"El día que lo mataron, Virgilio Leret tenía 34 años y estaba a punto
de hacer historia. Su nombre, que ni siquiera llegó a escribirse en una
lápida —nunca se supo dónde fue enterrado— estaría hoy en las
enciclopedias y quizá en alguna plaza de no haber sido fusilado aquella
noche del 17 al 18 de julio de 1936 en que, como describió su viuda, la
escritora mexicana Carlota O’Neill, se oyeron “los primeros disparos que
iban a incendiar el mundo”; los del inicio de la Guerra Civil, que
siguieron hasta que terminó la II Guerra Mundial.
En 1935, a Leret se le
había concedido la patente de su invento: el “mototurbocompresor de
reacción continua”, el primer motor a reacción español.
El presidente de
la República, Manuel Azaña, había dado orden de que empezara a
fabricarse en septiembre de 1936 en los talleres de Hispano Suiza de
Aviación, pero para entonces Leret llevaba más de un mes muerto. 78 años
después, su hija Carlota ha logrado que se exponga por fin en un museo.
Ha tenido que pagar la maqueta de su bolsillo.
De no haber sido fusilado, “a buen seguro que su motor hubiera sido
una realidad, con el consiguiente honor para su autor y para España”,
afirmó en 2002, en la revista Aeroplano (editada por el
Ministerio de Defensa), el prestigioso ingeniero aeronáutico Martín
Cuesta tras realizar un pormenorizado estudio de los planos de Leret.
“Era uno de los oficiales más brillantes de las Fuerzas Armadas”,
describió Paul Preston en El Holocausto español.
Carlota O'Neill y Virgilio Leret, con sus hijas, Mariela y Carlota (la más pequeña)
Cuando los regulares atacaron por sorpresa, aquel 17 de julio de
1936, el capitán Leret estaba al mando de la base de hidroaviones de
Atalayón (Melilla). La defendió sabiendo que estaba perdida -muchos
hombres estaban de permiso, por ser verano y viernes—, hasta que se
acabó la munición.
Y fue fusilado por sus propios soldados, obligados a
disparar contra su capitán para sembrar el terror en el resto. “Me lo
contó la poetisa Angelina Gatell, viuda de uno de los militares de la
base”, relata Carlota. “Aquel día encontró en el suelo, en estado de
shock, a su mejor amigo. ‘¡Hemos matado al capitán Leret!’, le explicó
llorando”.
A poca distancia, la mujer y las dos hijas de Leret escucharon los
tiros toda la tarde. Habían llegado 15 días antes para pasar con él las
vacaciones. “Virgilio tuvo una feliz ocurrencia de hombre enamorado”,
arranca O’Neill sus memorias, Una mujer en la guerra de España
(Oberon).
“Aquel verano no estaríamos separados ni un solo día.
Habilitaríamos un barco anclado frente a la base. Siendo novios le había
dicho: ‘Me gustaría vivir sobre el mar una temporada...”
No tuvieron tiempo de despedirse. “Mi padre cogió su pistola y su
gorra y se fue. Ya no le volvimos a ver”, recuerda Carlota, entonces una
niña. Su madre se quedó en cubierta viéndole irse hacia la base, hacia
los tiros. “Virgilio remaba y remaba, cada vez más lejos de mí. Yo lo
miraba fijamente y pensaba: ‘Quiero fijarme bien en su cara porque no lo
veré más’. ¡Y no nos habíamos dado un beso!...¡El último!”, escribió en
sus memorias.
Cinco días después encarcelaron a O’Neill. “Le dan, por error, la
maleta de mi padre con los planos del motor a reacción dentro.
Horrorizada ante la idea de que acaben en manos de los franquistas y lo
utilicen en la guerra contra los republicanos, mi madre los esconde y
finalmente, los saca del penal gracias a la ayuda de dos presas”,
recuerda Carlota.
Una de las reclusas que ayuda a su madre es Ana Vázquez, encarcelada
por prostituir a sus hijas. “En su vida había oído hablar de política”,
recuerda O’Neill en su libro, y por eso, en el penal le habían encargado
vigilar a “las rojas”.
Las tres copias de los planos del capitán Leret
salieron de la cárcel envueltos en ropa sucia. Los recogió, previo
aviso, el hijo de María, condenada a 30 años tras el fusilamiento de su
marido. Fue Vázquez quien se los entregó al niño. Nadie revisaba los
paquetes de la presa que no había oído hablar de política.
