"Han tenido que pasar más de cuarenta años para que un tribunal escuchara el testimonio, en su doble calidad de víctima y testigo, sobre la detención ilegal que sufrió por parte de militares argentinos que asaltaron su casa para llevarla a un centro de detención y tortura clandestino en la ciudad de Córdoba (Argentina).
Ella es Inés Ramonda (Córdoba, 1957) y el 21 de abril de 1976, cuando ocurrieron los hechos, tan solo tenía 18 años. En aquellas fechas también fue secuestrado su novio Máximo José Juárez, a quien las Fuerzas Armadas jamás devolvieron a su familia. Su nombre y restos engrosan la lista de los 30.000 desaparecidos que se calcula que aún hay en Argentina a consecuencia del golpe de Estado y dictadura de Rafael Videla.
En una conversación telefónica con Público, Ramonda repasa sus inicios de militancia, el secuestro que sufrió, las torturas que le infligieron, el silencio impuesto de los años posteriores y cómo, con el paso del tiempo y el empuje de sus tres hijas y su marido, ha ido superando aquellos dos días que marcaron su vida.
"Yo empecé a militar en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) –el brazo político del Ejército Revolucionario Popular (ERP)– cuando entré a estudiar medicina en la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) en 1975 y, a veces, íbamos a pintar en las paredes de algún barrio, repartir folletos y demás, pero no gran cosa. Aún no se había producido el golpe pero las cosas ya andaban complicadas, sobre todo porque funcionaban grupos paramilitares en el país".
Videla encabezó el golpe de Estado en Argentina el 24 de marzo de 1976 y, menos de un mes después, Ramonda sufría en su piel las consecuencias más directas. "Unos señores que se identificaron como personal militar del ejército argentino entraron de forma violenta en mi casa. Instantes después, trajeron a una compañera de mi facultad para que me reconociera, y me señaló. Me cubrieron la cabeza con una toalla y a mi padre le obligaron a arrodillarse contra la pared. También me pusieron unas gafas muy oscuras y me esposaron las manos. Creo que nunca viví una vergüenza tan grande", comienza a relatar la afectada, quien recalca que jamás mostraron orden alguna sobre su detención ni un documento que lo legitimara.
Dos días secuestrada
"Me subieron a un vehículo. Recuerdo que iba en el asiento de delante y me abrazaba uno de los militares que entró buscarme a casa. Conseguí ver un poco por el rabillo del ojo y me percaté que estábamos yendo a la zona en la que yo me había criado", continúa. Ramonda se refiere al centro de detención y tortura La Perla, situado a las afueras de la capital de la provincia.
"Después de tomar todos mis datos, me quitaron las lentes y me vendaron los ojos. En todo momento, tuve mis manos atadas. Después me sometieron a interrogatorios muy violentos y fui testigo auditivo de las torturas y la represión que llevaban a cabo en el lugar. En un momento dado, vi en muy mal estado a la hermana de la compañera de la facultad que me reconoció antes en mi casa. A día de hoy, ellas dos siguen desaparecidas", relata Ramonda.
Durante los interrogatorios fue objeto de torturas, agresiones verbales y manoseos. Así explica ella misma el ahogamiento que le produjeron: "Me pusieron boca abajo en una camilla que terminaba en un cubo de agua. Me sumergían en él, cada vez por más tiempo, ya que veían que no les daba ninguna información. Esa agua estaba asquerosa y tragarla afectó a mi estómago. Estuve muy descompuesta".
No paraban de pedirle información sobre sus compañeros, datos como dónde vivían o quiénes eran. "Yo sabía nombres, pero esa situación me produjo tal bloqueo mental que aún lo mantengo. No era información muy prolífica porque éramos células muy pequeñas y uno tenía escaso acceso a los demás, incluso no utilizábamos nuestro nombre real para protegernos. Así, si uno caía y no conseguía aguantar las torturas, por mucho que dijera nunca nos encontrarían por nuestro nombre. Yo sí que podía haber dicho alguna cosa, pero nunca lo hice", rememora la afectada. El bloqueo mental fue de tal envergadura que cuando todo pasó no recordaba dónde vivía su novio, una casa en la que había estado decenas de veces. "Como a tantos otros compañeros, también perdí al mío. Eso sí que fue un duro trago de digerir", agrega.
Mientras tanto, su padre, suboficial mayor de aeronáutica de las Fuerzas Armadas argentinas, intentaba por todos los medios saber dónde estaba su hija, en esos momentos desaparecida. A los dos días, la devolvieron a su casa. "Mi padre les agradeció que me llevaran y se pensaba que era por las gestiones que él había realizado, pero le dijeron que no, que ellos no sabían nada de eso. En realidad, no conozco que haya otro caso similar al mío porque lo normal era o que te tuvieran recluido en La Perla trabajando para ellos o que te desaparecieran. No llego a comprender por qué me soltaron, pero no dejo de ser una privilegiada por salvarme en un momento en que tu vida dependía del humor que tuviera el guardia de turno".
