20/6/18

Emilia fue llevada al calabozo media hora después de haber parido su primer hijo, con la sangre bajándole por las piernas. Le dieron una paliza de la que todavía tiene secuelas...

"En su obra La locura y la guerra. Características biopsíquicas de los marxistas internacionales, Vallejo Nágera expone con claridad el objeto de la investigación: “tenemos ahora una ocasión única de comprobar experimentalmente que el simplismo del ideario marxista y la igualdad social que propugna favorece su asimilación por los deficientes mentales”.

  El psiquiatra Carlos Castilla del Pino, que le tuvo de profesor, tiene muy claro cuál era la finalidad de esos experimentos: “la única manera de poder justificar -sin sentimientos de culpa y en aras a un ideal superior- todas las tropelerías que se cometieron es montar un edificio ideológico que lo explique. Para Vallejo Nágera, el ‘rojo’ es un degenerado y un hombre que, si se multiplica, está degenerando la raza hispánica. Por tanto, hay que exterminarle”.

Después de la victoria de Franco, ideas como las de Vallejo Nágera encuentran un campo de cultivo excelente en un régimen que no se conforma con vencer, sino que quiere aplastar al enemigo. España se llena de campos de concentración que sólo se cierran después de transportar a los prisioneros en trenes de ganado hasta nuevos centros de detención. 

En las cárceles se fusila a diario. Una represión que no sólo afecta a personas que cometieron el “error” de defender el Gobierno legítimo de la República. Entre rejas hay también miles de mujeres, solas, embarazadas o con niños pequeños. Centenares de niños murieron en las cárceles de Franco de hambre o de enfermedad. 

Víctimas inocentes cuyo único delito es ser hijos de rojos. Ellos pasarán a ser uno de los objetivos del régimen, material a moldear para la construcción de la “nueva España”. Y para ello contaban con aportaciones como estos personajes del entramado del régimen.

Hijos de “rojos”: objetivo del régimen

María Topete Fernández era la directora de la Prisión de Madres Lactantes de Madrid. Su objetivo allí es reducir al máximo el contacto entre madres e hijos, “impedir que los niños mamaran la leche comunista”, como dice Victoria Carrasco.

 “Tenía a los niños todo el día en el patio, tanto si hacía frío como si hacía calor, y a las madres no nos dejaban coger a los niños aunque tuvieran hambre, estuvieran sucios o lloraran. Era horrible, tú veías a tu hijo llorando y no podías hacer nada”, nos cuenta Petra Cuevas, cuya hija murió de una bronquitis después de que La Topete -como la llamaba las presas- le impidiera que la visitara el médico.

Muchas de las mujeres presas con hijos en las cárceles estaban condenadas a muerte. Temían por su vida, pero aún les acongojaba más lo que pasaría con sus niños. ¿Qué sería de ellos si no tenían familia fuera de la cárcel? A Julia Manzanal la condenaron a muerte por ser militante del Partido Comunista y esperaba la ejecución de la pena capital con su hija de meses en la cárcel de Ventas de Madrid: “Imaginaos lo que eso supone, pensar que te van a quitar a la niña. ¿Qué van a hacer con esa niña? ¿Qué van a hacer con nuestros hijos? 

Cuando hablábamos de esto, decíamos que preferíamos que matasen a la niña con nosotras antes que entregársela a ellos”.

Gumersindo de Estella, un fraile capuchino destinado a la prisión de Torrero, en Zaragoza, se encargaba de dar asistencia espiritual a los presos condenados a muerte. Fue testimonio de muchas ejecuciones, algunas de mujeres con niños. Su diario es hoy un documento excepcional: “‘¿Qué van a hacer con las dos criaturas?’, pregunté. 

Alguien me contestó que ya habían sido llamadas dos religiosas para que se las llevaran a la casa de maternidad. Pero arrebatarles las hijas a las condenadas a muerte no eran tan fácil como suponían. Gritos de ‘¡Hija mía! ¡Por compasión, no me la roben! ¡Que la maten conmigo!’. Los guardias intentaban arrancar a la fuerza las criaturas del pecho y brazos de las madres y las pobres madres defendían sus tesoros a brazo partido”.

Pan a cambio de adoctrinamiento

El reglamento penitenciario de la época decía que los niños tenían que abandonar la cárcel antes de que cumplieran los tres años. Esto creaba una situación muy angustiosa para muchas madres, ya que no tenían a nadie fuera con quien dejar a los hijos. 

Esto significaba que el niño iría a parar a un asilo y entre las presas corría el rumor de que, si el niño iba a un asilo, lo perderían para siempre y, si no, tenían la certeza que los niños serían educados en contra de las ideas de sus padres. Teresa Morán recuerda nítidamente, como si acabara de ocurrir, lo que le pasó a una compañera suya de cárcel. 

