"¿Quiénes son esos tipos que mandan a sus hijos a un colegio, que se despiden de ellos por las mañanas con un beso, que fichan puntualmente en sus lugares de trabajo como funcionarios ejemplares y que finalmente bajan a un sótano a arrancarle las uñas a un detenido político con unas tenacillas?". Garzón contesta la interrogante de Romero en las primeras páginas del libro. "La mentalidad de los verdugos ha sido siempre la misma. Matan por obligación, matan y torturan por costumbre, por cumplir órdenes (...) No asumen la existencia de su actividad con carácter abierto, y ahí aparece el primer síntoma de su cobardía: tienen que ejercer su función en la clandestinidad. Y actuaban por las noches con nocturnidad y miedo. Porque al fin y al cabo se comportaban como delincuentes". El turco Julián Simón era uno de ellos: vertía agua salada sobre las heridas de los presos tras azotarlos con cadenas. "No estoy arrepentido. Luchaba por mi patria y por mi fe", alardeó, hace años, en dos entrevistas por televisión.
El horror fue variado. Castigaron los cuerpos y los sentimientos. Oficiales y suboficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), donde murieron unos 4.500 presos, salían a cenar en restaurantes céntricos con las detenidas más atractivas de la izquierda peronista y la guerrilla montonera, a las que torturaban de día, y vestían y perfumaban de noche. "Ponte bonita", les decían. A veces terminaban en la discoteca porteña Mau-Mau. Víctimas y victimarios llegaron a formar pareja, hubo presas que recibían cartas de amor de sus carceleros y otras se encamaron con los patriotas de la picana para salvar la vida o reducir el voltaje de las descargas.
Manu Actis fue una de las comensales de las cenas con el enemigo.
-El mismo tipo que me había torturado fue el que decidió sacarme junto con otro grupo de detenidas (...) Yo temblaba. Temblaba de pies a cabeza porque mi idea era que me venían a buscar para matarme. ¿Cómo me podía imaginar que me iban a sacar para cenar?
Encapuchada, fue trasladada a la cita en un coche, que aparcó junto a un restaurante de Buenos Aires. Cuando le quitaron la capucha, se encontró en una mesa con otras diez personas que no conocía. Se hablaba de fútbol a de cualquier otra cosa.
-Recuerdo que me dieron el menú para que yo eligiera. Eran las dos de la madrugada y yo ya había cenado en la ESMA. Así que dije: "No, yo ya cené". Y el q ue estaba a mi lado, Scheller (capitán Raúl Enrique Scheller), al que adentro le llamábamos Mariano, me dijo: "Vos vas a comer todo lo que yo te diga". Y entonces pidió de lo que quiso dos platos.
Garzón descarta que los verdugos fueran enfermos mentales o que pudiera considerárseles como tales porque eran perfectamente conscientes de lo que hacían. Pero cuando un verdugo se sabe con poder de decisión sobre la vida o la muerte de sus víctimas y puede disponer de ellas sin límite alguno, resulta imposible saber hasta dónde puede llegar en su degeneración como ser humano, según precisa el magistrado. El psicoanalista Sergio Rodríguez, entrevistado por los autores de El alma del verdugo, relató los amores entre el capitán Antonío Pernía, torturador, y la dirigente montonera Mercedes Inés Carazo, conocida como Lucy o Cuqui. (…)
Pernía se divorció para casarse con la montonera. El libro de Miguel Bonasso En recuerdo de la muerte describe una escena reveladora. Quebrada psicológicamente, la guerrillera comentó su dilema a un compañero de celda:
-Vos sabés lo mío y lo de Antonio, ¿verdad? Es horrible... pero le quiero. Él a veces me mira y me dice: '¿Cómo me podés querer si soy una mierda? Soy una bestia asesina'. Una vez estábamos acostados, fumando, y me gritó: '¡Levántate de mi cama, puta! ¿No sabés que yo maté a tu marido?'. Pero le quiero. Aunque me diga esas cosas, lo sigo queriendo. No sé por qué. Tal vez porque me devolvió a mi hija".
Según el psicoanalista Sergio Rodríguez, el caso demuestra "la ensalada que somos los seres humanos".(…)
Los matarifes actuaron sin límites porque se creyeron cruzados de la civilización cristiana, salvadores de la patria e instrumentos de la razón de Estado. Cabalgaron sobre el discurso de los principales ideólogos del golpe del 76: el Ejército, el poder económico y la Iglesia católica. (…)
Andrea había cumplido 19 años, pero aparentaba 13: las esposas se le salían por las muñecas, puro hueso. "Los vi entrar a torturar y después salir con una tranquilidad pasmosa para seguir charlando o haciendo otra cosa como si nada hubiera pasado. Era tremendo estar escuchando lo que le hacían a algún compañero, y verlos más tarde sonriendo imperturbables".
Scilingo se ahogaba en alcohol después de los vuelos: "Mi vida cambió totalmente". También cambió la existencia de los torturadores. No pocos se suicidaron, otros buscaron refugio en la religión o la bebida, hubo quienes fueron internados en manicomios, y la mayoría, al drenar en casa los recuerdos, convirtió en pesadillas las relaciones conyugales y familiares. El pasado 11 de diciembre, Héctor Antonio Febres, alias Selva por su ferocidad en el tormento, se tragó una pastilla de cianuro. Murió, en una celda, cuatro días antes de que un tribunal lo condenara por 300 crímenes de lesa humanidad. (…)
Scilingo trataba de no pensar en los asesinatos. Al fin y al cabo, sólo cumplía órdenes, se decía. La obediencia debida fue la gran coartada. "Pero los verdugos no violaban a las prisioneras cumpliendo órdenes. Ningún hombre puede tener una erección porque se lo mande un superior", subrayó Nilda Roy, desaparecida durante 11 meses. (…)
"Me sacaban de mi celda, me llevaban a la sala de interrogatorio y me volvían a torturar sin preguntarme nada, sólo para que gritara. Yo le servía para producir gritos femeninos, para demostrar que estaban atormentando a una mujer. Algunas veces pude avisar más tarde a los compañeros de cautiverio que quien había gritado era yo, no su mujer o su hija, y tranquilizarlos (...) y eso de ser la única mujer era para todo. Me habían trasladado al primer calabozo para tenerme a mano. Y allí... no importaba. Podía ser utilizada por todos, desde el cabo de guardia hasta los oficiales. Era una cosa que usaban, que estaba tirada en el piso, ya fuera para una violación completa o para masturbarse". (…)
¿Cuándo se produce la disociación de los verdugos? ¿En qué momento un responsable padre de familia, y afable vecino, se transforma en un represor, en un secuestrador, en un torturador, en un asesino? El médico pediatra Norberto Liwski, a quien martirizaban haciéndole creer que estaban torturando a sus dos hijas pequeñas enseñándole su ropa interior, mojada y manchada, lo explica así: "Lo que marca el comportamiento de estos individuos, autores de crímenes de lesa humanidad, es cuando la sociedad y las instituciones establecen una plataforma de legitimación de su comportamiento, e incluso mecanismos que les dan pátinas de responsabilidad". Al amparo de las instituciones golpistas y del silencio de la sociedad, más cobarde que ignorante, los patriotas de la picana exhibieron un desdoblamiento de personalidad que aún espanta.” (El País, ed. Galicia, Domingo, 06-01-08)
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