"El problema mayor de Israel es uno solo, los asentamientos en Cisjordania, es decir, la ocupación de los territorios palestinos”, me dice Yehuda Shaul. “El próximo año cumplirá medio siglo. Pero tiene solución y la veré puesta en práctica antes de morir”.
Le
replico a mi amigo israelí que hay que ser muy optimista para creer que
un día más o menos próximo los 370.000 colonos instalados en las
tierras invadidas del West Bank —verdaderos bantustán que
cercan a los 2.700.000 habitantes de las ciudades palestinas y las
desconectan una de otra— podrían salir de allí en aras de la paz y la
coexistencia pacífica.
Pero Yehuda, que trabaja incansablemente por
hacer conocer lo que una gran mayoría de sus compatriotas se niega a
ver, la trágica situación en que viven los palestinos de la orilla
occidental del Jordán, me dice que tal vez yo sea menos escéptico
después del viaje que haremos juntos, mañana, hacia las aldeas
palestinas de las montañas del sur de Hebrón.
Estuvimos él y yo en esas montañas, casi en el límite de Cisjordania,
hace seis años. Y, es cierto, la aldea de Susiya, que entonces tenía
unos 300 habitantes y parecía destinada a desaparecer al igual que otras
de la zona, ahora tiene 450, porque, pese a los infortunios de que
sigue siendo víctima, han regresado buen número de las familias que
habían huido; también ellas, como Yehuda, gozan de un optimismo a prueba
de atrocidades.
Porque el acoso que padecen Susiya y las aldeas vecinas desde hace
muchos años no ha cesado, al contrario. Me muestran la demolición
reciente de las casas, los pozos de agua cegados con rocas y basuras,
los árboles cortados por los colonos y hasta los vídeos que han podido
tomar de las agresiones de éstos —con fierros y garrotes— a los vecinos,
así como las detenciones y maltratos que reciben también de las FDI (Fuerzas de Defensa de Israel).
En la casa comunal, una de las pocas viviendas que se tienen en pie,
quien hace las veces de alcalde, Nasser Nawaja, me muestra las órdenes
de demolición que, como espadas de Damocles, se ciernen sobre las
construcciones todavía no destruidas por los buldóceres del ocupante.
Las formas se guardan: esta zona ha sido elegida para maniobras
militares de las FDI y las aldeas deberían desaparecer (pero no los
asentamientos ni los puestos de avanzada de los colonos que prosperan
por todo el contorno). A veces, el pretexto es que las frágiles
viviendas son ilegales, pues carecen de permiso de edificación.
“Es cosa
de locos —me dice Nasser—; cuando pedimos permiso para construir o
reabrir los pozos de agua, nos lo niegan, y luego nos demuelen las
viviendas por haberlas levantado sin autorización”. En este pueblo, como
en los otros del contorno, los campesinos y pastores no viven en casas
sino en frágiles tiendas levantadas con telas y latas o en las cuevas
—muy abundantes en la zona— que los soldados todavía no han inutilizado
rellenándolas de piedras y basura.
Pese a todo, los vecinos de Susiya y de Yimba, las dos aldeas que visito, siguen ahí, resistiendo el acoso, apoyados por algunas ONG e instituciones israelíes solidarias, como Breaking the Silence (Rompiendo el silencio), de la que es miembro Yehuda y la que me ha invitado aquí. En Susiya conozco a un joven muy simpático, Max Schindler, judío norteamericano; ha venido como voluntario a vivir unos meses en este lugar y enseña inglés a los niños de la aldea.
Pese a todo, los vecinos de Susiya y de Yimba, las dos aldeas que visito, siguen ahí, resistiendo el acoso, apoyados por algunas ONG e instituciones israelíes solidarias, como Breaking the Silence (Rompiendo el silencio), de la que es miembro Yehuda y la que me ha invitado aquí. En Susiya conozco a un joven muy simpático, Max Schindler, judío norteamericano; ha venido como voluntario a vivir unos meses en este lugar y enseña inglés a los niños de la aldea.
¿Por qué lo
hace?: “Para que vean que no todos los judíos somos lo mismo”. En
efecto, hay muchos como él —los justos de Israel—, que los ayudan a
presentar alegatos en los tribunales, que vienen a vacunar a los niños,
que protestan contra los atropellos, y, entre ellos, escritores como
David Grossman y Amos Oz, que firman manifiestos y se movilizan pidiendo
que cesen los abusos y se deje vivir a estas aldeas en paz.
Un pronunciamiento de esta índole, encabezado por ellos, hace algunos
meses, salvó de la picota —por el momento— a Yimba, un pueblo
antiquísimo, aunque se llegaron a demoler 15 casas. Ahora aguarda una
última decisión de la Corte Suprema sobre su existencia. Tiene una
enorme cueva, todavía indemne, que, me aseguran, es de la época romana.
