30/9/21

Teo, la única mujer topo que se escondió del franquismo y lo pagó con años de torturas

 "Teodomira Gallardo fue la única mujer topo del franquismo. O, al menos, la única conocida por haberse enterrado en vida para escapar de las fauces de la represión. Hubo hombres que llegaron a pasar años —e incluso décadas— escondidos durante la posguerra, aunque la venganza se cernió sobre las republicanas de otras maneras, algunas terribles, pero que no pasaron por el encierro autoimpuesto.

Nacida a principios del siglo pasado, su marido era el alcalde de Zarza del Tajo cuando estalló la guerra civil en 1936. Comunista, pese a que la localidad conquense no contaba con una delegación organizada, Valerio Fernández cogió el fusil a los treinta y combatió en el Cuerpo de Carabineros, que en su mayoría permaneció fiel al Gobierno de la Segunda República.

Un camarero del casino de la vecina Santa Cruz de la Zarza que llegó a ascender a teniente. Y que, cuando terminó la contienda y regresó a casa, se encontró con que el regidor del municipio donde trabajaba había sido molido a palos por los falangistas. Un amigo le advirtió del peligro que corría, aunque él consideraba que no había hecho nada malo.

Sin embargo, las represalias no tardarían en llegar a su pueblo, donde al comienzo de la guerra unos anarquistas madrileños habían matado a los hombres que aparentaban ricos, mas quienes tenían dinero ya habían huido y pocos varones quedaban, pues muchos habían sido llamados a filas. Así lo recordaba Teodomira Gallardo, más conocida como Teo, cuando ya había cumplido los setenta y vivía en el barrio de San Blas, en Madrid.

Su testimonio fue incluido en un prólogo “para españoles menores de cuarenta años” del libro Los topos, de Jesús Torbado y Manuel Leguineche, originalmente publicado en 1977 y reeditado por Capitán Swing. Aunque su investigación se centraba en los hombres ocultos, de algún modo hacían justicia con ella, entrevistada en la salita de su humilde casa, presidida por un retrato del Che y otro de Dolores Ibárruri, la Pasionaria.

“Ejemplifica con precisión suprema lo que fue el terror de la guerra —el terror impuesto por unos y por otros; especialmente por unos, evidentemente— y la inagotable venganza de los vencedores, una verdadera orgía sangrienta, sobre seres no sólo indefensos, sino muchas veces absolutamente inocentes”, escribían los periodistas.

Valerio, su marido, huyó, pero fueron a por ella. Registraron su vivienda en busca de armas, en vano, después del chivatazo de un viejo camarada que la había traicionado. La echaron de su hogar, sin comida ni ropa, y tuvo que irse con una bebé y un niño de cuatro años a casa de su suegra, cuyo esposo había sido detenido. Ante las amenazas, buscó a su pareja y se echaron al monte.

Tres días tardaron en llegar a Aranjuez, donde se escondieron en una habitación que su cuñada tenía en el patio, donde permanecieron enclaustrados seis meses. Allí escucharon gritar de desesperación a Las Cuelvas, como eran apodadas una madre y sus dos hijas, quienes serían fusiladas por no revelar el paradero de un tercer hijo que se había ocultado.

Sin embargo, cuando su cuñada enfermó, se vio obligada a dejar el escondrijo para cuidarla, porque pedir ayuda o llamar a un médico los habría descubierto. Aun así, la policía comenzó a sospechar y tuvieron que volver a huir, esta vez de pueblo en pueblo, haciéndose pasar por hojalateros.

Agazapados de noche en un tejar, una vecina de Huecas, en la provincia de Toledo, les advirtió de que no tenían pinta de quincalleros, por lo que no tardarían en caer. Estaba dispuesta a alojarlos en su vivienda, al menos hasta que pariera. Teo estaba embarazada.

A Crescencia, su ángel de la guarda, le habían matado a una hermana y pronto ejecutarían a su marido.

A finales de marzo de 1940, justo un año después de que Valerio se escapase, Teodomira dio a luz una niña. No había pasado ni un mes del alumbramiento cuando la policía los detuvo: ella fue ingresada en la cárcel de Ventas y su pareja, en la de Santa Rita, en el barrio madrileño de Carabanchel. “Más de cuatro años estuvimos nosotros sin juicio. En ese tiempo, a él le habían sacado cinco veces para darle palizas que lo dejaban medio muerto”, contaba Teo a los periodistas.

