"Ángela Fernández (61 años) tiene claro lo que intentaron hacer con
ella durante los dos meses que estuvo interna en el preventorio
antituberculoso de Guadarrama durante el invierno de 1960. Inyectarle el
miedo y la jerarquía tan dentro de ella que nunca jamás sintiera el
deseo de rebelarse contra nada ni nadie. Someterla. Anular su voz.
El
capellán del preventorio, Don Mauro, se lo espetó un día bien claro:
“Todos los que tenéis familiares en la cárcel o muertos dudosos sois basura”.
Ella tenía un tío republicano en el penal de Burgos y esa misma frase
ya la había escuchado en aquel lugar de los labios de una monja. Era
sólo una niña de ocho años pero ya se había dado cuenta de que para la
gente que debía de cuidarla en aquel centro no dejaba de ser una roja
derrotada.
Entre 1945 y 1975 el régimen franquista abrió decenas
de preventorios en todo el Estado. Eran colonias infantiles que cumplían
la función oficial de prevenir enfermedades. La sección femenina de Falange
era la encargada de recorrer los colegios de España para recolectar a
las niñas.
Otras veces eran los propios doctores los que recomendaban a
los padres enviar a sus hijas a estos centros. En el caso de Alicia
García, de 64 años, fue el patrón de su madre, que ejercía de asistenta
del hogar, quien recomendó a su empleada que llevara a su niña de 8 años
a este lugar para que creciera sana y fuerte. (...)
La versión
que Ángela y Alicia narran a Público dista mucho de la oficial. Junto a ellas, más de 200 exalumnas han denunciado abusos y malos tratos recibidos, especialmente, en el preventorio de Guadarrama (Madrid). Once de ellas, además, han decidido personarse como querellantes en la causa abierta contra el franquismo en Argentina. (...)
“Lo que recibimos en aquel preventorio no pueden ser calificados de malos tratos, que lo eran, sino de tortura física y psicológica.
La consigna iba más allá de la disciplina militar. La sensación era que
éramos entes odiados. Yo, al menos, me sentí odiada desde el primer
día.
Mi cuidadora no paró de pegarme desde el primer día hasta el
último. Mi estancia de dos meses me ha dejado secuelas para toda la
vida”, relata a Público Ángela, que asegura que cuando salió
del preventorio tenía la “vesícula como un balón” y tuvo que seguir un
tratamiento dietético durante un año.
El
preventorio de Guadarrama albergaba a la vez alrededor de 500 niñas. Su
día a día se repetía, a pesar del paso de los años, como si tratara del
día de la marmota. Las pequeñas eran despertadas a media noche y
puestas en fila. Tenían apenas unos segundos para hacer sus necesidades.
Si no les daba tiempo o no podían tendrían que esperar hasta el
siguiente turno. Unas horas después, con los primeros rayos de sol, eran
llevadas al patio donde debían cantar el Cara el Sol e izar la bandera española. Hiciera el tiempo que hiciera.
Al despertar recibirían un trozo de papel higiénico que debían
guardar toda la jornada como si de oro se tratase. No tendrían otro. El
agua, estaba racionada: dos vasos al día. La hora de la comida, “una
pesadilla”.
“Juro por lo que haga falta que nos han hecho comer gusanos.
Recuerdo cómo se movían en mi plato de lentejas o en cualquier otra
comida. Pero no teníamos otro remedio que comer. Si no lo hacíamos nos
pegaban o si vomitábamos teníamos que comernos nuestro propio vómito”, apunta Alicia.
Tras
la comida, llegaba la hora de la siesta. Tres horas. Durante este
tiempo estaba prohibido moverse e incluso hablar, quien incumpliera las
normas ya sabía el castigo: golpes, quemaduras con cera de las velas o
encierros. De lo único que tenían en abundancia, narran estas dos
mujeres, es vacunas.
Recibían inyecciones casi todos los días. Nadie les
dijo de qué. Ni a ellos ni a sus padres. Sus historiales médicos han desaparecido. “Tenemos la convicción de que hemos sido conejillos de indias”, dice Alicia.
Una
vez a la semana llegaba el turno de la ducha. Una fila interminable de
chicas. Un chorro de agua fría y una toalla para todas ellas. En medio
de todo aquello, también había tiempo para juegos en el patio. Sin
embargo, ninguna de las dos recuerda a qué jugaban. En su memoria sólo
se ha quedado grabado las conversaciones con el resto de niñas en las
que hablaban de cuándo saldrían de allí y de las cartas enviadas a los
padres.
Éstas, sin embargo, eran censuradas. Los padres sólo podían
visitar a las niñas el último domingo de cada mes bajo vigilancia de las
cuidadoras. No podían salir del recinto. Una alambrada las separaba del mundo exterior.
“El segundo mes que estaba allí, mis padres vinieron a visitarnos a mi
hermana y a mí. Nos vieron muy delgadas, aterrorizadas, sin poder ni
hablar e incapaces de soltarnos de ellos. Nos sacaron de allí de
inmediato”, recuerda Alicia. De la misma manera salió Ángela. En el
camino de vuelta a casa su madre le preguntó si le había gustado la
tableta de chocolate que le había mandado junto a unas cuantas pesetas.
Esos regalos nunca llegaron a las manos de la niña." (Público, 12/05/2013)
No hay comentarios:
Publicar un comentario