Se acurrucó como pudo en la minúscula repisa, tenía el brazo partido, mientras veía caer al abismo volcánico a sus compañeros y amigos, más de cien jornaleros del Frente Popular, sindicalistas de la CNT y la Federación Obrera.
Escuchaba las risas y chascarrillos de los
falangistas y Guardias Civiles, que borrachos se divertían asesinando hombres y
mujeres inocentes. El joven de Tamaraceite era consciente, intuía, que sería
muy complicado escalar, subir sin cuerdas más de cincuenta metros de
acantilado.
Tras varias horas de gritos, lamentos, llantos,
risas y la caída al fondo del agujero de las botellas de ron de caña de los
fascistas se hizo el silencio, estaba casi amaneciendo y del fondo llegaba un
fuerte olor a sangre y vísceras, se escuchaban gemidos de dolor, gente
agonizando, un sonido que se amplificaba por la forma de la chimenea de lava
ancestral, Manuel no sabía qué hacer, si se movía podía caer, solo le quedaba
la opción de estar inmóvil, el brazo le dolía demasiado, los dedos estaban
hinchados, le latían como si fueran corazones con uñas rotas, astilladas,
destrozadas por las brutales torturas en el centro de detención ilegal de la calle
Luis Antúnez de Las Palmas.
Cuando ya había perdido la esperanza y no se
escuchaba nada en el fondo, ya parecía que todos habían muerto desangrados,
cuando ya le pasaba por la mente soltarse y dejarse llevar por la oscuridad hasta
la inevitable muerte se oyeron voces arriba, no eran tan estridentes como las
de los asesinos, eran palabras emitidas por bocas nobles, algunas niñas, voces
femeninas, de varios jóvenes y un señor mayor que decía algo sobre la terrible
crueldad de aquellos seres infernales.
Manuel gritó:
-¡Auxilio, estoy aquí, estoy vivo, ayuda por favor!
-Trae la soga de la alforja del burrito, -dijo
Soledad Cabrera Alcántara-
La mujer de San Gregorio, Telde. tenía sus cabritas a varios
kilómetros de Caserones, al otro extremo de la Sima.
En un instante, en menos de una hora, llegó hasta
Manuel una cuerda gruesa.
-Amárrate la cintura mi niño, nosotros te sacamos
parriba.
El joven se ató lentamente, no podía mover el brazo
derecho, afortunadamente era surdo, al momento se vio con las piernas sobre el
risco oscuro, subiendo hasta que se quedó colgado, no había pared, solo
oscuridad, creyó por un momento que no lo conseguiría, pero desde arriba había
fuerza, voces, respiraciones aceleradas, hasta algunas risas, lo subían, lo
elevaban hacia la vida, hacia aquel sol intenso de agosto del 36.
Salió lleno de polvo, la cara ensangrentada, la ropa
destrozada, al momento lo acogieron, el grupito de gente buena, varias niñas,
Soledad, el abuelo Ignacio Tejera.
-Mi cielo tienes que salir de aquí cuanto antes,
vamos hasta la Higuera Canaria, allí te esconderemos, debemos tener mucho
cuidado, haya varios vecinos chivatos, ponte estas ropas, te llamas Carlos
Cabrera, eres mi hijo si alguien nos para y nos pregunta, -dijo la pobre
Soledad mientras le limpiaba las heridas con su enaguas-
La comitiva solidaria partió montaña arriba, las
cabras les seguían, un perro lanudo, grande, con los ojos dulces, parecía
saberlo todo, cómplice directo de la evasión del muchacho de La Montañeta en el
municipio de San Lorenzo.
Lo escondieron en la casa de Isabel Martel, la viuda
de Antonio González, asesinado el 22 de julio del mismo año en los pozos de la
finca de los Ascanio, allí quedó Manuel casi cuatro años escondido, solo salía
de noche al patio bajo la parra cargada de uvas blancas, el superviviente, el
único que logró salir del agujero pasaba su noches de amor con la triste Isa,
su pareja entre aquel inmenso dolor, el miedo a los ladridos de los perros que
anunciaban la llegada de la “brigada”. (...)" (Viajando entre la tormenta, 05/05/16)
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