Finalmente, fueron juzgados por rebelión militar y les atribuyeron el asesinato de un cura, aunque —¡milagro!— don Pedro estaba vivo en el momento de la acusación. Condenado a muerte, otro marzo para el recuerdo, en este caso el de 1945: Valerio cayó ante un pelotón de fusilamiento. A ella la seguirían deteniendo intermitentemente por comunista hasta 1970, cuando arrestaron a un hijo suyo en una manifestación proamnistía y, tras protestar, entró detrás de él en los calabozos de la Puerta del Sol.

“Eso es lo peor del mundo”, relataba en referencia a la Dirección General de Seguridad, donde la habían encerrado tantas veces. “Una noche se presentó un policía con todas las partes fuera. Yo cogí un zapato y le dije: Se va usted de aquí ahora mismo o le reviento los cojones con este zapato”.

Tuvo más suerte que otras compañeras: “A una amiga le pasaron encima nueve tíos seguidos, uno detrás de otro, la misma noche. Nueve policías, uno detrás de otro. La pobre está pirada. Y a otra que tenía un cuerpo precioso, y no quería desnudarse, la ataron al techo, le quemaron un brazo, la desnudaron y la violaron también. Y otra amiga salió embarazada de allí...”.

Tiempo atrás, en 1948, la habían retenido durante un mes en la higadilla [sic] de la estación de Atocha, donde recibió veintisiete palizas en nueve días, a razón de tres al día, aseguraba a Torbado y Leguineche. “Los guardias me llevaban donde estaban las porras, los vergajos, y me hacían elegir con cuál quería que me pegasen. También me obligaban a hacer el gato: dar vueltas agachada alrededor de la mesa mientras todos me iban arreando”.

Cuando confesaba el sufrimiento vivido, Teodomira se había casado en segundas nupcias con otro militante comunista y ambos, jubilados, vivían en una “modesta casa” del barrio obrero de San Blas. Sin embargo, las palizas permanecían selladas en su memoria y las secuelas, en su cuerpo: “Tengo varias costillas desviadas, la columna mal y las muñecas torcidas desde entonces”.

Los autores de Los topos justificaban en el prólogo, titulado El terror franquista, los fugados, los ocultos y una venganza interminable, la inclusión de su relato en una obra protagonizada por hombres: “Por tratarse de la única mujer topo de que tenemos noticias y porque ofrece un abanico bastante completo de los horrores de la guerra y de la posguerra”.

Apenas hay literatura ni información publicada sobre ella. El filólogo e investigador José Colmeiro señala que sus declaraciones no fueron incluidas en la primera edición, sino en otra de 1999 a cargo de Aguilar. Y apunta el motivo, más allá de su condición femenina: “Ocupa el primer lugar el testimonio de Teodomira Gallardo, como signo de los tiempos, [...] por dar un panorama de todos los tipos de represión, incluida la violencia sexual”, escribe en Memoria histórica e identidad cultural: de la postguerra a la postmodernidad (Anthropos).

Albert Buschmann y Luz Souto, coordinadores del libro Decir desaparecido(s). Formas e ideologías de la narración de la ausencia forzada (LIT Verlag), aportan una escueta ficha, donde consta que pasó seis meses como topo, desde 1939 hasta 1940: "Acaba en la cárcel de Ventas. Sale en libertad en 1947. Su marido es fusilado en 1945”. También identifica como su topera una habitación en el patio de la casa de su cuñada en Aranjuez.

Pese a los escasos datos que nos ha proporcionado la imprenta, José Sanchis Sinisterra escribió la obra teatral Terror y miseria en el primer franquismo (Cátedra), compuesta por nueve cuadros, uno de los cuales está basado en sus vivencias. "Esta dramaturgia de reelaboración se basa en el testimonio de Teodomira Gallardo para la construcción de los monólogos de dos de los personajes femeninos, Teresa y Nati. La escena se tituta Intimidad y transcurre en 1944 en la cárcel de mujeres".