Cuando la detuvieron, llevaron a sus hijos a un asilo y ella pasó muchos años sin saber nada de ellos. Un día le dicen que tiene visita: “Baja y ve al hijo mayor vestido de cura. La mujer se volvió loca y empezó a gritar: ‘¿Pero cómo puede ser, hijo? ¡Un traidor de tu padre! ¿No ves que esos son los que mataron a tu padre?’. Los asilos eran como las cárceles de los pequeñitos porque les enseñaban a odiar a sus padres, les decían que eran rojos, que eran malos y que habían hecho muchos crímenes”.

Los asilos donde van a parar los hijos de los presos pertenecen, en muchos casos, a la red de beneficencia de Auxilio Social. Esta institución benéfica fue creada por Mercedes Sanz Bachiller, viuda del líder falangista Onésimo Redondo, poco después de empezar la guerra. Está inspirada en la Winter-Hilfe de la Alemania nazi y su objetivo es atender a los más desamparados. Y los que más ayuda necesitan son los vencidos. 

Pero la caridad no es gratuita. Los hijos de los vencidos reciben pan a cambio de adoctrinamiento. Se les educa en contra de las ideas de sus padres y en el espíritu del “Glorioso Alzamiento”. Todos los que han apoyado la República son “rojos”, es decir, portadores del mal. 

El Patronato de Nuestra Señora de la Merced era el organismo encargado de los hijos de reclusos. En 1942, este organismo tenía bajo su tutela unos nueve mil niños. Al año siguiente esta cifra ya llegaba a los doce mil. Eran doce mil niños con los padres en la cárcel o fusilados.

El Patronato los tenía distribuidos entre centros de Auxilio Social y colegios u hospicios religiosos. Los niños recibían un trato y una educación similar en las dos instituciones. A Francisca Aguirre le fusilaron al padre y desde muy pequeña estuvo ingresada con sus hermanas en un hospicio religioso: “las monjas nos juntaron a todas las niñas y nos explicaron claramente que éramos escoria, que éramos hijas de horribles rojos, asesinos, ateos, criminales, que no merecíamos nada y que estábamos ahí por pura caridad pública. No entendíamos bien de qué éramos culpables”.

Robos y secuestros de niños

Pero el régimen no se conformó con reeducar a los hijos de los presos y de los fusilados. Tenían que asegurarse de que la “plaga roja” nunca más mancharía la nueva España. Y aprovechando la impunidad que tenían sobre los vencidos, se dieron casos de robos y secuestros de niños, sobre todo en la España rural.

 La combinación de miedo, antiguos odios y delaciones hacían la vida imposible a personas que tenían alguien señalado como rojo. Ése fue el caso de Emilia Girón, hermana del famoso guerrillero Manuel Girón, conocido popularmente como El león del Bierzo. Desde que su hermano se enroló en la guerrilla, la Guardia Civil les hacía la vida imposible a ella y a su familia. Casi cada día los llevaban a comisaría, muchas veces eran torturados. 

En una ocasión, Emilia fue llevada al calabozo media hora después de haber parido su primer hijo, con la sangre bajándole por las piernas. Le dieron una paliza de la que todavía tiene secuelas en la columna vertebral.

Después de eso, fue desterrada a Salamanca, donde tuvo que vivir de la caridad con su hijo recién nacido. Allí, vuelve a quedar embarazada y el bebé nace en el hospital provincial: “el parto lo tuve feliz. Era un niño. Yo quería que se llamase Jesús. Me lo quitaron para llevarlo a bautizar y ya no lo volví a ver más. Yo preguntaba y me decían que estaba malo.

 Supongo que un matrimonio que no tuviera hijos se lo quedó. Y con esa angustia estoy toda mi vida, porque sé que lo parí y que lo traje nueve meses encima de mí y no lo conocí siquiera. La angustia me durará hasta que esté en el otro mundo”. Del hijo de Emilia no quedó ningún rastro. No fue inscrito, por lo menos con los apellidos de sus padres, y en aquella época poco podía ir a reclamar una gente que estaba marcada como “roja”.

El caso de Emilia no era único. Hemos localizado un documento de la Casa Cuna de Sevilla. Es una carta del párroco a unos futuros padres adoptivos. El cura reconoce que la madre biológica está buscando a su hija y les recomienda paciencia: “al ver que les podían hacer pasar a ustedes un mal rato, decidí no tocar el asunto en la Diputación y que cuando ustedes fueran ni se acordaran que tal mujer había ido a reclamar nada”. El cura acaba la carta recomendando que se inutilice la partida de nacimiento original de la niña y se sustituya por otra. Todo con la máxima discreción.

