2/6/08

El origen social del rencor

“El hombre, un mexicano de treinta y tantos, me contó su vida, animado por esa voz que surgía del asiento trasero, la mía, que le preguntaba con esa falta de prudencia que desplegamos con la gente a la que no volveremos a ver. Él respondía como si yo no existiera, como si en el coche viajara la voz de su conciencia:

-Llegué a Nueva York un mes de febrero. Tenía 15 años, vine solo, no conocía a nadie y sólo llevaba una cazadora. Imagínese el frío que hace en esta ciudad en febrero. Me eché a trabajar en lo que fuera, en las vías del metro empecé. Trabajé 20 horas al día, pero no me importaba, porque el mundo que yo había dejado atrás era mucho peor.

Yo fui infeliz desde que nací. A los seis años me puse a trabajar porque no teníamos padre y mi madre nos abandonó a mi hermanito y a mí para irse con otro hombre. Mi hermanito era dos años menor que yo. Por las noches dormíamos abrazados y yo le acariciaba la cabeza y le decía: "No llores, hermano, que todo irá bien". Yo no lloraba delante de él, ¿sabe?, porque me sentía como su padre, pero a veces, cuando me tiraba a la calle temprano buscando trabajos de carga para que nos dieran algo de comer, pensaba en Dios.

En aquellos años estuve verdaderamente enojado con él. No se puede tratar así a dos pobres criaturas. "¿Por qué a mí?", le decía. A veces me consolaba pensando que tal vez era una prueba que Él nos mandaba y debíamos superar. Cuando me vine, mi hermano se quedó en México con una tía que le maltrataba de mala manera. Un día le rompió la cabeza con un palo. Pero ¿qué iba yo a hacer?, tenía que buscarme un futuro. Por eso vine. A los dos años llegó él, en otro invierno, igual de poco abrigado. