"Un tío al que acababa de conocer me violó en su casa.
Era un piso en la Ronda de Atocha de Madrid. No recuerdo el número de la
calle. El edificio, más o menos: podría ser ese o el de al lado, no he
llegado a distinguirlo cuando he pasado después por allí. Ni siquiera
recuerdo la cara de él. Y, sin embargo, la cara de él fue lo primero que
cambió las cosas aquella mañana.
Conocí a aquel tipo en un bar, de noche, tomando
copas. Él era joven, encantador y atractivo. Yo también. Nos gustamos y
seguimos juntos por ahí. Después, decidimos irnos a su casa. Yo iba,
obviamente, a acostarme con él. Al entrar ya era de día y el salón (uno
de esos salones perfectamente impersonales que suelen tener algunos
hombres) estaba inundado de luz.
En milésimas de segundo supe que pasaba algo. La cara
de él se había transformado por completo. Lo que antes era amable y
sonriente se convirtió en duro y amenazante. Yo casi no había tenido
tiempo de identificar ese cambio, pero cuando me miró fijamente sentí
miedo.
Eran la mirada y el gesto de alguien que podía, acaso buscaba,
hacerme daño. Se acercó al equipo de música y puso algo muy alto,
demasiado alto. Cuando estaba de espaldas vi, de reojo, que había dejado
puestas por dentro las llaves de la entrada a la casa.
Yo ya había
decidido que quería irme. Seguía de pie en medio de ese salón, sin
moverme. Aquella música sonaba demasiado alta. Al volverse hacia mí se
lo dije. Que me iba a ir. Quizá le dije que estaba cansada o que tenía
algo que hacer, no sé. Me miró de tal forma que pensé que podía matarme.
Empezó a llamarme puta, cerda, guarra, palabras así.
No sé cuántas veces le dije que quería irme. Puede que
no muchas, para que no se pusiera más agresivo. Cuando vi que se
acercaba a la puerta de entrada, daba la vuelta a la cerradura y se
guardaba las llaves en el bolsillo, supe que yo iba a sufrir y que acaso
podía morir de una manera horrible. Entonces decidí dejarme hacer.
Aguanté sus insultos, que le excitaban, como si realmente no me
importaran. Aguanté la fuerza excesiva de sus brazos, como si formara
parte del juego sexual que yo había ido a jugar. Entré en su habitación,
entré en su cama. Su cara me producía tanto terror que lo demás era lo
de menos. No dejé de pensar que de un momento a otro iba a empezar a
estrangularme, a asfixiarme con la almohada, a machacarme la cabeza con
algo. Hasta que se quedó dormido.
Creo que lo peor fue esperar tumbada junto a él a
estar segura de que su sueño era profundo. Incorporarme con una lentitud
casi imposible. Recoger mi ropa. Sacar del bolsillo de su pantalón las
llaves de la casa y que no sonaran, apretándolas fuerte con el puño, sin
dejar de mirarle por si se movía. Cruzar el salón y llegar a la puerta
con un sigilo casi inverosímil.
El corazón se me salía. Probar qué
llave, el ruido de meterla, el ruido del cerrojo, salir al descansillo
sin dejar de mirar atrás, el ruido de la puerta al cerrarla, correr
escaleras abajo, vestirme al mismo tiempo, llegar al portal sin
respiración, salir a la calle. Un sol violento que era mi salvación.
No denuncié a aquel tío que me violó. Ni siquiera se
lo conté a nadie. Hoy lo haría. De esto hace más de veinte años y las
mujeres aún no éramos manada. Me fui a mi casa, sola, sintiendo miedo y
asco, pero también con un gran alivio por haberme librado de algo mucho
peor.
Si yo hubiera ido aquella mañana a una comisaria solo
habría tenido mi palabra contra la de él. No me había pegado, no había
señales de violencia en mi cuerpo, no me había forzado sexualmente.
Podía haber muchos testigos que nos hubieran visto juntos aquella noche,
divirtiéndonos por ahí, risueños, coqueteando, a lo mejor nos besamos
en un taxi.
