Simone Vilalta nos muestra su traje rayado
"(...) La democracia francesa recibió al medio millón de
españoles como a perros y a las españolas como a putas. Porque eso era,
ni más ni menos, lo que representaban las mujeres republicanas
para los sectores más conservadores de la sociedad francesa.
«Los
periódicos de la zona, como El Patriota de los Pirineos, les tachaban de
maleantes, de delincuentes que iban a contaminar a la gente. Se decía
que las españolas eran unas prostitutas porque abortaban o porque
fumaban», recuerda el hispanista francés Jean Ortiz.
Dolors Casadella fue confinada en las playas de St. Cyprien: «Tuvimos
que dormir directamente encima de la arena. Sentada en el suelo, pasé la
noche con mi niña encima de las rodillas. Rápidamente empezaron a morir
los niños españoles. Mi hija vivió 15 días». Como el bebé de Dolors,
perecieron más de 14.000 hombres, mujeres y niños víctimas del frío, el
hambre y las enfermedades.
Pese al maltrato recibido, el inicio de la II Guerra Mundial y la fulminante ocupación alemana hizo que centenares de españolas se unieran inmediatamente a la Resistencia
contra el invasor nazi. Mujeres que desempeñaron todo tipo de misiones,
como narraba Neus en su libro De la Resistencia y la Deportación: «En
general, las mujeres fuimos utilizadas como enlaces dentro de la densa
red de información, en los pasos por las montañas y fronteras, en la
solidaridad en las cárceles (...).
Los controles de la policía francesa y
de las patrullas alemanas los asumíamos primero nosotras. Pero estuvo
además el transporte de armas y propaganda. Las mujeres también
empuñaron las armas en batallas célebres como La Madeleine».
Si algo sorprende de estas luchadoras, es la poca
importancia que dan a lo que hicieron; quizás porque nadie les reconoció
su heroico papel. Nunca olvidaré cuando Pepita Molina me contó su
historia en su pequeño piso de las afueras de París; era la primera vez
que alguien se interesaba por su vida:
«El marido de mi hermana Lina se
llamaba Luis González. Él estaba muy metido en la guerrilla y nosotros
ayudábamos en todo lo que podíamos. Un día a Luis le esperaba la Gestapo
en la puerta de casa. Oímos los disparos y cuando salimos ya estaba
muerto. En el forro de su gabardina encontraron panfletos con propaganda
antinazi.
Recuerdo que mi hermana Lina nos dijo: "Aquí no conocemos a
nadie". Poco después registraron la casa y nos llevaron detenidas a las
tres. Nos interrogaron por separado pero ninguna contamos nada y, al
final, nos dejaron marchar. Yo ni siquiera pude ir al entierro de Luis
porque los alemanes temían que se convirtiera en un acto de protesta
contra la ocupación.
Solo dejaron que asistieran dos personas y, claro,
fueron mi hermana y mi madre. Pocos días más tarde, miembros de la
Resistencia nos avisaron de que los nazis iban a volver a por nosotras y
que debíamos marcharnos cuanto antes. Cogimos unas cuantas cosas y
conseguimos escapar con la ayuda de varios compañeros resistentes».
Lina tuvo suerte. Entre 300 y 500 españolas,
sin embargo, fueron detenidas, torturadas y enviadas a los campos de
concentración. A Neus la detuvieron en noviembre de 1943 junto a su
marido:
«Fue terrible. No recibí ni un solo golpe, pero tuve que
controlar mis nervios durante más de media hora, con una pistola en cada
sien y una ametralladora en la espalda. Me decían: "Habla, no seas
tonta; si tu marido lo ha dicho todo y te lo carga todo a ti... Te
engaña con otras mujeres"».
La práctica totalidad de estas españolas fueron
deportadas, en vagones de ganado, a Ravensbrück, el puente de los
cuervos. Su condición de mujeres fue un agravante más al sádico
tratamiento que, de por sí, recibían los prisioneros. A su llegada les
era inyectado un producto químico para que
se les retirara la menstruación. En el caso de Neus, no volvió a tener
la regla hasta 1951.