O’Neill fue juzgada tres veces por un tribunal militar y finalmente
condenada a seis años de cárcel, de los que cumplió cinco. En la primera
causa la acusan de ser “rara”, “en extremo peligrosa” y “comunista de
ideología” (declaración del falangista Requena).
En la segunda, la
condenan por injurias al Ejército por unas cuartillas que había escrito
aquel 17 de julio de 1936 describiendo lo sucedido. La última causa
dice: “Fomenta la situación anárquica y desastrosa que hizo necesaria la
iniciación del glorioso movimiento nacional”.También la culpan de
"influjo predominante sobre su esposo".
En la cárcel, O’Neill teme por su vida cuando, para celebrar
la toma de Toledo, un grupo de falangistas entra en la prisión y pide
un grupo de presas para matarlas. Ella se esconde toda la noche en un
tanque de agua - "El agua me llegaba a la boca, pero tenía dos
alternativas: ahogarme o dejarme matar, y prefería lo primero", escribió
en sus memorias-.
Desde su escondite, escucha al director del penal:
“Es una barbaridad acabar con todas en montón. Cuando quieran matar
mujeres, vengan a buscarlas, ¡pero una a una!”. Los falangistas "se
fueron llevándose las que les cabían en las manos”, añade O’Neill.
Pero aquella no fue la peor noche de su estancia en prisión. La peor
fue la primera que pasó después de que le comunicaran que le habían
retirado la custodia de sus hijas. Según le dijo su abogado franquista,
había sido un familiar de su marido quien la había denunciado.
El padre
de Virgilio, un cubano que había luchado en 1898 con los españoles,
contra la independencia de su país, y amigo del general Mola, nunca
aprobó su relación. “Mi madre había nacido 100 años antes de tiempo”,
explica Carlota.
“Era feminista, progresista... Creía en la igualdad de
hombres y mujeres, en la eutanasia, en el derecho al aborto... Se casó
con mi padre después de que nosotras naciéramos y solo porque él se lo
pidió para que no sufriéramos consecuencias y para agradar a su padre”.
Carlos Leret arrebató a su nuera la custodia de las niñas, pero no
para quedárselas, sino para enviarlas a un terrible orfanato donde solo
les permitían ducharse una vez al año y con una bata porque “tocarse era
pecado”.
Carlota Leret, en la actualidad. / ÁLVARO GARCÍA
En 1941, O’Neill quedó libre y fue a la casa donde durante casi cinco
años, bajo una loseta, habían estado escondidos los planos del
turbocompresor junto al texto con el que Leret acompañaba su invento:
“Extiéndese [sic] en torno al globo el tentáculo enorme del paro forzoso
convertido en hambre.
Ansias de mejoramiento social lo invaden todo.
Pero este mejoramiento ha de venir unido forzosamente a progresos
materiales, y el más importante, el eje de todas las relaciones humanas
en el porvenir, el único que logrará formar un bloque sólido con la
humanidad, es el transporte aéreo”... Leret, explica su hija, quería que
su motor agilizara la comunicación entre distintas sociedades, "es
decir, que sirviera para la paz, no la guerra", añade.
O’Neill pensó entonces que el invento podría ayudar a los ingleses a
ganar a Hitler. Y con su madre, envueltos al cuerpo, bajo la ropa, llevó
los planos de su marido a la embajada británica para dárselos a James
Dickson, agregado de aviación, quien murió al poco tiempo en un
accidente.
La mexicana nunca supo qué pasó después con aquella copia de los
planos. Pero jamás volvió a separarse de las otras dos. Cuando viajaba a
cualquier sitio desde Caracas —donde se instaló, exiliada, tras
recuperar la custodia de sus hijas— los llevaba siempre con ella.
A su
muerte, en 2000, con 90 años, su hija Carlota empezó a enseñarlos aquí y
allá, buscando el reconocimiento para su padre. AENA financió un
documental con su historia (El caballero del azul), en 2011, y el Museo de Aeronáutica y Astronáutica, en Madrid, expone ahora su invento. Pero no ha sido fácil.
“En el museo se entusiasmaron, pero me dijeron que no tenían dinero”.
Carlota no quiere decir cuánto ha invertido en encargar la maqueta del
turbocompresor, de 2.674 piezas y en cuya fabricación se emplearon 2.500
horas.
“No quiero que piensen que soy una loca”. Una pequeña parte de
la réplica se ha financiado con los derechos de las memorias de O’Neill:
391 páginas de cárcel, exilio y penurias que son, sobre todo, una larga
declaración de amor a su marido, probablemente, el primer fusilado de
la Guerra Civil." (El País, 26/05/2014)
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