"En junio de 1977 se presentó en la Vicaría de la Solidaridad de 
Santiago de Chile un joven que quería, dijo, hacer una confesión: y 
quería que fuese grabada, como testimonio para el futuro. 
La Vicaría de 
la Solidaridad fue creada por el arzobispo para socorrer a las víctimas 
del golpe de Estado y a sus familias: mal tolerada, pues, por la Junta 
de Gobierno. La sospecha de que aquel hombre fuese el instrumento de una
 provocación era más que legítima. Fue por consiguiente rechazado. Se 
volvió a presentar y fue de nuevo rechazado. 
Cuando volvió por tercera 
vez, quizás considerando que un verdadero provocador no habría insistido
 tan desesperadamente, se aceptó grabar su confesión. Tuvo así identidad
 –nombre, historia y, muy poco después, destino– la más espantosa figura
 de los días del golpe de Estado y de la represión: parecía una 
evocación de los tiempos de la Inquisición: atroz alucinación, atroz 
símbolo. El hombre del rostro oculto, el hombre del pasamontañas. 
Aquel 
que sin decir una palabra, solo con el gesto de la mano, escogía de 
entre los prisioneros hacinados en el estadio nacional al que mandar a 
la tortura y a la muerte. Uno de los liberados recuerda: 
«El siniestro 
personaje, escoltado por militares, pasaba revista a millares de 
prisioneros. A pesar de su estatura insignificante, su ropa nueva y 
cursi y su paso inseguro, el hombre del pasamontañas se imponía a todos 
como una fantasmagórica presencia e imponía en los graderíos un silencio
 lleno de pánico… Nosotros lo mirábamos con ansiedad… Algunos volvían la
 cabeza para no ser identificados o trataban de escabullirse hacia los 
retretes. 
Cualquiera de nosotros podía encontrarse ante el índice del 
hombre del pasamontañas: en una tensión que llegaba al paroxismo, 
encontraba expresión el drama de un pueblo prisionero frente a la 
tortura y la traición. Esta delación nos daba una especie de vértigo. 
¿Se trataba de un traidor o de uno que siempre había sido enemigo 
nuestro? ¿De qué partido era, de qué condición social había salido, cómo
 había logrado estar entre nosotros sin que lo descubriéramos?
 El hombre
 se acercaba, se detenía, continuaba la búsqueda: a veces volvía atrás 
para reconocer mejor a alguno. Sus ojos, aquellas oquedades orladas de 
negro del pasamontañas, se cruzaban con miradas aterrorizadas, miradas 
interrogantes, miradas intrépidas. Él caminaba lentamente y lentamente 
escogía las víctimas: bastaba un gesto de su mano…»
Bastaba un gesto de su mano –o al menos así lo había creído, como lo 
habían creído los prisioneros hacinados en el Estadio Nacional– para dar
 tortura y muerte; y helo aquí ahora, ya sin aquel poder, intentando 
ponerse, miserable, innoblemente, de parte de las víctimas: delante de 
una grabadora y, presumiblemente, delante de un cura.
«Me llamo Juan René Muñoz Alarcón, carnet de identidad 4824557/9. 
Tengo treinta y dos años, estoy casado y vivo en el 331 de la calle 
Sargento Menadier, en Puente Alto, Población Malpo. Soy un ex dirigente 
del Partido Socialista, ex miembro del comité central de la Juventud 
Socialista, ex dirigente nacional de la CUT (Central Única de 
Trabajadores). Pertenecí a la confederación de trabajadores del cobre… 
El hombre del pasamontañas del Estadio Nacional soy yo». Así comienza la
 confesión.
 Pero cae súbitamente en la reticencia en cuanto a las 
razones que lo habían decidido a dejar el Partido Socialista, cuatro o 
cinco meses antes del golpe de Estado militar: «no estaba de acuerdo en 
ciertas cosas»; y, sin más, es ambiguo al hablar de las persecuciones de
 que fue objeto por parte del Partido Socialista. 
Dice: «quemaron mi 
casa, he perdido a mi familia». Si lo entendemos literalmente, parece 
que su familia (mujer y seis hijos) murió en el incendio de la casa. 
Pero poco antes ha dicho que era casado y no viudo: da la sensación de 
que hablaba figurada, metafóricamente, de una ruina económica que 
ocasionó la disgregación familiar (en Sicilia, por ejemplo, la expresión
 «bruciare la casa», quemar la casa, quiere decir también ruina económica: no es infrecuente el sobrenombre de «ardicasa»,
 quemacasa, a quien por excesiva prodigalidad destruye la propia 
familia). 
