"(...) La victoria fascista organizó no sólo las detenciones, las torturas y
los fusilamientos de los más inteligentes y valientes activistas que
luchaban por la libertad y la democracia, no sólo el robo de los hijos
de las presas republicanas, no sólo la purga de los funcionarios que no
fueran considerados afectos al régimen, no sólo la censura de todos los
artículos, libros, periódicos, conferencias, clases y declaraciones
contrarias al fascismo, no sólo la prohibición de hablar, escribir y
publicar en cualquier otra lengua española que no fuera el castellano,
sino también, y no menos importante, logró implantar un ambiente de
terror en el país que impidiera a los supervivientes y a las
generaciones siguientes levantarse contra el régimen.
Durante cuarenta años muchos de los hombres y mujeres de las
generaciones que vivieron la guerra, que nacieron en la postguerra y que
sufrieron la dictadura hasta su fin, ocultaron a sus hijos e hijas y a
sus nietos y nietas la masacre que habían padecido. Es clásico oír a
muchachas y muchachos de veinte años, y a quienes no son tan jóvenes, “a
mi mis padres no me contaron nada de la guerra ni de la postguerra”, o
mis abuelos o mis tíos.
En la mayoría de las familias de los vencidos se
cernió una nube espesa de silencio, de secretos férreamente guardados.
Los mayores sabían que los niños podían ser imprudentes si conocían la
verdadera historia de su familia. La supervivencia solo se podía
suponer, no garantizar, si nadie hablaba. (...)
Pronto, en un año, habrán transcurrido ochenta desde el comienzo de la
Guerra Civil, y en las cunetas, las carreteras, los caminos, los
huertos, los campos y los cementerios de España están esperando los
restos de más de ciento cincuenta mil asesinados por las hordas
fascistas: falangistas, carlistas, policías, Guardias Civiles, militares
y otros espontáneos, que hacían “las sacas” en las casas de los pueblos
y de las ciudades, y con la metralleta calada se llevaban al padre, a
la madre, al abuelo, a la abuela, al hermano, al hijo, al marido, a la
mujer, y, a veces delante de sus familiares, lo asesinaban.
Ni siquiera
los restos del famosísimo poeta Federico García Lorca han sido hallados,
ni los de mi tío, el Capitán de Aviación republicano Virgilio Leret,
fusilado con trece compañeros más en la Base de Hidros de Mar Chica en
Melilla, el 17 de julio de 1936. Miles de nietos y bisnietos llevan
veinte, treinta años, intentando localizar las fosas comunes donde yacen
sus antepasados, excavarlas, abrir las investigaciones necesarias y dar
entierro digno a sus parientes. (...)
La Causa General, con la excusa de recopilar información sobre las
circunstancias y detalles “no solamente de abusos y crímenes contra
personas y bienes cometidos durante la contienda en la zona republicana
sino todo tipo de acciones emprendidas por las autoridades, fuerzas
armadas y de seguridad y partidarios de los gobiernos republicanos y de
izquierdas desde la instauración de la Segunda República en 1931”, se
atrevió a perseguir a diputados y representantes legítimamente elegidos
por el pueblo.
Se incorporaron a la Causa General, cuya instrucción duró
prácticamente hasta los años sesenta, toda clase de testimonios falsos,
calumnias y denuncias inspiradas por la venganza y el deseo de
apropiarse de los bienes de los denunciados, ya que las condenas que se
producían en el cien por cien de los procesos implicaban la expropiación
de los bienes del sentenciado.
Durante los treinta años en que se
incoaron miles de procesos judiciales en contra de todo aquel que era
considerado no afecto al régimen, y por supuesto los que habían sido
republicanos como alcaldes, concejales, diputados, miembros de las Casas
del Pueblo, hasta los bibliotecarios, y desde luego contra aquellos que
poseyeran tierras o inmuebles y no fueran fascistas, se encarceló, se
torturó y se fusiló a unas 250.000 personas. Las pruebas eran
inexistentes o falsas.
Las declaraciones de unos vecinos, la denuncia
del cura párroco, las afirmaciones de los falangistas del pueblo,
bastaban para llevar al paredón al que había sido alcalde republicano,
afiliado a los sindicatos o maestro de la escuela.
La persecución basada
en la Causa General –aparte de la represión de los hechos
contemporáneos – duró hasta la promulgación por el gobierno de Franco en
1969 del Decreto-Ley 10/1969, por el que prescribían todos los delitos
cometidos antes del 1 de abril de 1939, (es decir, el final de la Guerra
Civil). Dicho Decreto-Ley fue dictado a los treinta años de acabada la
Guerra Civil. Y como se puede ver no prescribían los “delitos” cometidos
entre el 39 y 69, que podían seguir siendo perseguidos.
El proceso de la Causa General fue empleado tanto como instrumento
para la represión de un gran número de opositores, como para los fines
propagandísticos del régimen de legitimar la sublevación en contra del
Gobierno de la República y explicar la necesidad de la Guerra Civil. (...)
Fuimos miles las víctimas en el llamado tardofranquismo. El día que
murió Franco éramos 25.000 los y las que estábamos en libertad
provisional. Y varios años más tarde siguieron secuestrando y apaleando
en las comisarías de policía a los opositores políticos. Mi amiga
Concha, detenida durante una semana el año 1976 en Valladolid y
salvajemente torturada a la que humillaron con múltiples agresiones
sexuales.
Agustín Rueda, el preso anarquista que mataron a palos en la
cárcel de Carabanchel en años de Transición. La muchacha que exhibió en
Interviu la paliza que le había propinado la policía en el culo hasta
quedar absolutamente negro. Y muchos cientos más que desearía que se
personaran en la querella argentina como al final me he decidido yo a
hacer. (...)
Remito a las lectoras y a los lectores a mis libros En el Infierno y
Viernes y 13 en la Calle del Correo. Pero durante este tiempo he
intentado, si no olvidar, sí archivar los recuerdos, para que la
angustia y las emociones no me impidiesen seguir viviendo. Y sobre todo
para que mis hijos no conocieran con detalle el infierno que pase.
Los recuerdo la primera vez que los vi en la Prisión de Yeserías al
otro lado de las rejas, un mes después de la detención. Tenían 18 y 20
años, estábamos separados por un doble cristal y una doble reja.
Afortunadamente, porque así era más difícil observar el estado en que me
encontraba.
Se les veía lívidos, desencajados. Habían adelgazado
bruscamente en aquellos días, cuando ya eran de por sí delgados, y
tragando saliva, les dije, riéndome, que me encontraba bien, que no me
había pasado nada, y les hice la broma de que tampoco tenía que salir
enseguida de prisión porque sería un desprestigio para mi mientras
tantos otros estaban mucho más tiempo. Y la broma y las risas les
devolvieron un poco de color a las mejillas. Ya después, ¿para qué
atormentarlos con aquel relato de terror?
De aquel horrible proceso nunca se vio juicio, y aunque en alguna
ocasión intenté que algunos de mis compañeros de calvario y yo
exigiéramos que se celebrara la vista oral, los sufrimientos estaban
demasiado vivos, la justicia seguía administrada por los mismos jueces
franquistas, la vida con sus exigencias nos arrastraba –la mayoría
padecíamos graves dificultades económicas- y sobrevivimos, lo que es
mucho. (...)" (Lidia Falcón, Púbico, 28/02/2015)
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