En ese entonces la aldea estaba a la orilla del camino —todavía se puede
seguir su trazo en el áspero desierto de piedra, polvo y rastrojos que
nos rodea— que conducía a los peregrinos a la Meca;
entonces Yimba era próspera gracias a sus tiendas de abastos y
restaurantes.
Ahora su antigüedad esconde un riesgo: que, como se trata
de un lugar arqueológico, la autoridad israelí decida que debe ser
deshabitado para que los arqueólogos puedan rescatar los tesoros
históricos de su subsuelo. Las quejas son idénticas a las que escucho en
Susiya: “Apenas consigan echarnos con ese pretexto, llegarán los
colonos; ellos sí pueden convivir con los restos arqueológicos sin
ningún problema”.
Al igual que en Susiya, en Yimba hago la visita rodeado de niños
descalzos y esqueléticos que, sin embargo, no han perdido la alegría.
Una niña, sobre todo, de ojos traviesos, se ríe a carcajadas cuando ve
que soy incapaz de pronunciar su nombre árabe como es debido.
Basta examinar un mapa de los territorios ocupados para comprender la razón de los asentamientos: rodean a todas las grandes ciudades palestinas y obstruyen sus contactos e intercambios, a la vez que van ensanchando la presencia israelí y descomponiendo y fracturando el territorio que supuestamente debería ocupar el futuro Estado Palestino hasta hacerlo impracticable.
Basta examinar un mapa de los territorios ocupados para comprender la razón de los asentamientos: rodean a todas las grandes ciudades palestinas y obstruyen sus contactos e intercambios, a la vez que van ensanchando la presencia israelí y descomponiendo y fracturando el territorio que supuestamente debería ocupar el futuro Estado Palestino hasta hacerlo impracticable.
Hay una intencionalidad clara en esta
estrategia: mediante la proliferación de asentamientos volver
irrealizable aquella solución de los dos Estados que, sin embargo, los
dirigentes de Israel dicen aceptar.
No se entiende si no por qué todos
sus gobiernos, de centro, de izquierda y de derecha, con la única
excepción del último Gobierno de Ariel Sharon,
que en 2005 retiró las colonias israelíes en Gaza, hayan permitido y
sigan haciéndolo, la existencia y crecimiento sistemático de unas
colonias ilegales —laicas, socialistas y muchas de religiosos ultras—
que son un motivo permanente de fricción y dan a los palestinos la
sensación de ver encogerse como una piel de zapa el ya reducido espacio
que tienen de Cisjordania.
No pretendo leer la mente secreta de la élite política israelí. Pero
basta seguir en el mapa la manera como en las últimas décadas las
invasiones ilegales y el famoso “muro de Sharon” van cercenando los
territorios palestinos, para advertir en ello una política tácita o
explícita que nunca ha intentado atajar estas invasiones y, más bien,
las estimula y las protege.
Ella no sólo es un motivo constante de
choques con los palestinos; es una realidad que hace a muchos pensar que
ya es imposible llevar a la práctica la constitución de los dos Estados
soberanos, algo que, sin embargo, como una jaculatoria desprovista de
verdad, un puro ruido, todavía promueven la ONU y los gobiernos occidentales.
Probablemente, entre el despojo que significan también estas colonias ningún caso sea tan dramático como los cinco asentamientos erigidos en el corazón de Hebrón. ¡850 colonos israelíes en el corazón de una ciudad palestina de 200.000 personas!
Probablemente, entre el despojo que significan también estas colonias ningún caso sea tan dramático como los cinco asentamientos erigidos en el corazón de Hebrón. ¡850 colonos israelíes en el corazón de una ciudad palestina de 200.000 personas!
Para protegerlos, 650 soldados israelíes montan guardia en la
vieja ciudad, que ha sido sellada, “esterilizadas” (según la fórmula
oficial) sus calles —cerradas todas sus tiendas, las puertas principales
de las viviendas, todos los comercios— de modo que pasear por allí es
recorrer una ciudad fantasma, sin gente y sin alma.
Hace once años
deambulé por estas calles muertas; lo único que ha cambiado es que han
desaparecido los insultos racistas contra los árabes que decoraban sus
muros. Pero por todas partes aparecen siempre las barreras con soldados y
continúa la prohibición para que los árabes circulen en coches por las
calles del centro, lo que les obliga a dar un enorme rodeo a campo
traviesa para pasar de un barrio a otro.
Los israelíes que me acompañan
—son cuatro— me dicen que lo peor de todo es que ahora ya nadie habla
del horror que es Hebrón y las tremendas injusticias que allí se cometen
contra sus 200.000 vecinos para, aparentemente, proteger a 850
invasores." (Mario Vargas Llosa, El País, 01-07-16)
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