9/3/17

Las mujeres de Paterna que se habían atrevido a cuestionar su papel social fueron asesinadas, encarceladas, violadas, se les administraron purgantes, se les rapó y fueron separadas de sus hijos

"(...)Las mujeres de Paterna que se habían atrevido a cuestionar su papel social sufrieron toda la gama de represalias que llevaron a cabo los sublevados.

Tanto las generales como las específicas. Fueron asesinadas, encarceladas, comparecieron ante consejos de guerra, fueron violadas, se les administraron purgantes, se les rapó y fueron separadas de sus hijos. Una represión ejemplarizante que las devolvió a la invisibilidad de la que no habían debido salir.
Los asesinatos se produjeron en la primera oleada represiva del verano bajo la cobertura de los bandos de guerra. Fueron los de María Silva Cruz, Catalina Sevillano Macho, María Arias Pantoja y Antonia Moreno Becerra.

 Las cuatro eran destacados símbolos de las transformaciones de los años anteriores y sus muertes cumplían el papel de aviso y castigo. María Silva, La Libertaria, no solo era la compañera de uno de los más destacados anarcosindicalistas locales, Miguel Pérez Cordón, sino el referente de Casas Viejas, de quienes luchaban por un mundo nuevo. Catalina Sevillano Macho era también compañera de otro destacado militante obrero local, Francisco Vega García, que también fue asesinado.
María Arias Pantoja La Cuina representaba a quienes ponían en cuestión el papel de la Iglesia católica. Se decía que había sido una de las personas que habían impedido al cura dar misa y le había perseguido para expulsarle del pueblo. Se le acusaba de gritarle a Antonio Piñero Barroso que le detuviera cuando pasó ante su taberna. Fue detenida, torturada, purgada y rapada. María terminó por perder la cabeza y, entonces, la asesinaron

. Finalmente Antonia Moreno Becerra, La Culito o La Florera, estaba casada con José Barroso, hermano de Miguel Lagares, otro destacado cenetista asesinado la noche de la ocupación del pueblo. Había frecuentado el centro obrero e, incluso, al decir de algunos vecinos, “presumido” de comunista. Logró esconderse pero terminaron por encontrarla y la asesinaron, al parecer, junto al cementerio.
La misma noche de su ocupación la gran mayoría de los hombres abandonaron el pueblo. Era lo que se había hecho en ocasiones anteriores parecidas. Las mujeres, en su mayor parte, se quedaron en las casas. No existía precedente del horror que había comenzado a desatarse. Aunque, a medida que se fue conociendo, muchas emprendieron la huída.

Fueron los casos, por ejemplo, de Catalina Silva Cruz, la hermana de La Libertaria y Ana Castejón Cote, la compañera del asesinado Miguel Barroso Becerra. Que otras muchas lo hicieron nos lo dicen los registros de entrada y salida de correspondencia del ayuntamiento en los que constan las peticiones de informes de conducta y certificado de bienes de las autoridades franquistas.
Huyeron no solo para salvar la vida sino también para escapar a la reinstauración completa del sistema patriarcal que se realizaba no solo mediante el adoctrinamiento sino con esas represalias específicas. Se trataba de que las mujeres volvieran a difuminarse en el espacio.

Como declaró al juez la hija de un propietario asesinado en Utrera, no podía recordar qué mujeres habían participado en el crimen porque “todas vestían igual, con ropas oscuras y faldas”. Veamos dos ejemplos: el de su forzado regreso al redil eclesial y el de la rapiña de bienes. El primero castigaba su osadía y el segundo la reducía a la dependencia.
En septiembre de 1936 los hijos de Miguel Barroso y Ana Castejón Cote y Miguel Pérez Cordón y María Silva Cruz fueron bautizados y cambiados sus nombres. Un paso más para la vuelta a la “normalidad” de las cosas. Ana y Miguel tenían cuatro retoños: Floreal, Acracia, Esperanza de Libertad y Armonía. María y Miguel uno, Sidonio. Ninguno de sus padres permanecía en Paterna. A María y Miguel Barroso los habían asesinado ya. Miguel Pérez Cordón y Ana Castejón estaban en Málaga. También había logrado escapar, de forma rocambolesca, a su fusilamiento Floreal de 19 años.
El día 20 Acracia, de 16 años, Esperanza de Libertad, de 10, y Armonía de 4, fueron llevadas a la iglesia parroquial Nuestra Señora de la Inhiesta. Allí les esperaban el párroco, Camilo García Valenzuela, y quienes iban a apadrinarles. Acracia cambió su nombre por el de Julia María Soledad. El primero por el de su madrina, Julia Díez Fernández, hija del alcalde de Unión Patriótica, y el segundo por la patrona del pueblo cuya imagen había sido destruida en el asalto de abril de 1936. Quien le apadrinó fue Luis Orellana García, perteneciente a una de las familias que había tomado un especial protagonismo en la Falange y en la administración golpista local.
También ocupaba un destacado papel Juan Lobatón Ruiz, jefe de las Milicias Patrióticas y de la Falange local en estos primeros momentos. Fue el padrino de Soledad Trinidad, el nuevo nombre de la pequeña de 9 años Esperanza de Libertad. Su madrina fue Isabel Gutiérrez Caña. El hermano de esta última, Rafael, apadrinó a la hija menor de Ana y Miguel, Armonía, de 4 años.