También hubo secuestros de niños. José Murillo, conocido como Comandante Ríos, era uno de los guerrilleros andaluces más buscados por la Guardia Civil. Su hermana de dieciséis años fue secuestrada con doce niñas más del pueblo por unas monjas. Se las llevaron con un coche a un convento de clausura a Barcelona. No pidieron permiso a los padres y la niña no volvió al pueblo. Aún hoy vive en el convento.

Menores repatriados

Pero el régimen de Franco no se conformó solo con los hijos de los “rojos” en territorio español. Durante la guerra civil, muchos padres tuvieron que tomar la difícil decisión de confiar sus hijos a la República para que los evacuara al extranjero. Confiaban en que sus hijos, terminada la guerra, podrían regresar a una España liberada del fascismo. 

Pero la guerra la gana Franco y decide que todos estos niños tienen que regresar a España, con o sin la autorización de sus padres. El régimen convierte la repatriación de los menores en una gran operación propagandística. “Franco devuelve a las madres de España la alegría y el cariño de los que un día, por orden del Gobierno marxista, fueron arrancados de su patria y entregados a la tutela de las más antiespañolas instituciones internacionales”, decía el narrador de una película propagandística de la época. 

En muchos casos, sin embargo, el menor no era entregado a sus familias e iba a parar directamente a un asilo. Una ley de 1940 establecía que la patria potestad de los niños que estaban en centros de Auxilio Social pasaba automáticamente a la institución. Esto creaba un gran riesgo de que los padres perdieran la pista del niño para siempre.

De entre todos los niños españoles en el extranjero, el régimen franquista tenía especial interés en los que estaban evacuados en la Unión Soviética. Para Franco, era un triunfo sacarlos del país donde había triunfado la revolución comunista. Pero, al mismo tiempo, el Caudillo veía a estos niños como elementos peligrosos. 

Habían estado en contacto con el comunismo, estaban contaminados y hacía falta ingresarlos en un centro que garantizara su reeducación. Néstor Rapp, evacuado a la Unión Soviética antes de que terminara la guerra, fue repatriado a España en 1943. Su familia no había pedido su repatriación y se entera del regreso de su hijo por el periódico. 

Cuando solicitan que se les entregue el menor, el delegado de la Junta de Protección de Menores les dice que tiene orden de Madrid de no entregarlo y Néstor ingresa en un centro de Auxilio Social. Muchos años después, con la llegada de la democracia, la familia Rapp tiene conocimiento de un informe donde se dice textualmente que el menor no se entregó a la familia porque ésta “no ofrecía ninguna garantía sobre su educación”.
En 1941 Franco firma una nueva ley que aumenta el riesgo de la desaparición de hijos de republicanos al permitir cambiar los apellidos a los menores repatriados. La excusa era dar una identidad a los niños perdidos durante la guerra. Pero, en realidad, dificultaba todavía más que las familias legítimas pudieran encontrar a sus hijos y dejaba la puerta abierta a adopciones irregulares. María Calvo García, refugiada en Francia, fue repatriada en 1940. Cuando regresa a España, tiene ocho años, pero es incapaz de recordar sus apellidos. En 1941 se le aplica la nueva ley, se le ponen dos apellidos al azar: Pérez Gómez, y se la entrega en adopción. Desde ese momento, María deja de tener pasado y está lista para empezar una nueva vida, sin que quede rastro de su anterior familia. María no ha sabido hasta hace muy pocos años que tenía hermanos y que su padre fue fusilado por pertenecer al Ejército republicano. Y lo ha sabido gracias a años de investigaciones y a que su hermana salió en un programa de televisión buscándola.
Ninguna institución la ha ayudado a reconstruir su pasado y durante años se ha topado con un muro de silencio cómplice. Un silencio que se pactó en la transición y que ha cubierto con un espeso velo nuestro pasado más reciente. El régimen de Franco aplicó sobre los hijos de los vencidos su mano más dura y cruel. 

Muchos niños murieron de inanición, otros fueron convertidos en enemigos de sus propios padres y algunos desaparecieron. Han tenido que pasar cuarenta años de dictadura y veintisiete de democracia para que estos terribles crímenes empiecen a salir a la luz.

*Montse Armengou y Ricard Belis son periodistas de Televisió de Catalunya y autores de los libros Los niños perdidos del franquismo (Plaza y Janés, 2002) y Las fosas del silencio (Plaza y Janés, 2004). Este artículo fue publicado originalmente en la edición impresa de la Revista Pueblos Nº 12, Especial Derechos Humanos, verano de 2004.."              (En Sociología Crítica, 24/05/18)

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