"Luis Ortiz sufrió hambre y malos tratos en diversos campos de
concentración franquistas y fue trabajador esclavo en uno de los
batallones disciplinarios que construían carreteras en Navarra y
Guipúzcoa (...)
Tras ser herido por la explosión de una bomba en el
puerto del Escudo, escapó de Santander en uno de los últimos barcos que
logró zarpar antes de la llegada de las tropas fascistas: "Desembarcamos
en Francia y de allí regresamos a Cataluña para continuar la lucha". En
los últimos meses de la guerra Luis alcanzó el grado de teniente y se
encargó de dinamitar puentes y carreteras para retrasar el ya imparable
avance de las fuerzas rebeldes.
En febrero de 1939
cruzó la frontera y dio con sus huesos en los campos de concentración
franceses de Argelès-sur-Mer, Septfonds y Gurs. Su suerte pareció
cambiar cuando fue acogido por un
matrimonio formado por una donostiarra
exiliada y un francés: "Adela era profesora y él ingeniero.
El problema
es que el Ejército francés le movilizó a él y a sus dos hijos. Yo no me
podía quedar allí, solo, con 22 años, con una buena mujer que además
era guapa; sabía que la criticarían mucho si eso ocurría. Así que
escribí a mi familia en Bilbao y mi padre, tras indagar un poco, me
contestó diciendo que los franquistas no tenían nada contra mí y que
podía volver. Pensé que no ocurriría nada y regresé. Me equivoqué".
Luis confiesa que fue tan confiado e ingenuo como para
llevar en la maleta los documentos que había guardado durante la guerra:
"Llevaba mis carnés, los planos de los puentes que había volado… todo.
Al llegar a la frontera de Hendaya, el puente estaba lleno de guardias
civiles y de falangistas; me detuvieron en el acto y me quitaron la
maleta. La suerte es que uno de ellos se encaprichó de ella y se la
quedó. Debió de tirar todos mis papeles sin mirarlos y eso fue lo que me
salvó la vida".
Campo de concentración
A
pesar de ese golpe de suerte, Luis comenzó un viaje al corazón del
aparato represor y exterminador del franquismo: "Estuve primero en un
campo de concentración que habían establecido en la antigua fábrica de
chocolates Elgorriaga en Irún y después me mandaron a la universidad de
Deusto, ¡pero no para estudiar! –Luis sonríe con esta broma que suele
repetir a sus interlocutores–. Era otro campo de concentración aún más
duro.
Dormíamos en el suelo, estaba todo sucio, repleto de ratas y nos
obligaban a cantar el Cara al sol. Como yo sabía escribir a máquina me
cogieron para que trascribiera los interrogatorios… así fui testigo de
innumerables palizas a los presos".
En julio de 1940
le trasladaron al campo de concentración de Miranda de Ebro: "El trato
era inhumano y la gente desaparecía; se llevaban a uno y ya no le
veíamos más. Yo pensaba siempre en mi maleta, en que si aparecían los
papeles vendrían a por mí y yo también desaparecería". Unos meses
después, Luis fue incorporado a un Batallón Disciplinario de Soldados
Trabajadores: "Éramos esclavos
. Mano de obra gratuita para las grandes
empresas. Trabajamos construyendo carreteras y otras infraestructuras en
Rentería, en Jaizkibel… en varios sitios. Lo peor fue en Vidángoz, en
el valle del Roncal; yo era un afortunado porque trabajaba en la
oficina, pero los demás presos pasaban un hambre atroz.
Nunca se me
olvidará el día en que un compañero se peleó con un perro por un hueso
que tenía restos de carne… Aún sigo viendo esa lucha que acabó con el
hombre en el hospital. Había muy poca comida y, encima, el oficial se
quedaba con parte del dinero destinado a la manutención de los
prisioneros para gastarlo en bebida, mujeres…".
Luis recuperó la libertad en 1944; una libertad a medias porque seguía
siendo considerado desafecto al Régimen: "Tenía que presentarme en el
cuartel y no podía trabajar. Al final tuve que pagarle 5.000 pesetas a
un funcionario para que eliminara mi ficha. 5.000 pesetas de aquella
época, ¡lo que me costó devolverlas!" (...)" (eldiario.es, 12/10/16)
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