29/4/09

La banalidad del verdugo

"Son muchos los que afirman que todo ser humano es un torturador en potencia, aunque sólo ejercerá como tal si se dan las circunstancias propicias para ello. Según esta teoría, si todavía somos respetables ciudadanos adversos a la tortura es sólo porque la vida no nos ha deparado aún ninguna situación suficientemente extrema, en la que todos llegaríamos a practicarla. Inquietante posibilidad, que, en la siniestra hipótesis de resultar cierta, rebajaría drásticamente nuestra autoestimación como especie viviente.

Recordemos algunos casos de especial significación. El doctor Josef Mengele era un joven médico y antropólogo alemán que, en la II Guerra Mundial, fue reclutado para una unidad de infantería. Herido en el frente ruso, fue declarado no apto para el combate. La enfermedad de un oficial médico del campo de concentración de Auschwitz motivó que fuera designado para sustituirle.

Allí Mengele se encontró con miles de condenados a muerte a su absoluta disposición para todo tipo de atroces experimentos de laboratorio. Aquello hizo emerger su verdadera y profunda naturaleza criminal, que en otras circunstancias (sin guerra, sin nazismo, sin campos de exterminio) probablemente no hubiera llegado a manifestarse jamás.

En 1957 el entonces comandante francés Paul Aussaresses participaba en la llamada batalla de Argel contra las fuerzas del FLN que luchaban por la independencia de aquel territorio. En un libro publicado en 2001, siendo ya un anciano general alejado del servicio activo, Aussaresses confesó desvergonzadamente las indignidades (asesinatos disfrazados como suicidio, torturas hasta la muerte a simples sospechosos) que él había protagonizado personalmente 44 años atrás. Crímenes y torturas perfectamente inútiles, pues Argelia logró su independencia pocos años después. Aquel tardío alarde, cínicamente publicitado, le valió ser expedientado, despojado de su rango y del derecho a usar el uniforme, y expulsado de la Orden de la Legión de Honor por decisión de su Gran Maestre, el entonces presidente Chirac. (...)

En 1973, el capitán Jorge Silva, de la Fuerza Aérea de Chile, fue capturado por su actitud adversa al golpe de Pinochet. En la AGA (Academia de Guerra Aérea) fue torturado con brutales descargas eléctricas. En una ocasión, como consecuencia de un exceso de voltaje, se le produjo una hemorragia nasal. Sus torturadores, creyendo que estaba sin conocimiento o tal vez muerto, le retiraron la capucha, lo que, pese a su estado, le permitió verles las caras.

¿Y quiénes eran? Pues nada menos que los entonces comandantes de su mismo cuerpo Edgar Ceballos y Ramón Cáceres (hoy condenados por la justicia chilena), a los que Silva conocía y apreciaba. Sin aquel golpe militar, ambos comandantes hubieran seguido siendo aparentemente dignos de aprecio como compañeros y como superiores. Pero llegó la barbarie pinochetista y pudieron dar rienda suelta a su insospechada capacidad criminal. (...)

¿Podemos concluir, en consecuencia, que todos nosotros, tan respetables dentro de un mundo normal regido por leyes (aunque imperfectas) y castigos (aplicados a las conductas criminales), nos convertiríamos en desalmados torturadores tan pronto como esas leyes dejaran de regir y esos castigos dejaran de amenazarnos? Nuestra respuesta es rotundamente negativa.

No todos los seres humanos somos torturadores en potencia. Pero algunos sí que lo son. No todos lo somos, ni lo seríamos aunque nos garantizaran la impunidad. Ni aunque nos pagaran grandes sumas por ejercer esa repugnante actividad. Pero, incluso afirmando que no todos seríamos capaces de hundirnos en esa infamia, la cuestión es: ¿sólo lo sería un pequeño porcentaje de sádicos y psicópatas, o también lo sería un número considerable de individuos tenidos por normales?

Lamentablemente, los estudios efectuados en diversas universidades norteamericanas (experimento Milgram y otros) registraron porcentajes preocupantes de individuos normales capaces de torturar a sus semejantes, con el simple requisito de que se les proporcione una motivación supuestamente válida: la obediencia a una autoridad que les garantice la impunidad.

A la vista de tantos casos trágicos -reales y nada experimentales- que llenan los informes de las diferentes Comisiones de la Verdad y de los organismos defensores de derechos humanos, no podemos sustraernos a la gran pregunta: ¿cuántos de nuestros vecinos, cuántos de nuestros colegas de profesión, cuántos de nuestros parientes, cuántas de las personas aparentemente normales con las que departimos y nos cruzamos a diario, demostrarían su capacidad como torturadores si se dieran determinadas situaciones? ¿Cuántos se pondrían a aplicar descargas eléctricas de alto voltaje al cuerpo de sus semejantes, o tantas otras formas de destrozar a un ser humano? ¿Cuántos y quiénes lo harían si colapsaran las admirables garantías que, por ejemplo, proporciona una Constitución como la nuestra?

(...) nosotros diríamos: los ciudadanos de cualquier sociedad en paz y democracia tenemos que convivir con la penosa incógnita de cuántos de nuestros semejantes con los que nos cruzamos, no identificados en absoluto como peligrosos, serían capaces de aniquilar nuestra dignidad e integridad física si las circunstancias se lo permitieran." (PRUDENCIO GARCÍA: Incógnitos torturadores futuros. El País, ed. Galicia, Opinión, 28/04/2009, p. 27 )

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