20/3/14

El pensamiento-sentimiento, y con ellos la conciencia moral, parece un suceso mucho menos universal de lo que los discursos tradicionales dan por supuesto

"La reciente película de Margarethe von Trotta sobre la persona de Hannah Arendt en los años del proceso contra Adolf Eichmann ha vuelto a poner sobre la mesa de muchas discusiones la desconcertante expresión que me sirve de título.

 El giro “la banalidad del mal”, que antes de 1963 nadie había oído, que tenía cierto aspecto de provocación, es hoy una muletilla en boca de todos, a la que amenaza más bien el abuso, o sea, el uso casi indiscriminado para todo, que al cabo trae claridad sobre nada.

Y lo más negativo de esta erosión no es que difumine los detalles más literales del hallazgo original, sino más bien que se pierdan las virtualidades con que el descubrimiento de Arendt puede ayudar a comprender mejor encrucijadas históricas y peripecias humanas posteriores, diversas, heterogéneas, por ejemplo la nuestra.

En la película, el desconcertante descubrimiento arendtiano se presenta por vez primera en una conversación a varias voces en la terraza de una cafetería tras las sesiones del tribunal. En esta escena, Arendt, todavía entre dudas, propone la vía de entrada a esta problemática que a mí me parece la más correcta. Se trata de tomar nota de la desproporción enorme entre la magnitud del crimen sometido a juicio y el perfil psicológico, biográfico, humano, del criminal implicado.

Lo que a ella le sorprende, a ella capaz de repensar todo a partir de lo que está viendo y oyendo, es el casi increíble desajuste entre el mal terrorífico, que ha sido causado de una manera deliberada, y este particular sujeto que contribuyó tan significativamente a su producción; como si faltara toda congruencia o proporción básica entre, por así decir, la cualidad del mal y la cualidad del malvado.

Tal como se advierte por la intervención de los otros interlocutores en esa conversación primera, el acercamiento “natural” al crimen masivo tendía a suponer que la atrocidad había de corresponderse con una personalidad abismática, excepcional en el sentido de rara, desequilibrada, buscando así acortar en lo posible la distancia entre los hechos y los agentes.

 O un fanatismo antisemita visceral, o una ideologización desaforada, tocada quizá de grandilocuentes ecos nieztscheanos, o incluso directamente una demencia sádica, operaban, en este esquema natural de comprensión, como motivaciones subjetivas que sí podían explicar la participación activa en las matanzas industriales de inocentes.

Arendt, en cambio, se atuvo a lo que parecía manifestarse en el juicio, en el modo de hablar del personaje, en su biografía, y se atrevió a ser fiel a una revelación que quebraba la interpretación por entonces tópica: allí donde los hechos terroríficos hacían esperar un monstruo de maldad, lo que aparece es más bien un perfil humano común, gris, vulgar; aparece el tipo humano corriente de un administrativo, las actitudes de un gerente que se maneja ante todo con papeles, el estilo y las maneras de una mentalidad funcionarial. Nada especialmente arrebatado, nada abismático. Nada… salvo la desproporción, ésta sí abismal.

Y es que en ausencia de toda motivación extraordinaria, a falta de toda exaltación singularizadora, este sujeto “normal” no sólo acepta, asume y cumple todas las tareas que le son confiadas, sino que lo hace con diligencia plena, inequívoca, compacta.

 El desempeño neutro de su ocupación como un trabajo cotidiano en el seno de una organización colectiva garantiza precisamente “la operatividad” del proceso (de matanza), asegura su eficacia, permite un rendimiento exponencial, fuera de toda comparación con el alcance que puedan dar a sus acciones los desequilibrados, sádicos, fanáticos, etc., o cualquier extraña combinación de ellos.

A esta luz cabe diferenciar entre el descubrimiento de que sujetos “normales”, que se atienen a cierta existencia social normalizada y que incluso la invocan (“es mi trabajo, es mi patria, es mi deber, es la guerra, etc.”), pueden ser coejecutores de males terribles, y la otra gran aportación arendtiana que se entrelaza íntimamente con ésta, pero que viene a ser un paso más en la comprensión. 

Me refiero ahora a la tesis, también sorprendente, de que lo único que hay de extraordinario en este nuevo tipo de criminal sería una ausencia completa de pensamiento: “este hombre no piensa” y por ello, o con ello, “no siente”, no siente la presencia del otro, y casi ni la suya propia en su actuación.