Basada en su reclusión en Las Ventas, refleja la dureza de la prisión a través de los diálogos entre dos reclusas, una comunista y otra anarquista: género documental que no rehúye del lirismo. Interpretada a finales de 2002 por Teatro del Común, una compañía integrada por profesores y alumnos de institutos de bachillerato madrileños, sobre las tablas se escuchaba este diálogo:

- Intimidad, Nati. ¿Sabes lo que es eso? Aquí, oliéndonos el culo unas a otras todo el santo día… y aún más por la noche; amontonadas como animales para dormir, y en manada de un lado para otro, para trabajar, para comer, para cagar… Tener por lo menos un pequeño rincón de una misma que las otras no puedan tocar, ni ver, ni oír… Los sueños, por muy horribles que sean. Algo privado, sí… y es gracioso que yo lo diga. Privado. ¿Lo entiendes?

- Lo del culo no lo dirás por mí, que me lo lavo cada día... No, no lo entiendo. Yo me conformo con aguantar aquí, y entera, si puede ser, todo lo que haga falta. A ver si mientras llega un indulto…

Quizás no sea una casualidad, mas Nati también era el nombre de la sobrina del cura que golpeó la puerta de la casa de Teo horas después de que Valerio huyese. La chica le exigió que hiciese el saludo fascista, aunque se negó, ofreciéndole una contundente respuesta: “Yo no te he obligado a ti a levantar el puño”. Pero ésta es otra historia, que ya ha quedado atrás.

Han pasado más de sesenta años y el dramaturgo José Sanchis Sinisterra escribe Terror y miseria en el primer franquismo, que recrea la estancia de Teo en prisión en Intimidad. Tras el estreno de la obra, a finales de 2002, el crítico Javier Villán la ensalza en El Mundo: "Hay terror, vida detenida, miedo en estado puro en el temeroso comportamiento de cada día".

“Utiliza las palabras como bisturí para realizar una operación de cirugía sentimental, política y social sobre los tiempos del franquismo español. Para que esa herida —cicatrizada para algunos— no se olvide y para procurarle una justa cura basada en el recuerdo de todas las atrocidades cometidas", describe Itziar de Francisco en el mismo diario.

En cambio, Teodomira no se jactaba de aquel pasado entre los militantes del PCE de San Blas. Ya mayor, no presumía de los castigos recibidos, como si cada varazo fuese un galón. Algunos chavales de las Juventudes Comunistas, sobrados de autosuficiencia, ignoraban a los viejos camaradas. Teo tenía tanto que contar, y tanto se callaba…

“Cuando me afilié, había una serie de viejetes pululando por allí a quienes los más jóvenes no les dábamos importancia”, recuerda Valentín Calderón, militante de la entonces Agrupación Teodomira Gallardo —llamada así en honor a Teo—, hoy rebautizada Camilo Cienfuegos. Aquel chaval no tardaría en darse cuenta de quién era y había sido aquella mujer austera, vestida de negro y con una sonrisa perenne: “Un mito del partido”.

Calderón lamenta que su trayectoria no haya tenido un mayor repercusión en el distrito de San Blas-Canillejas. Al menos una calle en el este de Madrid, “pero ni la tiene ni se la espera”, algo que sucedería si se tratase de un personaje como ella en París, cree el miembro de la Asociación Amistad Hispano-Cubana Bartolomé de las Casas. “Es una pena que no tenga el más mínimo reconocimiento”.

Al principio, Valentín y los cachorros de la Unión de Juventudes Comunistas de España (UJCE) procuraban que aquellos veteranos, entre los que se encontraba la histórica Concha Carretero, no les diesen la chapa. “Luego me enteré de que había chupado años de cárcel y torturas. Sin embargo, no hablaba del sufrimiento ni del maltrato, sino que me lo contaron viejos camaradas de la agrupación. Ella jamás estuvo con el yo en la boca: yo he estado, yo he vivido, yo he sido…”.

Calderón, quien no ha cumplido los cincuenta, echa cuentas y cree que falleció hace unos quince años, aunque nunca dejó de pasarse por el local del partido. “Destacaba por su modestia, desde su ropa hasta su vivienda. Era extremadamente austera y, al mismo tiempo, un encanto de persona. Sobresalía por su militancia activa y siempre animaba a los jóvenes, pero sin tirarse el pisto ni presumir de pasado ni de militancia”.

