20/2/14

Hay quien lleva dieciocho meses caminando, sin otra comida que las hierbas de los campos...



“A fines de mayo realicé un segundo viaje a Transilvania y asistí a un espectáculo estremecedor. Por tres de los pasos carpáticos tenía lugar una invasión dantesca. Enormes caravanas ocupaban las carreteras en extensiones no inferiores a treinta kilómetros. 

Eran rusos. Kirgises, mogoles, tártaros, bielorrusos, samoyedos, kurdos, rutenos, georgianos, kalmucos, a quienes los alemanes internaban en Europa para que trabajasen la tierra. Filas innumerables, miseria, camellos cansinos procedentes de Krasnodar, de la estepa meridional rusa; hombres que se caen de hambre, mujeres que sucumben a la debilidad... 

Hay quien lleva dieciocho meses caminando, sin otra comida que las hierbas de los campos, la carne de los caballos y de los camellos reventados, que comen cruda, sin paciencia para ponerla al fuego, cuando los soldados alemanes que flanquean la cara-vana se la entregan, ensartada en la bayoneta. 

Aquella gente no mostraba curiosidad por nada, en sus ojos vacíos se había perdido la esperanza. Caminar, caminar siempre, con el látigo encima, sin otro descanso que el de la muer-te. Me asombró ver la escasa cantidad de guardianes para tanta gente; pero al ver el aspecto de aquellos desgraciados, comprendí que eran seres sin alma, sin energías, verdaderos autómatas que desde hacía mucho tiempo no sabían más que echar un pie delante del otro. 

La caravana fue casi el doble en su principio de viaje; pero aquella mitad había quedado muerta en todas las cunetas. En el recorrido nacieron niños, habían muerto mujeres y hombres. Los alemanes necesitaban gente en los campos y Rusia les daba un económico material humano. Estaban destinados a trabajar sobre el estéril agro de Prusia, y sí morían allí, había otros para inclinarse sobre el surco. 

Pensé que aquella multitud era portadora de todas las enfermedades y que Europa habría de pagar muy caro la gran equivocación. No sé qué habrá sido de aquellos miserables, pero calculo que llegaría a su destino en número muy exiguo. Quizás la décima parte.

 No se les permitía atravesar las ciudades ni los pueblos, y hay una larga ruta en el Oriente europeo jalonada con los cuerpos de centenares de miles de estos desgraciados. (…)”

(Eugenio Suárez:  Corresponsal en Budapest  (1946), Ed. Fundación Mapfre, 2007, págs. 143/4)

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