“Al otro lado del camino se encuentra el cuartel general del
comandante del campo. Su nombre era Amon Goeth y era un monstruo gordo y
espantoso que pesaba más de ciento cincuenta kilos y medía un metro noventa.
La
fama de su depravación aterrorizaba a la población, haciendo que la gente
temblase de miedo y le castañeasen los dientes. Su crueldad desafiaba la
comprensión humana. Despachaba a sus víctimas con una arbitrariedad aterradora
y mediante torturas que sobrepasaban cualquier cosa que hayamos conocido de la
Inquisición.
Por la mínima infracción de las reglas golpeaba con los puños el
rostro del desventurado prisionero y observaba con placer sádico cómo escupía
dientes rotos, se hinchaba y amorataba y los ojos se le salían de las cuencas.
Cuando usaba el látigo, obligaba a la víctima a contar los latigazos y, si en
su agonía cometía un error, tenía que comenzar a contar de nuevo desde el
principio.
Durante los denominados «interrogatorios», el acusado permanecía
colgado por los pies de un gancho del techo del despacho de Goeth mientras era
atacado por un perro.
Cuando alguien escapaba del campo, ponía al grupo del
fugitivo en fila y ordenaba formar conjuntos de diez. Después, ejecutaba
personalmente a una persona de cada conjunto.
Durante un Appell de la mañana, Goeth decidió divertirse un
poco. Acusó a un judío de ser demasiado alto y le disparó. A continuación orinó
sobre su cuerpo, que aún se removía. Volviéndose hacia un amigo conmocionado, le
gritó: «No te gusta, ¿verdad?» Lo mató y también orinó.
Hubo un caso de un
hombre hambriento que robó una patata del almacén. Goeth hizo que lo colgaran
cerca de la puerta de la zona de los prisioneros con una patata metida en la
boca y un cartel que proclamaba: «Soy un ladrón de patatas.» Una vez mató a un
niño que sufría diarrea y que era incapaz de contenerse... después de obligarlo
a comerse sus excrementos.
Cada mañana, tras una comida a base de carne cruda
mezclada con sangre fresca, el comandante chalado efectuaba una ronda por los
barracones en compañía de dos fieros bulldogs adiestrados para destrozar
personas.
Después de estas visitas, los prisioneros contaban el resultado:
quince a cero, veinte a cero, treinta a cero. El cero era siempre nuestro.
Podríamos haber matado al monstruo, pero entonces el marcador hubiera sido de
24.000 a uno.”
(Joseph Bau: El pintor de Cracovia. Ediciones B. S. A. 2008,
pág. 151/155)
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