Y, por otra parte, si de verdad hubiese vivido tanta tragedia 
–la casa quemada, la familia muerta–, se habría detenido en contarla con
 más detalles y más obsesivamente.
Aceptamos que sus ex-compañeros lo persiguieron; pero no es creíble 
que la persecución se desencadenara por no estar de acuerdo sobre 
«ciertas cosas» y por su alejamiento del partido. En cambio, es posible 
que hubieran sospechado o hubieran descubierto que era confidente de la 
derecha o lo hubieran acusado –acaso injustamente– de alguna 
irregularidad o malversación. Sea como fuere, de la persecución encontró
 protección en la derecha.
 «Hombres de derechas», dice «me escondieron y
 alimentaron». Y tenía que pagar sus deudas. Pero las pagó con alegría, 
poco después del pronunciamiento. Una alegría no apagada del todo en el 
momento de la confesión: «No fueron pocas las personas que reconocí. Y 
de las muchas que ya están muertas, yo soy el responsable de su muerte, 
por el solo hecho de haberlas reconocido». 
Y sería aventurado, quizás 
incluso injusto. descubrir en esta frase un no sé qué de agrado, de 
satisfacción, si en el contexto de la confesión otros detalles no nos 
hubieran hecho pensar que Muñoz Alarcón no había hecho una verdadera y 
sincera confesión, sino una vez más un gesto de venganza: como ayer 
contra sus ex-compañeros, hoy contra sus ex-protectores. 
Una confesión 
implica un radical arrepentimiento, una radical repugnancia hacia las 
acciones cometidas, hacia el pasado, hacia uno mismo en el pasado: y 
Muñoz Alarcón no ve en aquel pasado más que incidentes, hechos que 
fortuitamente se rebelan para turbar su carrera de delator. Es, en suma,
 un «arrepentido» tal y como hoy en Italia se acostumbra a llamar al que
 rompe una criminal solidaridad y da nombres de cómplices y jefes. Pero 
vayamos por orden.
A sus protectores, convertidos en amos, no les bastó con que 
desarrollara una funesta tarea en el estadio nacional: «Me mandaron 
después salir por las calles, con patrullas de militares, a fin de 
reconocer personas. Desgraciadamente, me encontré con Miguel Plaza. 
Gracias a mí, él está vivo aún: no quise reconocerlo. Pero, por 
desgracia, ellos tenían una fotografía en la que él y yo estábamos 
juntos…» 
Desgraciadamente, por desgracia: sin aquel incidente, si por lo
 menos le hubieran perdonado el único pecado de haber querido dejar vivo
 a su amigo Miguel Plaza, no estaría ahora Muñoz Alarcón en la Vicaría 
acusando a la Junta Militar. Pero no se lo perdonaron: «por el hecho de 
haber mentido, me tuvieron durante tres meses en prisión, tratándome 
como a los otros detenidos: es decir, no tuvieron en cuenta que ya no 
pertenecía al Partido (socialista) y que no estaba mezclado en nada».
 En
 nada, es decir, que no era de los vencidos, torturados, asesinados.
Lo liberaron a condición de que volviese a colaborar. Aceptó. Lo 
condujeron a Colonia Dignidad, donde había un eficientísimo centro de 
adiestramiento, dirigido por alemanes, para la policía digamos política:
 todo lo moderno que pueda imaginarse, incluidas cárceles subterráneas.
 Y
 aquí Muñoz Alarcón cae en una significativa confusión: hablando de los 
alemanes instructores, los llama hebreos refugiados en Chile durante la 
guerra. Sin duda debido a ignorancia; pero es una confusión en la que da
 simbólica proyección de sí mismo, perseguidor y perseguido, verdugo y 
víctima.
En Colonia Dignidad le enseñaron cómo interrogar a los prisioneros, 
así como el arte de infiltrarse en los grupos clandestinos contrarios al
 régimen. Solo que Muñoz Alarcón no pudo poner en práctica este arte: 
«Desgraciadamente… No, quiero decir: afortunadamente, esto no podía 
hacerlo… Todos sabían que había dejado el Partido». 
Por primera vez se 
percata de que un hombre verdaderamente arrepentido no puede llamar 
desgracia a lo que le ha llevado al arrepentimiento, a la confesión. 
