"A menudo ser pionero te reporta poco reconocimiento y muchos problemas. Miren a Cayetana Álvarez de Toledo, la apuesta de Pablo Casado como martillo de herejes en la portavocía del Congreso, que fue defenestrada cuando el inconsistente líder popular decidió fingir centrismo al inicio del anterior curso político.
Luego, entre las prisas y el miedo al fin de una carrera llena de derrotas, presión de Vox y Ayuso mediante, Casado volvió a la línea del hostigamiento macarra: no importa si lo que se dice del Gobierno es cierto o falso, lo que importa es buscar su ilegitimidad. Por eso tienen ustedes a Cuca Gamarra, sustituta en la portavocía del PP, tan perdida como su propio partido. Con tanto giro de libreto la función resulta poco creíble: no puedes poner a María Reiner, la monjita de Sonrisas y lágrimas, a actuar en Salvar al soldado Ryan.
Imagino que Álvarez de Toledo, en la umbría de su escaño, debe de estar pasándolo mal, revolviéndose, pensando que no se puede poner a un caniche a hacer el trabajo de un bulldog. Llegas la primera, abres una senda a machetazos para que al final otras acaben en primera línea mediática, que en política es lo que marca tu importancia o tu intrascendencia.
La vicepresidenta segunda es Yolanda Díaz; la apología, el prólogo que ha realizado para una reciente edición del Manifiesto Comunista. Quizá ustedes se pregunten para qué dedicar unas palabras a un número de promoción de Álvarez de Toledo. Puede que no les falte razón. Quizá es hora, por contra, de recoger el guante y de dejar unas cuantas cosas claras.
Un día te acuestas en un país donde el Partido Comunista fue uno de los protagonistas de la Transición y redactor de su Constitución, al siguiente te levantas y el macartismo campa a sus anchas, hay comisiones de actividades antiespañolas y los delatores esperan su turno a ver si les cae un estanco o una portería. Una estrategia desenfadadamente mezquina ha sido más de una vez la antesala del desastre.
Primero vayamos con los millones de muertos. Sí, bajo el comunismo se han practicado atrocidades contra los derechos humanos, eso es innegable. Tanto como bajo el fascismo pero también el liberalismo, ideología de la que la Unión Europea y las democracias occidentales hacen gala, algo que incomoda mucho reconocer.
La explicación es histórica: las tres ideologías de la modernidad tenían un fuerte componente de nueva ordenación social y no dudaron en utilizar la violencia para imponerlo. El siglo XIX y el XX carburaron con sangre, dinero y lucha de clases, como el XXI, salvo que ahora ponemos un filtro de Instagram o hacemos un bailecito en TikTok y se nos olvida.
A nadie que prologue a Adam Smith se le acusaría de hacer “apología de una consigna política que ha justificado millones de muertos”. Si por muertos es, nos ponemos a contar los desmanes del imperialismo británico, cuna liberal por excelencia. Las justificaciones atroces, a menudo racistas, que el Reino Unido empleaba para asegurar que sus intereses estaban por encima de los países invadidos, fueron votadas por diputados liberales y aplicadas por Gobiernos liberales. También podemos recordar las excelentes relaciones de Churchill con Musolini, al que calificó de la mejor vacuna contra el socialismo. No les gusta leerlo, pero detrás de cada soldado de las SS hubo antes un casaca roja practicando las mismas fechorías.
Sería ridículo, por otro lado, culpar de determinados crímenes a Adam Smith –su estudio económico fue clave para hacer avanzar esta ciencia–, tanto como culpar a Marx de los perpetrados en su nombre. Liberales hubo muchos, también los que se oponían al absolutismo, como en España: contra Riego se levantaron los mismos que lo hicieron contra la II República. El marxismo se aupó sobre el liberalismo para introducir un nuevo concepto, el de clase, o cómo los derechos no eran iguales para todos dependiendo del dinero.
Gracias al socialismo se pasó del sufragio censitario, al que los liberales no ponían objeción, al universal. Gracias al socialismo existe el derecho a la educación, a la salud, al descanso o a unas condiciones laborales dignas. Fue lo que tuvo organizar a las masas de trabajadores en un objetivo común. También que la URSS y sus aliados ganaran la guerra contra la Alemania nazi. Cuando el fascismo machacaba España, unos años antes, desde el liberal Londres se miraba a otro lado: luego soportaron el blitz.
Todo esto, Álvarez de Toledo –sin duda una mujer de amplia formación– lo sabe. Tanto como que desde los años 50, en la Europa occidental, se desarrolló un comunismo que pretendió jugar bajo las reglas de la democracia liberal. En Italia, donde se inició la idea, la CIA y sus secuaces manipularon elecciones, perpetraron atentados y organizaron secuestros para evitar que el eurocomunismo cuajase. En Francia se llegó al autogolpe de Estado.
En Chile se masacró a los marxistas que llegaron al Gobierno por las urnas. En España la ultraderecha asesinó a centenares de personas, entre ellas a los Abogados de Atocha, para intentar que el PCE y CCOO cayeran en la provocación y así eliminarlos como actores en la construcción de la democracia. Los comunistas, en este país, dieron su vida y su libertad para que la señora Álvarez de Toledo pueda decir, liberalmente, lo que quiera desde la tribuna del Congreso. Que no se nos olvide.
Pero el problema, como advertía, no es sólo de memoria, de honradez con el pasado o de ruptura del consenso constitucional para invalidar a uno de los actores de nuestro juego político. Es de presente. Uno donde la derecha parece haberse conjurado con los ultras para provocar en España una restauración reaccionaria: lo que perdieron en 1979 lo quieren recuperar en nuestros días.
Ahora saben que los comunistas son menos, que los sindicatos no son tan fuertes y que la clase trabajadora, aun existiendo, no se percibe a sí misma y, por tanto, no hace valer sus intereses. Y por eso arengan a los suyos, la liberal clase media, para meterles el miedo en el cuerpo: no hay nada más peligroso que un pequeño-burgués asustado.
Saben –y esto no es una opinión, es un hecho– que Yolanda Díaz aplica políticas socialdemócratas, las que puede o le dejan, bastante menos ambiciosas que las que se aplicaban en toda Europa en las décadas que transcurrieron desde 1945 a 1990. Que su intervencionismo es, incluso, menos profundo del que llevó a cabo la democracia cristiana cuando su única posibilidad de gobernar era competir con la izquierda en medidas sociales. ¿Saben quién provocó ese cambio de centro de gravedad? Millones de comunistas en toda Europa occidental y unos cuantos tanques en la Europa oriental. También convendría no olvidarlo.
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