Le impusieron, como a su hermana mayor, el nombre de su madrina, Rosario, además del obligatorio Soledad. Isabel y Rafael Gutiérrez eran hermanos de María, la telefonista que la noche del 23 de julio avisó a la cercana Medina de que el pueblo se había movilizado. Una insistencia que evidenciaba la intencionalidad de expiación que guiaba a quienes protagonizaban, de forma evidente, la alianza entre la espada y la cruz. La primera limpiaba de la faz de la tierra a los progenitores, la segunda se encargaba de hacer lo mismo con los nombres de su descendencia.
Unos días después, el 28 de septiembre, fue llevado a la iglesia el pequeño de 17 meses Sidonio Pérez Silva. En esta ocasión quienes le apadrinaron fueron sus abuelos paternos, Juan Pérez Mena y Antonia Cordón Morales. Asesinada su madre y huido su padre, su custodia había recaído en la tía paterna Francisca Pérez Cordón.

 Ese día Sidonio dejó de existir y nació Juan. Con estas ceremonias, como con las de los matrimonios y entierros religiosos, dejaban claro, a quien quisiera verlo, cuál era el lugar que le correspondía a la mujer y bajo qué obediencia moral debía estar.
Los vencedores se dispusieron a repartirse el botín conquistado. Lo harían mediante la apropiación del cuerpo de la mujer, en diversas formas, y también de sus propiedades. Estuvieran a su nombre o a la de su marido. Entre las 44 mujeres que Alicia Domínguez incluye en sus apéndices como que sufrieron incautación de bienes no figura ninguna paternera. Como tampoco ninguna de las 33 a las que les fue abierto expediente por el Tribunal de Responsabilidades Políticas.

Datos que no significan que no hubiera en Paterna mujeres que sufrieran tanto el robo como la depuración. Veamos dos casos.
Petra Chacón Pantoja era la mujer de Manuel García González, también conocido en Paterna como El Sillero o El Petro. Pertenecía a la directiva local de Izquierda Republicana y, en febrero de 1936, formaba parte de la nueva comisión gestora municipal nombrada tras el triunfo del Frente Popular. Fue otra de las personas que salvó de casualidad la vida la madrugada del 24 de julio. Considerado como un peligroso extremista, igual que dos de sus hijos acusados de participar en el incendio de la iglesia, fueron a buscarlo a su casa.
Refugiado debajo de una cama le descerrajaron varios tiros y lo dieron por muerto. No era así, herido pudo esconderse y pasar a la zona republicana.
La presa se les había escapado, pero los sublevados no dejaron pasar la oportunidad de arrebatarle el pago y la casa que tenía. Así que apenas un mes más tarde, el 20 de agosto, Petra Chacón tuvo que acompañar al empleado municipal Francisco Gómez Pérez para asistir a la incautación de la finca y de todos los víveres y animales que en ella se encontraban.

 Después se dirigieron al pueblo e hicieron lo mismo con la casa y el almacén. De un día para otro Petra había quedado en la más completa indigencia. Manuel García nunca volvió a Paterna.
También se llamaba Petra, Petra Bustillos Pérez, la mujer de Federico Villagrán Galán, el secretario del ayuntamiento de Paterna. Sobre ambos cayó como un rayo el golpe de Estado. Federico, hombre de ideas moderadas, formado en el ambiente liberal de una familia de comerciantes, se encontró por su cargo en el ojo del huracán los días de julio.