"Un mito del PCE"

¿Qué fue de aquella bebé y de aquel niño de cuatro años que se llevó a cuestas cuando tuvo que refugiarse en casa de su suegra? ¿Y de la niña que nació en casa de Crecencia, la señora que los acogió cuando iban de pueblo en pueblo arreglando ollas, cacerolas y lebrillos, haciéndose pasar por hojalateros gracias a que Valerio era muy mañoso? Un pasaje de la historia personal de Teo que se pierde tras la detención, el juicio y la condena a muerte de su marido.

Ella rehace su vida en Madrid. Allí conoce a un trabajador de la construcción y militante comunista, Antonio López, con quien se casa y tiene dos hijos. Ella, probablemente, trabaja limpiando casas para sacar adelante a la prole, según sus camaradas de San Blas, donde residirá hasta el final de sus días. Sobrevivió a ambos hijos, Jesús y Antonio, quienes habían heredado su ideología y fallecerían de cáncer, como Andrés Cabrera, una figura del movimiento vecinal de Canillejas.

Julián Escribano traza a sus setenta y siete años una sentida semblanza de Teo. “Era seria, combativa y muy dada al pueblo y a la gente. En los setenta y ochenta, gozaba de una gran reputación en el barrio y era un mito entre las mujeres comunistas”, recuerda este militante del PCE de San Blas, en cuya sede su marido atendía el bar.

“Fíjate que integridad tenía que, antes de irse a casa, Antonio se miraba los bolsillos. O sea, que se registraba a sí mismo, no fuese a ser que se llevase algún cambio que no le correspondía”, añade Valentín Calderón. Ella era muy querida entre sus camaradas, aunque desconocida para muchos vecinos. “Un barrio obrero no significa que sea netamente de izquierdas. De hecho, hay mucha más conciencia comunista en otras zonas”, matiza Escribano. “Sin embargo, Teo, pese a no haber estudiado, estaba muy politizada y sí que la tenía”.

Ella hablaba con criterio y sus palabras sonaban con firmeza. “En cambio, no ocupaba cargos dirigentes, ni lo pretendía. Ejercía, eso sí, de conciencia moral entre los más jóvenes, pero sin pretensiones”, apunta Julián Escribano. “Nunca se permitió un consejo más allá del ánimo”, corrobora Calderón.

Lo hacía sin apelar a su currículo, impregnado de polvo y sangre, redactado en la topera y en la cárcel. “No contaba por lo que había pasado, porque el presente y el futuro siempre priman más que el pasado. Pese a que es fundamental conocer la historia para no repetir los errores, le importaban los problemas del momento”.

Teodomira Gallardo, “una mujer enérgica, tajante y fuerte, porque así la hizo la vida”.

Teodomira, “discreta, como otros cientos de compañeras, aunque ella era ejemplar: un mito del PCE”.

Teo, una leyenda tan humilde y prudente que ni en su madriguera comunista de San Blas sabían que fue la única mujer topo de España."                      (Henrique Mariño, Público, 20/06/19)
 
 
 "Las hijas perdidas de Teo, la única mujer topo del franquismo.

"Yo nací por los montes, como quien dice, en medio de la nada. Por eso mi padre me puso Rocío".

Esa gota se condensó el 25 de marzo de 1940 en una casa de Huecas, provincia de Toledo, donde una mujer llamada Crescencia había dado refugio a dos huidos de la represión franquista. Él era Valerio Fernández, alcalde de Zarza del Tajo (Cuenca) cuando el golpe del 36. Ella, Teodomira Gallardo, con dos criaturas al lomo y preñada de una niña.

Rocío Fernández Gallardo levanta la mano. Tiene ochenta años y todavía cierra el puño. Es la hija menor de Teo, la única mujer topo del franquismo o, al menos, de la que se tiene noticia. Todos eran hombres que se enterraban en vida, o en un desván, o en un sótano, o en un doble fondo para escapar de las represalias, de las torturas y de la muerte.

A ella y a su marido les dieron caza un mes después de alumbrar a la pequeña, fueron aprisionados en Madrid y juzgados por rebelión militar, aunque también les atribuyeron el asesinato de un cura que milagrosamente estaba vivo. Valerio, quien había combatido en el bando republicano como teniente del Cuerpo de Carabineros, fue fusilado. Teo, rebajada su condena inicial, terminaría penando algún invierno más entre rejas.