Podía haber testigos que me hubieran visto entrar con él en
su portal, coger el ascensor, pasar voluntariamente a su casa. Yo, que
ni siquiera lloraba, tendría que haber convencido a policías, peritos y
jueces de que aquel tipo me violó. Convencerles de que había querido
irme con él pero, en un determinado momento, cuando él se transformó, yo
le había dicho no. Hacerles entender que no es no.
Después de ser violada sin resistirme en un piso de la
Ronda de Atocha de Madrid mi vida siguió siendo en apariencia
exactamente igual que antes. Si en los días, semanas y meses posteriores
me hubiera espiado un detective habría visto a una mujer joven yendo a
trabajar, saliendo con sus amigos, celebrando cumpleaños, haciendo un
viaje si se presentaba la ocasión, tomando copas, bailando, paseando al
sol. Habría visto a una mujer joven que reía, se divertía, disfrutaba de
la vida y seguía siendo libre.
Seguro que yo entonces ni siquiera tenía tanta
conciencia sobre lo que me había pasado como la que tengo ahora. A fin
de cuentas a las mujeres siempre nos han pasado cosas así, como si
fueran gajes del oficio de serlo: a la mayoría nos ha enseñado la polla
un tío en el autobús al volver del colegio; a la mayoría los tíos nos
han tocado el culo sin permiso, nos han aprisionado contra una pared,
nos han magreado las tetas cuando bebimos de más, nos han acosado en los
entornos profesionales, nos han hecho falsas promesas de trabajo para
disimular su única intención, nos han incomodado con sus comentarios,
sus miradas, sus alusiones sexuales.
La mayoría de las mujeres nos hemos
tenido que quitar a muchos tíos de encima, a veces, literalmente, a
empujones. Nos han tenido acostumbradas. Así que es posible que yo
misma, de alguna manera, considerara entonces mi violación como un
episodio de riesgo, como algo que te podía pasar si estabas en el lugar
equivocado y dabas con el tío equivocado. Nos tenían acostumbradas.
Ahora, sin embargo, mientras escribía la primera parte
de esta columna, la que describe mi violación, se me ha puesto mal
cuerpo. El pulso se me ha desbocado y he sentido escalofríos. De hecho,
me he mareado un poco. Después de muchos años he recreado aquel miedo y
lo he vuelto a sentir.
No me había pasado desde entonces, quizá porque
nunca lo había escrito. A algunas personas les he contado alguna vez lo
que viví, pero sin emociones, casi como si lo hubiera vivido otra
persona, un episodio meramente ilustrativo de las circunstancias en las
que una mujer puede ser violada.
Si hoy lo cuento aquí es porque una chica de 18 años
está siendo cuestionada tras haber denunciado una violación, grupal para
más inri. Uno de los abogados de los tíos a los que ella señala como
sus violadores ha intoxicado a medios de comunicación y tertulianos, a
la opinión pública, para que juzguen el comportamiento de ella previo a
la agresión, su ánimo posterior, su vida privada después de la
violencia.
Yo cuento mi experiencia personal para dar testimonio de que
nadie tiene la potestad de determinar cómo han de ser el comportamiento y
la vida de una mujer libre, ni antes ni después de una violación. Y la
cuento además para ilustrar el hilo de pánico que puede unir violación y
sexo consentido. Yo consentí que un tío me violara. Preferí ser violada
a ser descuartizada.
Después, durante mucho tiempo, he creído que mi
violación no había afectado a mi vida posterior: he seguido haciendo lo
que me ha dado la gana, he entrado y salido cuando me ha apetecido, he
viajado por donde he querido, he ligado, he amado, he conocido a mucha
gente, me he divertido con muchas personas desconocidas. Una mujer
libre.
De hecho, he llegado a preguntarme por qué una tía como yo vuelve
la cabeza cuando va sola por calles solitarias y oscuras, por qué hago
como que voy hablando con el móvil, por qué tengo tanto miedo al entrar
de madrugada en mi portal, por qué soy incapaz de cruzar un parque de
noche o de dormir en el campo si no estoy acompañada.
Me he preguntado
por qué no es más valiente una mujer como yo. El otro día, en la
concentración ante el Ministerio de Justicia, mi manada, la manada
feminista, coreó la respuesta: no queremos ser valientes, queremos ser
libres." (Ruth Toledano
, eldiario.es, 19/11/2017)
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