Bien fuera por su dubitativa actitud en los momentos claves, bien por las envidias profesionales y agravios personales que tuviera con el nuevo alcalde, Julio Romero Franco, el caso es que la tarde del 31 de julio fue detenido y trasladado a la cárcel de Medina por orden del propio general Varela. Días después su casa, como lo habían sido las de Gonzalo Cote Galán, Francisco Coca, alcalde y dirigente de Izquierda Republicana, y Miguel Pérez Cordón, fue saqueada.
A partir de este momento Petra movió Roma con Santiago para sacar a su marido del trance en el que se encontraba. Logró salvarle la vida aunque no pudo evitarle un calvario de cuatro años de prisión. Ella misma, maestra en la Escuela de Párvulos nº 1 de Jerez, fue depurada por la Comisión Gestora Provincial de Primera Enseñanza. Durante un año, de octubre de 1936 al mismo mes de 1937, fue suspendida de empleo y sueldo. Después la repusieron, aunque la inhabilitaron para ejercer cualquier cargo directivo y de confianza.

Entre los castigos y humillaciones que se impusieron específicamente a las mujeres estuvieron los de la ingesta de purgantes y el rapado. Tanto Maud Jolie, autora de un trabajo específico sobre la cuestión, como Pura Sánchez han hecho hincapié en que la visión y los desfiles de mujeres rapadas por las calles de las ciudades en las que triunfó el golpe de Estado fueron habituales. Se trataba de una forma de destruir su condición femenina y provocar su humillación. Afectó por igual a burguesas de ciudades o pueblos que a militantes o familiares obreros.
La dimensión visual de la vejación era esencial. Mostraba la violencia y la degradación física que provocaba y era un arma para paralizar y aterrorizar al enemigo. Como las hazañas sexuales de los cruzados con las “rojas” y las violaciones y mutilaciones que se atribuían a las tropas mercenarias marroquíes. Un método, producto de una mentalidad falócrata que, como proyecto institucional, convertía esas prácticas en un arma de guerra más. Porque rapados, ingesta de aceite de ricino, violaciones, acosos y desnudos fueron prácticas que se extendieron por toda Andalucía.
Para la provincia de Cádiz basten recordar los ejemplos de las acusaciones de violaciones contra los Leones de Rota, de Fernando Zamacola y el cabo de la Guardia Civil Juan Vadillo Cano en los pueblos de la serranía gaditana.

O la documentada por Romero en Torre Alháquime. En cualquier caso, como asegura Pura Sánchez, en todos los relatos de las ocupaciones de pueblos por las tropas sublevadas se encuentran episodios espeluznantes de violencia contra las mujeres que denotan su carácter ejemplarizante. Como el que relata Manuel Velasco en la localidad sevillana de Los Corrales. Allí, Victoria Macías Gutiérrez fue fusilada embarazada y su cadáver violado por un antiguo pretendiente rechazado.
En Paterna no está comprobado que se realizaran violaciones. Existen rumores pero nada seguro. Lo que sí está confirmado es el empleo del rapado y los purgantes. Entre quienes tuvieron que ingerir casi un litro de aceite de ricino, migado en pan, estuvieron María, la hija de un caminero de los Isletes, una de las hijas de Antonio Tenorio y Ana Gil, ambos encarcelados, y una hermana de Diego Díez Ríos, Diego Planes, uno de los “topos”.

Aunque el caso que más se ha recordado en el pueblo ha sido el de Ana Castejón Cote, la viuda del cenetista Miguel Barroso. Un hecho que es ejemplar tanto para mostrar la especificidad de las represalias contra las mujeres como la manipulación de la memoria realizada durante el franquismo.
Ana, de 39 años, tras el asesinato de su compañero huyó a Málaga, donde permaneció hasta que la ciudad fue ocupada en febrero de 1937. Después, como otros muchos huidos, regresó al pueblo. La viuda de uno de los más destacados cenetistas era la víctima propiciatoria para un castigo ejemplar. Hasta que compareció ante el juez instructor su vida fue un infierno.