El pensamiento que aquí brilla por su completa ausencia equivale, pues, más que a nada, a un acompañamiento reflexivo de la propia experiencia, a una consideración de la propia existencia. No tiene en absoluto las connotaciones especulativas o especializadas de una interrogación acerca de todo y del todo, sino las mucho más modestas y fundamentales de una atención sostenida a lo que uno hace y a lo que a su alrededor ve hacer, a lo que uno cree, siente, dice, en medio de lo que se hace y se dice.

No se trata tampoco de un ejercicio de pura introspección, pues el pensamiento-sentimiento toma en cuenta, desde la perspectiva en primera persona, la coexistencia con las perspectivas múltiples de los otros y asume que esta pluralidad es irreductible. Quien piensa, en este mínimo pero decisivo sentido, quien se detiene sobre su existencia y reflexiona sobre su acción y circunstancia, éste podrá acaso equivocarse, podrá quizá elegir mal, su persona podrá incluso “desequilibrarse” en medio de las incertidumbres de la existencia.

Lo que no sería posible, según la ecuación de Arendt, es que quien atiende a su experiencia vivida se torne en una suerte de dispositivo automático de conducta que haga de la desolación rutina y del crimen trabajo. Quizá ningún otro libro del siglo XX contenga, en este sentido, una invocación tan sutil de esta posibilidad del pensamiento-sentimiento, como el que ha dado tema a la película de von Trotta.

Cincuenta años después de la publicación de Eichmann en Jerusalén, los planteamientos de Arendt permiten una reconsideración que no los sitúe ni “demasiado cerca” ni “demasiado lejos” de nuestro presente. 

El “demasiado cerca” se produce cuando filósofos o sociólogos hacen recaer sobre la racionalidad distintiva de las sociedades modernas la clave absoluta de la banalización del mal; la administración burocrática, la producción capitalista, la técnica científica, las relaciones funcionales entre individuos, serían los motores de una deshumanización que en Auschwitz o en el Gulag se limita a manifestar su plenitud destructiva.

El “demasiado lejos” se produce, al contrario, cuando se restringe al nazismo, o si acaso al totalitarismo, o a lo sumo a las sociedades no democráticas, el colapso del pensamiento y del juicio moral; el Estado de Derecho, el imperio de la ley, la participación democrática, garantizarían de suyo, frente a propios y extraños, la humanidad de los hombres y el reconocimiento del otro. Es verdad que ni totalitarismo ni banalidad del mal son nociones comodín aplicables a discreción a cualquier quiebra política o deficiencia moral.

Pero, en relación con la normalidad del mal, su alcance trasciende del caso paradigmático para el que fue formulada, y se ha hecho valer también en los casos, no tan extremos, de los “buenos padres de familia alemanes” que en aquella misma circunstancia siguieron con su actividad y colaboraron sin sentirse implicados. 

En relación ya con nuestra propia circunstancia, hoy sabemos que es una ilusión creer que el “no matarás” o el “no robarás” (dinero ajeno, bebés ajenos) gocen de una evidencia universal capaz de obligar a toda conciencia. Y que es un tópico inane el creer que el quebrantador ha de responder a motivaciones torvas o a impulsos anormales, y que luego se ha de ver perseguido por remordimientos, que le impedirán conciliar el sueño, etc., etc.

El organizador eficaz de desfalcos, el partícipe habitual en corrupciones, el cooperador en abusos consolidados, puede ser también un padre de familia ejemplar, cuyas relaciones personales no padezcan por su actividad lucrativa y cuya identidad personal no se agriete por reparos de conciencia. 

Aun rechazando como disparatada toda equiparación con los casos originales comentados, ocurre de todos modos que la existencia social normalizada, con las justificaciones consiguientes (“el sistema funciona así”, “yo soy uno más”, “no soy ni tonto ni santo”), ocupan también ahora, el lugar del pensamiento y de algún modo lo evacuan, evitando todo diálogo abierto con la propia existencia; por lo mismo, se difuminan también las experiencias en que uno se revela como agente responsable y en que siente al otro como el afectado por mi conducta.

En suma, el pensamiento-sentimiento, y con ellos la conciencia moral, parece un suceso mucho menos universal de lo que los discursos tradicionales, las prácticas sociales, las convenciones democráticas dan por supuesto. Aunque, a mi juicio, también sería injusto hacer de esta posibilidad insegura, singular, de pensar-sentir, una excepción tan rara, tan “alejada” de nosotros, que ella nos resulte un acontecimiento casi irreconocible."            (“El sistema funciona así”: a vueltas con la banalidad del mal, de Agustín Serrano de Haro en El Confidencial, en Caffe Reggio, 16/03/2014)

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