Con el tiempo, rehízo su vida, se volvió a casar y tuvo otros dos hijos. ¿Pero qué había sido de Rocío y de sus hermanos mayores, Libertad y Clemente? Hace un año, preguntados por la figura de su madre, militantes del PCE de San Blas y de la Agrupación Teodomira Gallardo —hoy rebautizada Camilo Cienfuegos— no encontraban respuesta. Además, la bibliografía de Teo era escasa y apenas aportaba datos posteriores a su liberación.

Una obra teatral de José Sanchis Sinisterra recreaba su estancia en la cárcel de Ventas. Y Jesús Torbado y Manuel Leguineche la entrevistaron en el prólogo del libro Los topos (Capitán Swing), donde elogiaban su figura —que "ofrece un abanico bastante completo de los horrores de la guerra y de la posguerra"— y ella daba cuenta de las secuelas de las torturas: "Tengo varias costillas desviadas, la columna mal y las muñecas torcidas".

Ni rastro de Libertad. Tampoco de Clemente. Hasta que aquella bebé alzó la voz: "Me llamo Rocío. Soy hija de Valerio y Teodomira. Me trajeron al mundo en Huecas, un pueblo que no conozco de nada, aunque el DNI indica que nací en Madrid. Me bautizaron entre rejas y tras ellas viví hasta que cumplí seis años. Entonces me llevaron a un colegio de monjas, que es peor que una cárcel, llámala cárcel infantil. Cuando salí, ya era una quinceañera".

La niña que emergió tras la frialdad de la noche en un rincón de Toledo no solo estaba viva, sino que había sobrevivido a Clemente y a sus hermanastros, Jesús Andrés y Antonio. Y era y sigue siendo —como su padre, como su madre, como los suyos— una militante comunista. "Él era republicano y votado por el pueblo. Y esa fue su pena, la que le llevó a todo esto". Sola, ejecutado su marido y ya en la calle, Teo quiso recuperar a sus hijas.

Las habían trasladado a otro colegio de monjas en Zaragoza. "Cuando nos quiso sacar de allí, le dijeron que si quería hacerlo tenía que casarse por la iglesia. Y lo hizo. Solo con pensarlo me dan ganas de llorar". Teo contrajo matrimonio en segundas nupcias con Antonio López, también comunista y trabajador de la construcción, quien levantó con sus propias manos una pequeña vivienda en el barrio de Usera.

Allí vivieron Rocío, Libertad y Clemente, junto a sus dos nuevos hermanos nacidos bajo aquel techo, hasta que les compraron el terreno para construir una carretera y se mudaron a un piso en San Blas, donde la pareja se implicó en la lucha obrera. El padre atendía el bar de la sede del PCE, frecuentada por Teo, aunque muchos jóvenes desconocían el sufrido pasado de aquella militante histórica, objeto de detenciones hasta los años setenta.

La memoria de Rocío saca un billete de ida y vuelta a los años cuarenta. Su padre a la fuga después de que los falangistas le diesen una paliza al alcalde de la localidad donde trabajaba como camarero. Su madre, expulsada de su hogar, busca refugio en casa de su suegra, pero las amenazas le hacen emprender una huida junto a su marido y sus hijos. Topos durante seis meses en la casa de una cuñada en Aranjuez. De nuevo la escapada de pueblo en pueblo, haciéndose pasar por hojalateros. La cuna de Crescencia en Huecas. Y la detención.

"A mi padre lo ejecutaron y mi madre, cuando salió de la cárcel, se encontró con la noche y el día. Como le habían quemado la casa de Zarza del Tajo, buscó a su hermana —quien tenía ocho hijas—, vivió con ella y trabajó como limpiadora. Enseguida tuvo a Jesús Andrés con su nueva pareja y a los pocos meses nos pudo sacar a nosotras del colegio, aunque para ello había tenido que casarse por la Iglesia". Luego llegó Antonio y, con él, ya eran cinco churumbeles que alimentar.