Recordemos que ya le habían cambiado los nombres de sus hijas. Además una, Trinidad, estaba acogida en casa de uno de los más importantes falangistas locales. Ahora, ella misma, iba a pasar un calvario como botín de guerra que era.
Fue llevada al cuartel de la Falange, donde la raparon salvo dos moñitos en los que le colocaron cintas con los colores de la bandera monárquica y la falangista. Después le obligaron a ingerir medio litro de ricino con pan. A continuación la pasearon por las calles hasta que llegaron a la iglesia. Los vecinos se fueron acumulando ante el espectáculo. Sus gritos acompañaron el camino de Ana Castejón hasta el templo.

Allí le esperaba el párroco, Camilo García Valenzuela. Tras un rato, para acabar de exorcizar los restos del diablo que no hubiera logrado expulsar el aceite, fue sacada por una puerta lateral y devuelta a su encierro. El 3 de marzo compareció ante el teniente de la Guardia Civil de Medina, Manuel Martínez Pedré, quien ejercía de juez instructor, con la ayuda del guardia local Manuel Marín Galindo como secretario, de la causa abierta contra ella y otras diez mujeres de Paterna.
Lo ocurrido con Ana Castejón tiene todos los elementos que caracterizaron a los castigos franquistas contra las mujeres que se habían atrevido a hacerse visibles. Fue tratada como un botín de guerra. Su cuerpo no le pertenecía, había pasado a ser de los vencedores y, como tales, hacían con él lo que creían oportuno. En este caso humillarla y destruirla como mujer mediante el rapado y el ricino. Para que su destrucción como ser humano fuera completa debía ser visible.

 De ahí que fuera paseada por las calles ante la mirada de sus vecinos. Hay que decir que éstos aprovecharon el momento, unos de grado y otros de fuerza, para manifestar su adhesión al nuevo estado de cosas y disipar cualquiera sospecha de complicidad con la martirizada. Así que la insultaron, amenazaron y dirigieron todos los improperios que les parecieron.
Que la llevaran a la iglesia no era gratuito. Tenía que regresar al redil de la moral cristiana. Se había vanagloriado de que no acudía al templo y escapado a su tutela en el matrimonio y los bautizos de sus hijos. El purgante le expulsaba el comunismo del cuerpo, el párroco, Camilo García Valenzuela, terminaría el exorcismo volviéndola a situar en el terreno de la invisibilidad que le correspondía. Así que la sacaron por la puerta falsa. La representación del terror había terminado.

Durante años se mantuvo la historia de que, por intervención de la madre del cura, Ana salió del pueblo y se refugió en Setenil de las Bodegas. Una versión que hizo fortuna, quizás, para calmar la mala conciencia de la población por su participación en tal auto de fe.
Los golpistas disfrutaban de los frutos de su política de terror. Consolidar su victoria no era tan fácil. La provincia gaditana no sólo era uno de los puntos fuertes del anarquismo sino que su estructura social hacía imposible la eliminación física total. Debían castigarse a los elementos más transgresores e incorporar al “Movimiento” al resto.

 Una tarea en la que tenían un papel fundamental acciones como las que había sufrido Ana Castejón y en la que habían participado, haciéndose cómplices, muchos de sus vecinos. Emergía una sociedad basada en el silencio, el miedo y la corrupción. Mientras, Ana, tras su expiación moral, debía pagar el castigo social. Comparecería ante un consejo de guerra.

4. El castigo de los hombres

Fueron numerosos los vecinos que comparecieron ante la justicia de los vencedores. Entre 1937 y 1945, al menos, casi doscientos, 191, paterneros estuvieron en el punto de mira de los jueces militares. De ellos 27 fueron mujeres. Una cuarentena terminaron procesados, 12 de ellas mujeres. Unas cifras que no agotan con seguridad todas las encausadas. Existen indicios documentales de que además del que conocemos hubo otro consejo de guerra colectivo de mujeres.

