"Fusilada con sus padres a los 16 años
Tama, en el municipio cántabro de Cillorigo de Liébana, 20 de octubre de 1952. El matrimonio formado por Dominador Gómez y Carmen de Miguel y la hija menor de ambos, Carmina, de 16 años, son fusilados ante su casa, en la parte superior del pueblo. En realidad, debía morir solo Dominador, un peón caminero, por dar cobijo a unos guerrilleros. Descubiertos por la Guardia Civil, en el tiroteo fallecieron tres maquis y un sargento.
La versión oficial sostuvo que Dominador, Carmen y Carmina también cayeron en el intercambio de disparos. Lo cierto fue que, en el momento del fusilamiento del padre, madre e hija lo abrazaron llorando y fueron también tiroteadas. Una hija mayor del matrimonio, María Eugenia, fue detenida al día siguiente en Santander, y la casa familiar reducida a cenizas. Es historia del maquis español en una exposición que busca hacerles justicia.
"El último refugio de los maquis.
Una exposición en Cantabria rememora el malvivir de los guerrilleros antifranquistas en cuevas y cabañas de vacas.
Existen decenas de libros y varias películas sobre los maquis que combatieron a la dictadura franquista y resistieron en el monte, unos pocos hasta dos décadas después del final de la Guerra Civil. En Francia tienen estatuas y son considerados héroes. En España, los documentos oficiales los llaman bandoleros, forajidos, malhechores o criminales, y cuando eran abatidos por la Guardia Civil se les enterraba en fosas comunes, como si fueran perros, después de exhibir sus cadáveres al público para escarmiento del vecindario que osaba ocultarlos o socorrerles.
Maquis es ahora sinónimo de resistente. En realidad, la palabra italiana macchia, de la que deriva la española a través del francés, define un campo de matorrales. Era el hogar de las guerrillas rurales. Muchos escaparon a Francia cuando dieron por perdida una batalla imposible. Unos pocos se quedaron. Los dos últimos fueron abatidos a lo largo de 1957. Habían sobrevivido en cuevas, en invernales —cabañas de ganado— compartiendo el calor con vacas y caballos, ocultos en zulos de casonas o escondidos en pajares de sus enlaces, caminando por la noche entre las carrascas, por senderos por los que solo transitaban cabras; atravesando barrancos y durmiendo en cuevas naturales, o agazapados entre matorrales.
Ese terrible malvivir palpita en decenas de fotografías y documentos que se exhiben en la antigua iglesia de San Vicente Mártir, en Potes (Cantabria), hoy sede del Centro de Estudios Lebaniegos. Patrocinada por el Gobierno cántabro, la muestra es obra del fotoperiodista palentino Agustín López Bedoya e incluye los atestados en los que la Guardia Civil relata cómo eran abatidos los guerrilleros, y los castigos que recibían sus cómplices, en su mayoría mujeres. Algunas fueron fusiladas sin miramientos tras choques entre la guerrilla y las fuerzas de seguridad; otras sufrieron torturas y años de cárcel, y más tarde el destierro para evitar que siguieran actuando de enlaces.
La exposición lleva por título Maderas de Oriente. El monte, último refugio. No es poesía. Además de alimentos, tabaco, coñac y ropa, los enlaces se jugaban la vida para abastecer a los guerrilleros de una colonia popular en los años de la posguerra con la que se rociaban el calzado para evitar que los sabuesos de la Guardia Civil les localizaran. Se llamaba Maderas de Oriente.
Las guerras producen relatos legendarios y crean santorales civiles. Así escribe Agustín López sobre el mosaico que acoge un centenar de rostros de guerrilleros de ambos sexos. Los hay de todas las edades y de todas las profesiones. Unos, la mayoría, huían de un fusilamiento seguro; otros se evadieron de campos de concentración y batallones disciplinarios. Esperanzados en que las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial liquidarían la dictadura de Franco, mantenían una guerrilla, organizados en batallones o brigadas. La mayoría pasó a Francia a partir de 1947. Los que se quedaron, por motivos muy diversos (enfermedad, hijos, familia, amores o porque sí), fueron liquidados en los siguiente diez años. Eran “los del monte”.
El 25 de abril de 1957, el cadáver de Juan Fernández Ayala, Juanín, estaba tirado en una esquina del cementerio de Potes y un joven sacerdote de la comarca de los Picos de Europa se acercó para rezarle un responso. A punto estuvo de ser agredido por algunas de las autoridades presentes, que lo echaron del lugar a empellones. Se llamaba Ángel Mier y acabó en Suiza como capellán de emigrantes.
Juanín tenía 19 años cuando empezó la guerra y 26 la tarde que se echó al monte, a la anochecida. Estaba en libertad vigilada y trabajaba para Regiones Devastadas en la construcción de la nueva iglesia de Potes, cabecera de la comarca de Liébana. Escapó cuando era conducido al cuartel de la Guardia Civil, donde solía ser apalizado una vez a la semana. La exposición lo muestra ya cadáver, de pie contra una pared para una fotografía ya legendaria. En un hueco de esa pared, en la carretera sobre un viejo molino convertido en camping a las afueras del pueblo de La Vega, a siete kilómetros de Potes, hay siempre flores, a veces frescas, a veces artificiales, que familiares y admiradores reponen cuando se marchitan o se deterioran.
En la fotografía, el guerrillero parece un anciano pese a tener 39 años.
Ha vivido casi dos décadas con la Guardia Civil pisándole los talones.
Se dice que no salió a Francia porque se sentía enfermo de muerte, o
porque tenía un amor por la zona de los Picos de Europa. Como a tantos
de sus compañeros en la guerrilla, eran los familiares los más
castigados, con una represión que incluía torturas para que los
delatasen. Visto en perspectiva, los verdaderos héroes de las guerrillas
rurales fueron “los del llano”, sobre todo las mujeres (madres,
hermanas, novias, amigas), que les ayudaban por solidaridad familiar o
vecinal, pero también, muchas, por un compromiso político. Se calcula
que un tercio de los integrantes de las redes de apoyo a los del monte
fueron mujeres. Además de a la represión, tuvieron que enfrentarse a la
maledicencia. En atestados oficiales se las presenta como “concubinas” o
se reduce su papel a “las que lavan la ropa a los guerrilleros”. (Juan G. Bedoya, El País, 13/08/21)
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