En su casa nunca se habló de lo que había sucedido. "Era como si no hubiera pasa nada. Cuando yo quería hablar sobre ello, mi padre me frenaba en seco. De hecho, cuando me devolvieron a mi casa y me fui a bañar, después ya estaban quemando la ropa que me había quitado y todo lo que me pudiera comprometer políticamente. Nunca se tocó el tema, era como un acto considerado deshonroso. Siempre se ocultó como una cosa vergonzante", explica Ramonda. Pero tuvieron que pasar muchos años para que eso cambiara. "Lo peor de todo es que hasta hace unos 15 años yo pensaba que era así. Llevo con mi marido 42 años y su familia es como si fuera la mía propia, y sin embargo ninguno de ellos sabe nada de esto. En realidad, todavía me cuesta estar bajo la mirada crítica del otro".
Han sido años de silencio, recuerdo y ahogo interior. "Igual que yo me salvé, mataron a Máximo. Su madre era de España, así que decidieron sacar del país a sus dos hermanos más pequeños, que tenían la nacionalidad española. Sus padres se quedaron por acá haciendo averiguaciones, pero con los años también retornaron a España. De hecho, hace no mucho me llamaron del equipo de antropología forense para el reconocimiento de restos. Querían cotejar unos que habían encontrado con los de él y me pidieron que les ayudara a encontrar alguna muestra genética, porque no dejaron ninguna en el banco donde las guardan. Sé que están en España pero no consigo ubicarles. Ojalá vía embajada puedan enviar el material, a ver si van a recuperar los restos de mi compañero y no hay nadie que los retire", confiesa la represaliada.
De madres a hijas
Preguntada sobre si su padre conocía la militancia revolucionaria que llevaba a cabo, Ramonda responde negativamente de manera tajante. "No lo podía saber. Era una cosa muy reñida con su carácter castrense". En cambio, cuando se menciona la relación que tenía con su madre, el tono cambia: "Mi mamá siempre fue mi compinche. Teníamos ideas muy parecidas. Si ella viviera, ahora mismo estaría en todas las marchas por el aborto libre, seguro y gratuito. Además, fue ella quien se encargó de recoger todos los documentos, periódicos, revistas y carteles que a mí me podían comprometer para hacer una hoguera con ellos, pero guardó algunas cosas que con el paso del tiempo me dio. Diez años después de todo, cuando ya no corría peligro, me entregó fotografías de mis compañeros de militancia, al igual que la única imagen que conservo de Máximo. Sí, sí, mi mamá me bancó y cubrió en muchas cosas".
El único momento en el que Ramonda se emociona es al bajar en la línea genealógica. Su voz se quiebra, para por momentos, las palabras caen a cuentagotas y las frases se vuelven algo intermitentes. "Mis tres hijas me apoyan siempre y, gracias a ellas, me he animado a muchas cosas. Siempre se turnan para acompañarme cuando tengo que ir a los juzgados o a realizar algún trámite de la denuncia. Me emociona ver cómo toman las banderas y siguen en la lucha. Mi declaración en el juicio es el legado que yo les doy, que les dejo, y espero que les sirva", acierta a enunciar la protagonista.
La ignorancia continúa
Preguntada por el miedo a contar lo que le ocurrió en 1976, Ramonda responde que "todavía existe cierto castigo en la mirada del otro porque fueron dos realidades muy distintas, dos mundos paralelos en donde en uno desaparecía y otro hacía como si no pasara nada". Sin ir más lejos, el esposo de su hermana, que también cursaba en la UNC al mismo tiempo que ella, nunca se enteró de nada.
"Yo le pregunto por algún compañero al que hicieron desaparecer, si conoce a alguien a quien le allanaron la casa, y dice que él no sabe nada de eso, aunque más bien no lo quiere saber. Todavía hay mucha gente que vive en ese universo paralelo, personas con mi misma edad que te sigue mirando con los mismos prejuicios que hace 40 años", concretiza.
Y se despide con un mensaje para los más jóvenes: "Jamás hay que bajar los brazos si la causa es justa. Desde el lugar en el que cada uno esté hasta donde pueda. Es verdad que a veces se tarda mucho en conseguir las cosas, pero no dejarlo de intentar es la única forma de lograrlo; y siempre hay que recordar la historia, porque un pueblo sin memoria está condenado a repetirla, y no se repite la parte más linda precisamente".
Este relato será
uno más de los 43 que desde el pasado 9 de septiembre las víctimas están
aportando en el juicio oral de la causa denominada "Herrera/Diedrich", en la que se investiga si un total de 18 imputados, entre policías y militares,
cometieron crímenes de lesa humanidad. Como contexto global, en Córdoba
se han celebrado 11 juicios en los que se han visto inmersas 873 víctimas
de la dictadura militar de Videla; y se han dictado 151 condenas a 103
personas. Por otra parte, también ha habido 26 acusados absueltos y 15 imputados han muerto durante el transcurso de la investigación.
Que sus nombres, el de las víctimas, torturados y desaparecidos, pero
también el de los genocidas, no se borren de la historia." (Guillermo Martínez, Púlico, 21/11/20)
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