En el fichero del archivo del Tribunal Militar Territorial 2 existe la referencia a un consejo de guerra ante el que compareció Juana Granado Torrejón. Puede que sea la primera procesada de uno colectivo o que solo le afectara a ella. El deficiente funcionamiento de ese archivo ha impedido que pueda acceder a él para comprobarlo, que funciona gracias a la voluntad de los trabajadores.
De los que conocemos, una, María Velasco Panal, fue juzgada junto a su marido Luis Pérez Ibáñez. Otras 11 comparecieron juntas en uno de esos consejos colectivos, que tanto gustaban a la Auditoría andaluza para aliviar la carga de trabajo. Fueron Cristobalina Sánchez Lima, Antonia Sevillano Macho, Ana Castejón Cote, María Tenorio Gil, Josefa Rosado García, Ana Gil Naranjo, María Villegas García, Josefa García Lozano, Ana Ramírez Sánchez, Ana Menacho Gómez y Adelaida Galvín Colón. Todas pertenecían a familias izquierdistas del pueblo y participado en la vida social y sindical de los años anteriores. Sus maridos habían sido destacados militantes obreros o concejales del ayuntamiento. Unos ya habían sido asesinados. Como los de Ana Castejón, viuda de Miguel Barroso, María Villegas García, viuda del histórico dirigente cenetista Martín Menacho, Cristobalina Sánchez Lima, viuda de uno de los conocidos como Los Chaleros, y Ana Ramírez Sánchez, viuda de José Vega García, de la directiva del centro obrero. Otros estaban huidos. Eran los casos de Antonia Sevillano Macho, hermana de la asesinada Catalina y compañera de Miguel García Lozano, peligroso extremista para las autoridades; Josefa Rosado García que estaba casaba con José Madera García, cenetista acusado de participar en la quema de la iglesia; Josefa García Lozano, mujer de otro destacado anarcosindicalista, Francisco Caballero Torrejón; Ana Menacho Gómez, mujer de Juan García García y Adelaida Galvín Colón, mujer de José Jiménez García.
María Tenorio Gil era soltera, pero su familia estaba considerada como izquierdista y además, sus amistades eran de izquierdas. Como le sucedía a su madre Ana Gil Naranjo.

María Velasco regresó en 1939 al finalizar las operaciones militares. Lo hizo junto a su marido Luis Pérez Ibáñez, concejal del ayuntamiento y militante de Izquierda Republicana. Las demás, en 1937, tras la ocupación de Málaga. Tenían entre 21 y 75 años y, salvo una, estaban casadas.

Aunque en febrero de 1937 cinco eran ya viudas y dos desconocían dónde estaban sus maridos. Una vez en la localidad fueron detenidas, ingresadas en el depósito carcelario del pueblo primero y en la prisión de Medina después. Finalmente, trasladadas al penal de El Puerto de Santa María a la espera de la vista del consejo de guerra.
Sus peripecias desde julio de 1936 habían sido muy parecidas. Marcharon a la zona republicana durante el verano, entre julio y septiembre. ¿El motivo? Que tenían miedo por las cosas que habían visto y oído, por la militancia sindical o política de sus maridos o por la suya misma. Huyeron solas o en compañía de esposos e hijos. Las que regresaron en 1937, tras estar unos días en la sierra, alejándose del avance rebelde, se habían dirigido por La Sauceda y Jimena hacia Ronda y la costa malagueña. Marbella, Estepona o San Pedro de Alcántara habían sido sus primeros destinos. Después llegaron a Málaga o a otras poblaciones cercanas como Alfarnatejo, Campanilla o Coín. Allí trabajaron en las más diversas faenas hasta la ocupación de la provincia malagueña. Entonces, empujadas por la desesperación o por sus captores, regresaron a Paterna. María Velasco continuó su peregrinaje, por las provincias de Almería y Granada, hasta 1939.
Tanto los informes de sus vecinos como los de las autoridades locales se preocuparon en destacar que todas tenían ideas marxistas, que algunas habían acudido al centro obrero, participado en actos públicos de forma destacada e, incluso, estaban quienes habían alentado a los hombres a comportarse como tales durante las jornadas de julio y tenían “mal ambiente” en el pueblo. Unas conductas que eran incompatibles con las que se esperaba de su condición femenina. “Una callejera que no se dedicaba a las faenas de su casa” y había alentado a los hombres a rebelarse, aseguraba el testigo José Colón Torres de Ana Castejón.

Como tampoco era muy amante de las tareas domésticas Adelaida Galvín Colón que prefería, en opinión del juez instructor, apedrear a los curas y animar a los vecinos a desplazarse a Cádiz a un mitin de Largo Caballero. De Antonia Sevillano Macho decía el cabo de la Guardia Civil, Manuel Marín Galindo, que tenía una conducta privada “bastante defectuosa” y era una “vocinglera e insultante”.
Ana, Adelaida y Antonia eran consideradas las más peligrosas extremistas del pueblo. Las tres habían convivido con algunos de los más destacados cenetistas. Quedaba claro para los instructores que no sólo habían cometido “delitos de adhesión a la rebelión” sino que se habían saltado la principal norma que regía la conducta femenina: la pasividad.

