11/3/15

Tuvimos que dormir directamente encima de la arena. Rápidamente empezaron a morir los niños españoles. Mi hija vivió 15 días

 Simone Vilalta nos muestra su traje rayado

"(...) La democracia francesa recibió al medio millón de españoles como a perros y a las españolas como a putas. Porque eso era, ni más ni menos, lo que representaban las mujeres republicanas para los sectores más conservadores de la sociedad francesa. 

«Los periódicos de la zona, como El Patriota de los Pirineos, les tachaban de maleantes, de delincuentes que iban a contaminar a la gente. Se decía que las españolas eran unas prostitutas porque abortaban o porque fumaban», recuerda el hispanista francés Jean Ortiz.

Dolors Casadella fue confinada en las playas de St. Cyprien: «Tuvimos que dormir directamente encima de la arena. Sentada en el suelo, pasé la noche con mi niña encima de las rodillas. Rápidamente empezaron a morir los niños españoles. Mi hija vivió 15 días». Como el bebé de Dolors, perecieron más de 14.000 hombres, mujeres y niños víctimas del frío, el hambre y las enfermedades.

Pese al maltrato recibido, el inicio de la II Guerra Mundial y la fulminante ocupación alemana hizo que centenares de españolas se unieran inmediatamente a la Resistencia contra el invasor nazi. Mujeres que desempeñaron todo tipo de misiones, como narraba Neus en su libro De la Resistencia y la Deportación: «En general, las mujeres fuimos utilizadas como enlaces dentro de la densa red de información, en los pasos por las montañas y fronteras, en la solidaridad en las cárceles (...). 

Los controles de la policía francesa y de las patrullas alemanas los asumíamos primero nosotras. Pero estuvo además el transporte de armas y propaganda. Las mujeres también empuñaron las armas en batallas célebres como La Madeleine».

Si algo sorprende de estas luchadoras, es la poca importancia que dan a lo que hicieron; quizás porque nadie les reconoció su heroico papel. Nunca olvidaré cuando Pepita Molina me contó su historia en su pequeño piso de las afueras de París; era la primera vez que alguien se interesaba por su vida: 

«El marido de mi hermana Lina se llamaba Luis González. Él estaba muy metido en la guerrilla y nosotros ayudábamos en todo lo que podíamos. Un día a Luis le esperaba la Gestapo en la puerta de casa. Oímos los disparos y cuando salimos ya estaba muerto. En el forro de su gabardina encontraron panfletos con propaganda antinazi.

 Recuerdo que mi hermana Lina nos dijo: "Aquí no conocemos a nadie". Poco después registraron la casa y nos llevaron detenidas a las tres. Nos interrogaron por separado pero ninguna contamos nada y, al final, nos dejaron marchar. Yo ni siquiera pude ir al entierro de Luis porque los alemanes temían que se convirtiera en un acto de protesta contra la ocupación. 

Solo dejaron que asistieran dos personas y, claro, fueron mi hermana y mi madre. Pocos días más tarde, miembros de la Resistencia nos avisaron de que los nazis iban a volver a por nosotras y que debíamos marcharnos cuanto antes. Cogimos unas cuantas cosas y conseguimos escapar con la ayuda de varios compañeros resistentes».

Lina tuvo suerte. Entre 300 y 500 españolas, sin embargo, fueron detenidas, torturadas y enviadas a los campos de concentración. A Neus la detuvieron en noviembre de 1943 junto a su marido: 

«Fue terrible. No recibí ni un solo golpe, pero tuve que controlar mis nervios durante más de media hora, con una pistola en cada sien y una ametralladora en la espalda. Me decían: "Habla, no seas tonta; si tu marido lo ha dicho todo y te lo carga todo a ti... Te engaña con otras mujeres"».

La práctica totalidad de estas españolas fueron deportadas, en vagones de ganado, a Ravensbrück, el puente de los cuervos. Su condición de mujeres fue un agravante más al sádico tratamiento que, de por sí, recibían los prisioneros. A su llegada les era inyectado un producto químico para que se les retirara la menstruación. En el caso de Neus, no volvió a tener la regla hasta 1951.

 Aún peor lo pasó Alfonsina Bueno que arrastró secuelas durante toda su vida: «Me llevaron a la enfermería junto a otras cuatro deportadas. Una enfermera rusa fue obligada a inyectarnos en la vagina o, mejor dicho, en el cuello del útero, un líquido que ni ella seguramente sabía lo que era. Lo que yo sí sé es que al salir de la maldita enfermería, entre mis piernas caían unas gotas amarillas que al mismo tiempo iban quemando la piel».

Las mujeres fueron especialmente utilizadas como conejillos de indias por los médicos SS. Les amputaban brazos y piernas para después tratar de reimplantárselos; les provocaban heridas que infectaban con bacterias con el objetivo de probar nuevos medicamentos; les cortaban músculos y les rompían huesos para estudiar los procesos de regeneración y practicar técnicas de trasplantes.

Otra de las amenazas que pendía siempre sobre ellas era la de pasar a formar parte del ejército de prostitutas que abastecía los burdeles que el III Reich abrió para "satisfacer las necesidades de sus tropas". Dolors Casadella, que había perdido a su hija pequeña en los campos franceses, tenía claro que nunca acabaría sirviendo en uno de esos tugurios: «Una mañana, al despertar la jefa de la barraca gritó:

 "Las que quieran ir a una casa de prostitución que pasen por mi despacho". Todas gritamos: "Hum". "Os prevengo que si no hay voluntarias, os cogeremos por la fuerza". Esto fue terrible, sobre todo las más jóvenes decidimos matarnos si nos hacían esto».

Dolors no tuvo que suicidarse pero vio como otras compañeras sí lo hicieron tras contemplar horrorizadas la forma en que eran asesinados sus hijos. Así lo recuerda Neus: «A las madres que daban a luz en aquella época les ahogaban el bebé en un cubo de agua (...). Cuando el horno crematorio no daba más de sí, se abría una zanja, se llenaba de gasolina y se les prendía fuego. Así desapareció un gran número de niños judíos o gitanos. Las SS les hacían bajar a las zanjas, con un bombón en la mano, bajo el cínico pretexto de protegerles de un bombardeo. Alguna vez lo hacían tan cerca del campo que sus madres oían sus alaridos y se volvían locas de dolor».

Al igual que los hombres, las deportadas destacan la solidaridad como uno de los principales factores que les ayudó a salir con vida de los campos. Simone Vilalta me muestra su tesoro; el regalo que le hicieron sus compañeras durante su estancia en Ravensbrück: 

«Cuando cumplí 21 años me entregaron este librito que habían hecho a mano y en el que habían escrito una breve historia. Me acuerdo mucho de la solidaridad que tuvimos entre nosotras. Hubo una mujer mayor que yo que me hizo de madre. Esos son los únicos buenos recuerdos que tengo del campo».

Esa solidaridad abarcó desde compartir la poca comida que recibían hasta proteger a las compañeras que se encontraban más débiles. Pero también les llevó a montar una organización clandestina para recabar información y organizar acciones de sabotaje.

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