«Más tarde», continúa, «me asignaron la tarea de dar caza a personas, 
interrogarlas, torturarlas, asesinarlas». Tarea que cumplió, hay que 
creerlo, con suficientes escrúpulos: sin desgraciados incidentes como el
 de no reconocer al amigo y sin suscitar desconfianza en sus amos, si 
bien por tres veces entró y salió de la Vicaría. 
Si lo hubieran 
vigilado, no habría sobrevivido a la primera visita. Así como no 
sobrevivió a la tercera. Si en un momento determinado tuvo revelación de
 la propia miseria, de la propia culpa, de la necesidad de confesarlas y
 expiarlas, puede que lo advirtieran sus víctimas, pero en absoluto sus 
amos.
La confesión continúa con precisas y detalladas acusaciones a las 
cinco policías secretas del régimen, a sus jefes. Revela la técnica 
mediante la cual resultan expatriadas, huidas hacia el exilio, personas 
que por el contrario han sido asesinadas en las cárceles (agentes de 
policía realizan viajes al extranjero con los documentos de los muertos,
 vuelven a Chile con los propios). 
Describe, en resumen, todo el aparato
 y el funcionamiento de un sistema en el que de la tortura se pasa, 
irremediablemente, a la abyección o a la muerte. «Quiero», dice en un 
momento, «que quede claro esto: allí dentro todos, sin excepción, 
colaboran»; y cuenta el caso de uno de la Juventud Comunista, del comité
 central, que reveló un buen número de cosas y nombres: «pero hay que 
decir que fue espantosa y salvajemente torturado».
En cuanto a sí mismo, no ve salvación: se considera muerto y la 
muerte puede venirle tanto de sus ex-compañeros como del régimen. 
Seguramente más por parte del régimen: porque, si sus ex-compañeros solo
 consumarían una venganza, el régimen tiene todo el interés de silenciar
 un testigo que no pide nada, que no quiere nada, que quiere tan solo 
asumir «la responsabilidad de lo que ha hecho y afrontar, cuando llegue 
el momento, las consecuencias». 
Pero aquel momento, que quizás creía 
cercano, ni él lo vio ni nosotros lo entrevemos todavía. El 24 de 
octubre, cuatro meses después de la confesión, el cadáver de Muñoz 
Alarcón fue hallado en La Florida, en las afueras de la capital. Había 
recibido diecisiete puñaladas.
La grabación de la confesión, mandada por la Vicaría a la 
magistratura, dio lugar –según los diarios de Pinochet– a una 
investigación que duró seis meses en Colonia Dignidad. Una investigación
 tan larga terminó, naturalmente, en un no ha lugar.
Pero lo que de este caso, de esta confesión, más nos impresiona, no 
es la complejidad del personaje ni la gravedad de las revelaciones: es 
la imagen del hombre del pasamontañas en su feroz, tremenda gratuidad. 
Porque el hecho es éste: así como sangrientamente gratuita, 
sangrientamente inútil, fue la sublevación militar –el gobierno Allende 
habría inevitablemente caído algunos meses después–, así también fue 
atrozmente gratuita, atrozmente inútil, la aparición del hombre del 
pasamontañas en el estadio de Santiago, en las calles. Gratuita pero 
atroz.
 Inútil pero atroz. Basta pensar un momento en ello: los hombres 
que se encontraban hacinados en el estadio habían sido arrestados en sus
 casas, conocidos por sus nombres, sus cargos, por lo que habían hecho o
 por lo que se temía que pudieran hacer. ¿Había necesidad de que alguien
 los reconociese, los señalase? Y del mismo modo los hombres en las 
calles: tanto es así que apenas finge Muñoz Alarcón equivocarse en uno, 
no reconocerlo, cae de inmediato un duro castigo sobre él. ¿Entonces?
Entonces, he aquí el hecho más espantoso, más inhumano que la cárcel,
 la tortura, el fusilamiento: se ha querido, con el hombre del 
pasamontañas, crear una indeleble, obsesiva imagen del terror. El terror
 de la delación sin rostro, de la traición sin nombre. Se ha querido 
deliberadamente y con macabra sabiduría evocar el fantasma de la 
Inquisición, de toda inquisición, de la eterna y cada día más refinada 
inquisición."                (Leonardo Sciaxcia, El Viejo Topo, 31/12/17)
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