Rocío rememora los padecimientos de la saga familiar. "Mis abuelos paternos tuvieron seis hijos. Vivían en Aranjuez y se iban haciendo cargo de sus nietos mientras estaban en la cárcel. Hasta Clemente y Libertad llegaron a vivir con ellos cuando eran pequeños. Mis tíos Bartolo, Ciriaco y Mamerto pasaron por los presidios de Burgos y Ocaña. Todos matados y escondidos, un desastre de familia, aunque al único que ejecutaron fue a mi padre. Luego estaban mis tías Tremedal e Invención, pero yo apenas conocí a mis primitos, porque mi madre ya había fundado una familia y ellos estuvieron al calor de mis abuelos".

Su infancia transcurrió en la prisión Maternal de San Isidro, ubicada en un departamento de la de Ventas, donde la bautizaron como María del Rocío. "Como no existía María de la Libertad, a mi hermana le pusieron María del Pilar porque una funcionaria se llamaba así", ironiza la hija menor de Teo, quien aprendió a caminar allí, sujetándose de cuna en cuna. 

¿Cómo era la vida en la cárcel?

Yo llegué siendo una bebé. Éramos muchísimos niños, separados por unas cortinas de nuestras madres, quienes dormían en unos colchones en el suelo. Si llorábamos, al menos podían venir a arrullarnos.

Pasaron hambre...

Como nadie nos traía nada de fuera, mi madre se puso a trabajar en la cocina para conseguirnos un vaso de leche o una naranja. Nos daban lentejas con bichos y yo no las quería comer. Como castigo, una funcionaria me encerraba en un cuartucho para que me las comiese. Yo la veía pasar a través de un ventanuco y aprovechaba para tirarlas, cucharada a cucharada, por un sumidero que había en el suelo. Nunca más volví a comer lentejas, hasta que volví a probarlas ya muy mayor.

Y fueron bautizadas a la fuerza entre rejas.

Y también nos llevaban a la iglesia. Un día me escondí en una bañera para no ir y me tumbé en ella, como si estuviese muerta. Entraron en el baño y no me vieron, pero me dio la risa y me pillaron. "La niña lo lleva en la sangre: es revolucionaria desde que ha nacido", decía una funcionaria. Tendría cinco años cuando me pidieron que escribiera una poesía a la virgen de las Mercedes. Eso se me daba bien, porque me venía de mi padre, que era poeta. Me dijeron que iba a ser una sorpresa para mi madre y allí me ves, de repente, recitándola en medio de la misa.

¿Recuerda los versos?

Oh, virgen de las Mercedes, ¿en qué te he ofendido yo?
Que aquí me tienes, metida en esta triste prisión.
¿Te han ofendido mis padres? Ha sido por ignorar.
Perdónalos madre mía, te lo pido de verdad.
Rompe pronto estas cadenas y ponnos en libertad.


Cuando la escuchó, mi madre me cogió del brazo y le dijo a la directora, María Topete: "¡Te vas a enterar!". Y yo me preguntaba: "¿Pero qué he hecho?".

¿Cómo se enteraron de la ejecución de su padre?

El día de san José, mi hermana y yo íbamos de la mano del recadero hasta la cárcel de Carabanchel para ver a mi padre. Pero aquel 19 de marzo no apareció. Estábamos las dos preparaditas y mi madre le preguntó si no nos llevaba a visitarlo. El recadero respondió que no le habían dicho nada y que hablase con la Topete. Subimos por una escalera que no olvidaré jamás, con alfombra roja y barra dorada, y escuchamos a mi madre llorando. "Y qué quieres que les diga a mis niñas, ¿que se ha muerto de una gripe? ¡A mi marido lo han matado los fascistas!". Lo habían fusilado unos días antes, pero no se lo habían comunicado. "¡Ellas tienen que saber lo que ha pasado!", insistía mi madre. Cuando lo supimos, mi hermana tenía ocho años y yo, cinco.

Mala fama, la Topete...

La Topete quería quedarse con mi hermana. Le decía a mi madre que por la Pili no se preocupara, que ella la haría una señorita. Luego nos mandaron a un colegio de monjas, de donde no salí hasta los quince. Mi madre andaba sirviendo y limpiando por las casas para mantenernos. Y la obligaron a casarse para poder recuperarnos. Por la iglesia, claro, porque no valía otra cosa. Le fue muy bien, porque Antonio era un señor buenísimo. Pero... ¿y si hubiese sido un maltratador o un borracho? —concluye Rocío tras rememorar su infancia de hambre y encierro.

