Tras la caída del régimen genocida de Ruanda a finales de 1994, una oleada de refugiados hutus cruzaron la frontera a Zaire (nombre que entonces tenía el país). Se puso en marcha un esfuerzo internacional para ayudarlos, pero no se hizo nada para eliminar a los numerosos asesinos que permanecían entre ellos. Al final, en 1996, el ejército ruandés cruzó la frontera para combatirlos y, con ello, se inició un proceso de desintegración social, terror y represalias que ha continuado de forma intermitente hasta hoy." (ANTHONY DWORKIN: Ecos del genocidio, aún: El País, ed. Galicia, Internacional, 30/10/200, p. 8)
"La atención de los ruandeses por lo que ocurre en el este de Congo va más allá de los intereses políticos o comerciales que se cruzan en la actualidad en este conflicto. En la pequeña iglesia de Ntarama, muy cerca de la ciudad de Kigali, aún pueden observarse los restos óseos y las vestimentas de 5.000 personas que los hutus radicales pasaron a filo de machete en 1994.
En la ahora segura y limpia ciudad de Kigali, abundan los memoriales para recordar el exterminio de cerca de 800.000 tutsis y hutus moderados en 1994. Y el Gobierno explota estos sentimientos para reforzar la hermandad con Nkunda, tutsi congolés. El militar controla además zonas del este de Congo rico en minas. La riqueza de la zona -incluyendo el coltán, imprescindible para la telefonía móvil y las videoconsolas- ha atraído soldados de hasta nueve países africanos. Las ONG estiman que desde 1998 la violencia ha provocado entre cuatro y cinco millones de muertos." (El País, ed. Galicia, Internacional, 30/10/2008, p. 8)
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