Aún peor lo pasó Alfonsina Bueno que arrastró
secuelas durante toda su vida: «Me llevaron a la enfermería junto a
otras cuatro deportadas. Una enfermera rusa fue obligada a inyectarnos
en la vagina o, mejor dicho, en el cuello del útero, un líquido que ni
ella seguramente sabía lo que era. Lo que yo sí sé es que al salir de la
maldita enfermería, entre mis piernas caían unas gotas amarillas que al
mismo tiempo iban quemando la piel».
Las mujeres fueron especialmente utilizadas como conejillos de indias por los médicos SS.
Les amputaban brazos y piernas para después tratar de reimplantárselos;
les provocaban heridas que infectaban con bacterias con el objetivo de
probar nuevos medicamentos; les cortaban músculos y les rompían huesos
para estudiar los procesos de regeneración y practicar técnicas de
trasplantes.
Otra de las amenazas que pendía siempre sobre ellas era la de pasar a formar parte del ejército de prostitutas
que abastecía los burdeles que el III Reich abrió para "satisfacer las
necesidades de sus tropas". Dolors Casadella, que había perdido a su
hija pequeña en los campos franceses, tenía claro que nunca acabaría
sirviendo en uno de esos tugurios: «Una mañana, al despertar la jefa de
la barraca gritó:
"Las que quieran ir a una casa de prostitución que
pasen por mi despacho". Todas gritamos: "Hum". "Os prevengo que si no
hay voluntarias, os cogeremos por la fuerza". Esto fue terrible, sobre
todo las más jóvenes decidimos matarnos si nos hacían esto».
Dolors no tuvo que suicidarse pero vio como otras compañeras sí lo hicieron tras contemplar horrorizadas la forma en que eran asesinados sus hijos.
Así lo recuerda Neus: «A las madres que daban a luz en aquella época
les ahogaban el bebé en un cubo de agua (...). Cuando el horno
crematorio no daba más de sí, se abría una zanja, se llenaba de gasolina
y se les prendía fuego. Así desapareció un gran número de niños judíos o
gitanos. Las SS les hacían bajar a las zanjas, con un bombón en la
mano, bajo el cínico pretexto de protegerles de un bombardeo. Alguna vez
lo hacían tan cerca del campo que sus madres oían sus alaridos y se
volvían locas de dolor».
Al igual que los hombres, las deportadas destacan la solidaridad
como uno de los principales factores que les ayudó a salir con vida de
los campos. Simone Vilalta me muestra su tesoro; el regalo que le
hicieron sus compañeras durante su estancia en Ravensbrück:
«Cuando
cumplí 21 años me entregaron este librito que habían hecho a mano y en
el que habían escrito una breve historia. Me acuerdo mucho de la
solidaridad que tuvimos entre nosotras. Hubo una mujer mayor que yo que
me hizo de madre. Esos son los únicos buenos recuerdos que tengo del
campo».
Esa solidaridad abarcó desde compartir la poca comida
que recibían hasta proteger a las compañeras que se encontraban más
débiles. Pero también les llevó a montar una organización clandestina para recabar información y organizar acciones de sabotaje.
Muchas de las prisioneras trabajaban en fábricas de armamento que
nutrían a la Wehrmacht. Cualquier pequeña acción encaminada a retrasar o
paralizar la producción era considerada un éxito por las españolas del
pijama a rayas. Neus se especializó en inutilizar los proyectiles que
fabricaba en el subcampo de Holleischen:
«Saboteábamos las balas que
teníamos que fabricar. Unas compañeras se dedicaban a cazar moscas y
después las poníamos en la zona que albergaba el detonador. Cuando no
teníamos moscas, escupíamos. Estoy segura de que muchas de las cajas de
balas que salían de allí nunca pudieron utilizarse. Cuando regresábamos a
la barraca nos preguntábamos entre nosotras:
¿Cuántas moscas has matado
hoy? "Veinte, treinta, cincuenta". Cada mosca era una bala que no
serviría para acabar con la vida de algún compañero. Estas pequeñas
cosas representaban para nosotras una gran victoria. Era peligroso y si
te cogían no lo contabas, pero seguimos haciéndolo hasta el final». (Carlos Hernández
- Madrid/Els Guiamets/Hendaya/París, eldiario.es, 09/03/2015)
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