"Mi madre era una Dolores Ibárruri"

Una vez que Clemente salió del reformatorio donde había sido internado y ellas del colegio de monjas, al fin pudieron vivir juntos en la casa de su madre, acompañados de su nuevo marido y de sus hermanastros. El mozo vendió por las calles telas y relojes a plazos, luego trabajó en la construcción y, una vez casado, se empleó en Alicante como contable en una empresa del ramo. Tuvo varios hijos, quienes viven en Torrejón de Ardoz, y falleció a una edad temprana.

Poco tardaría Pilar en contraer matrimonio y formar una familia. En los sesenta emigró a Alemania, enviudó y se retiró en Torrevieja, desde donde Rocío relata por teléfono el destino de los hijos perdidos de Teo. Aunque, en realidad, nunca se perdieron sino que se los quitaron, y luego los cronistas no fueron quiénes de encontrarlos. La menor no se había ido lejos: desempeñó varios trabajos y, después de casarse, se fue a vivir a Carabanchel con su marido, un obrero metalúrgico fallecido hace quince años.

Entonces decidió mudarse a la localidad alicantina, donde ahora posa lozana sujetando un retrato de Teo. "Una buenísima persona. Trabajadora y luchadora hasta las últimas consecuencias, en las huelgas se subía a los andamios para pedirles a los esquiroles que se bajaran. Mi madre era una Dolores Ibárruri. Y aquí la tengo en una foto con la Pasionaria en la Puerta del Sol, cuando se manifestaron en apoyo a las Madres de Plaza de Mayo. Aunque muy educada, ella también tenía un fuerte temperamento. Era una agitadora de masas".

Una tradición que caló en sus descendientes. Clemente tenía el carné del PCE, como Pilar, quien al regresar de Alemania volvió a llamarse Libertad. "Pero la lucha y la calle, la herencia de mi madre, fui yo", matiza Rocío, quien presume de sus dos hermanastros ya fallecidos, Antonio y Jesús Andrés, en su día concejal de IU en el Ayuntamiento de San Fernando de Henares, que concede un premio de cooperación al desarrollo que lleva su nombre. "Estaban involucrados hasta el tuétano. Eran muy buenos políticos, por lo que me siento orgullosa de ellos".

Cuando quiso casarse, recopiló la documentación necesaria y buscó el certificado de defunción de su padre. Había sido ejecutado en el campo de tiro de Campamento. A partir de ahí fue reconstruyendo su pasado: Valerio, sus tíos, Teo, sus hermanos… "Yo me hice del partido a los veintitrés años, cuando fusilaron a Julián Grimau. Entonces, mi madre me explicó que, antes de matar a mi padre, querían que se confesase, pero él se negó porque no tenía nada de lo que arrepentirse".

Rocío, quien visitaba con Teo la agrupación del PCE de San Blas, se afilió a la de Carabanchel, donde coincidió con mujeres como Vicenta Camacho. "Allí empecé a ver la realidad de la lucha, porque antes solo había visto la lucha de mi casa. Fue cuando tomé conciencia de que había que trabajar por el bien de la sociedad, ¡que mira tú dónde está la sociedad ahora!".

En el partido desempeñó diversas tareas, repartió Mundo Obrero, fue presidenta de la Asociación de Vecinos Santa Bárbara... "Yo he estado en la política hasta hace dos días. Luchando siempre, pero en el foro, abajo, en la arena. Política de calle". Ya en Torrevieja, siguió pagando las cuotas hasta hace un par de años. "Mis ideas siguen siendo mis ideas". Ochenta años, como los que tenía su madre cuando el flash la inmortalizó en las fiestas del PCE con la hoz y el martillo estampados en su delantal. "Ella estuvo ahí hasta el último aliento".

Conoció a los cuatro hijos de Rocío, tres mujeres y un hombre. "Sin embargo, antes de morir enterró a dos maridos, a su hijo mayor, al pequeño y a una nieta, que era mi hija". Quizás en sus últimos días, ingresada en una residencia, no fue consciente del dolor de la pérdida. La memoria la conserva ahora aquella niña nacida en medio de la nada. Por eso su padre la llamó Rocío."      (Henrique Mariño, Público, 01/10/20)

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