realidad vital de las prostitutas colombianas en la provincia de Lugo, incluye "viaje, alojamiento inicial y papeles" y va "de 6.000 a 18.000 euros". Mientras no la pagan y no logran regularizar su situación en España están sometidas a la voluntad y a las vejaciones del encargado del club, que "no suele ser el propietario", porque el propietario es otro en la sombra o son varios socios. (...)

"Sabíamos que, en concreto, en clubes que ahora están precintados, para no dejarles marcas de las palizas y golpes a las chicas usaban toallas mojadas". (...)

A través de los pinchazos se pudo saber que un conocido propietario de una empresa de excavaciones, Ricardo Lago, también en prisión, era el más interesado en interrumpir aquel embarazo. La que abortó fue una chica brasileña, que de día trabajaba de camarera y de noche hacía plaza en el Queens junto a otras cuarenta mujeres, en habitaciones de dos, tres y cuatro estrechas camas sin ningún glamour." (El País, 15/11/2009)

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