“(...) Más tarde la besé por primera vez, tras la letrina, a la
luz de la luna llena. Comencé a visitarla en su barracón todas las mañanas,
antes del toque de diana. Le llevaba agua caliente de la cocina y le lustraba
los zapatos con la manga humedecida con saliva.
En el campo había diferencias de género en cuanto al
vestido: los prisioneros masculinos escondían la calva bajo una gorra rayada,
mientras que las presas usaban un pañuelo blanco para cubrir el cráneo
afeitado. Yo llevaba gorra, pero siempre tenía un pañuelo blanco en el
bolsillo, mi salvoconducto a la zona de las mujeres.
Nuestro cortejo se
prolongó a lo largo de varias acciones y selecciones, durante las cuales más de
una vez estuvimos a punto de despedirnos para siempre. Hicieron falta unos
cuantos milagros para que sobreviviéramos.
Cambié cuatro barras de pan por una cuchara de plata y, por
cuatro más, el joyero del taller de relojería hizo dos anillos. Esa noche
celebramos una mini boda al lado de la litera de mi madre. No hubo rabino,
música ni invitados, ni tampoco ensalada con mayonesa. Simplemente pronuncié
el tradicional Harei At y mamá nos dio su bendición.
Después llevé a mi novia a
su barracón para consumar el matrimonio. Escalamos a su litera de la
tercera fila y esperamos con impaciencia a que las luces se apagaran. Para
nuestro disgusto, el viejo del barracón no apagó las luces aquella noche porque
los alemanes estaban peinando la zona femenina en busca de hombres
escondidos.
Razones estratégicas me llevaron a la conclusión de que era
demasiado tarde para intentar escapar y ninguna coartada podría salvarme.
Decidimos hacer frente a la situación con una argucia. Las dos vecinas de mi
mujer me taparon con los trapos y harapos que solían hacer las veces de
almohada y yo me tumbé bajó sus cabezas mientras ellas tres fingían dormir.
Obviamente, no pudieron hacerlo porque estaban muertas de terror y la almohada
no paraba de temblar de miedo. Cuando el registro acabó, oímos los gritos de
dos chicos apaleados hasta la muerte en el altar de Eros.
Un milagro me libró de ser descubierto. Después, cuando
traté de darme la vuelta en la litera, oímos la sirena llamando a los hombres a
congregarse en el patio. Bajé de la litera de arriba de un solo salto y,
mientras corría, me cubría la cabeza con el pañuelo blanco para que los
guardias no comprobaran mi identidad.
Sin embargo, ¡la puerta electrificada
estaba cerrada! Me quedé ahí de pie y sin aliento, sin ideas ni esperanza. Sólo
tenía por cierta una cosa: si no aparecía en la asamblea al cabo de unos
minutos, ésa sería mi última noche en este mundo. Si intentaba escalar la
puerta, el resultado sería el mismo, aunque mi muerte en ese caso sería más
digna y más rápida.
Tomé la decisión mientras un haz de luz pasaba sobre mí. Me
despedí rápidamente de este mundo cruel, de mi vida, que en realidad aún no
había comenzado, y de mi madre, mi hermano y mi esposa, que en un minuto se
convertiría en viuda. Entonces di el fatídico salto.
El miedo me hizo volar
sobre la verja que zumbaba. Sin darme cuenta me elevé tanto que sólo los dedos
de las manos y los pies rozaron los hilos con la carga letal. Antes de
aterrizar en el otro lado, una de las perneras se me enganchó en el alambre y se
rasgó; otros alambres me pincharon los músculos de mis piernas flacas.
Una nueva ronda de foco de luz me ignoró mientras yacía boca
abajo en el suelo. Todavía me quedaba por superar la maraña de cable
electrificada de un metro de altura.
Hasta hoy no he sido capaz de entender cómo me las arreglé
para sortear la trampa, el dragón que escupía fuego y se tragaba incluso a los
héroes más valientes. ¡Debería haber encontrado la muerte allí! Cuando llegué
al patio, el altavoz anunciaba que el Appell había concluido.”
(Joseph Bau: El
pintor de Cracovia. Ediciones B. S. A. 2008, pág. 174/6)
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