 Consciente o inconscientemente lo escribió el ponente en la sentencia. Las procesadas no habían permanecido en una actitud pasiva, como era su obligación femenina, si consideraban al nuevo Estado perjudicial para sus intereses de clase. Por el contrario, se habían fugado al campo enemigo para auxiliarle y cooperar con él.
Tampoco podía faltar la utilización de términos dirigidos a denigrarlas. Como ha estudiado Pura Sánchez, los franquistas utilizaron el lenguaje para crear o modificar significados de términos existentes con los que referirse tanto a la nueva realidad que creaban como a los vencidos. En el caso de la mujer se les arrebató cualquier término que las dignificara, como el tratamiento, para designarlas con otros peyorativos y genéricos.

Una forma más tanto de describir sus actuaciones, que consideraban impropias, como de devolverlas al anonimato. Estas mujeres paterneras fueron descritas como individuas vocingleras, insultantes, amancebadas, “callejeras” y exaltadas.
Además, los testigos ponían la nota local, utilizando términos como el de “carilanteras”. Finalmente, como supremo argumento, las principales acusadas tenían “mal ambiente” en el pueblo. Tanto que su vuelta había generado alarma y “consternación” entre las personas “honradas”.
De las 11 fueron procesadas y condenadas 8. Las tres citadas más María Villegas García, Cristobalina Sánchez Lima, Ana Menacho Gómez, Josefa García Lozano y Josefa Rosado García. Las demás -María Tenorio Gil, Ana Gil Naranjo y Ana Ramírez Sánchez- vieron sus procesamientos sobreseídos y puestas en libertad. De lo que no se libraron, al menos la primera, fue del rapado y del ricino.

Por su parte María Velasco Panal no escapó a las acusaciones de ser “avanzada”, “bulliciosa y comprometedora”, de conducta indeseable, “adicta a la chusma del Frente Popular” y, por supuesto, carilantera. Desconozco la pena que se le impuso aunque fue puesta en libertad en la cárcel de Gerona el verano de 1940.
Quien se llevó la peor parte fue Ana Castejón. Sobre ella se volcó todo el rencor y las represalias de las que eran capaces. La habían agredido y violado físicamente y ahora la hacían desaparecer del pueblo. Fue condenada, a diferencia de sus compañeras, por cooperación y “adhesión” a la rebelión. Lo que le valió una condena a perpetuidad. Nunca regresaría a Paterna.

Tras pasar por diversas cárceles fue puesta en libertad en septiembre de 1941 en la de Palma de Mallorca. Se instaló en Torre Alháquime y, después, en Setenil, en donde en 1945 vivía “dedicada a las labores de su sexo” en el casino de la localidad en compañía de su hija Trinidad. No fue la única que no volvió a Paterna. Tampoco lo hicieron Ana Sevillano y Cristobalina Sánchez, que se establecieron en El Puerto de Santa María y Jerez.

5. En el túnel

Asesinadas, humilladas, encarceladas, las mujeres paterneras pagaron una importante contribución de sangre. Como la población española en general. Decenas de miles de muertos, millones de vidas destrozadas. Desde luego en la piel de toro ibérica no regía el dicho de que para que todo permaneciera igual hacía falta cambiar todo. Ni las mínimas reformas republicanas fueron aceptadas. A sangre y fuego se impuso el movimiento que, cosas de la física, no se movía.
De quienes he escrito eran una representación escogida del mundo que pretendían eliminar los sublevados. Primero lo hicieron con parte de sus familias, después, con las que terminaron cayendo en sus manos. Además tuvieron que pagar ser mujeres. Iglesia y organismos de adoctrinamiento franquistas, como la Sección Femenina, se encargaron de volverlas a colocar en su sitio. Tuvieron que pasar décadas para que pudieran ocupar determinados puestos, concurrir a ciertas oposiciones, poder aprender en una escuela mixta, casarse por lo civil, divorciarse, librarse de la patria potestad paterna y marital, abrir una cuenta en un banco, viajar sin consentimiento, conocer y utilizar los métodos anticonceptivos, etc.
El castigo al atrevimiento de quienes se habían hecho visibles fue devolverlas a la oscuridad del túnel."                       (José Luis gutiérrez, La Marea, 08/03/17)

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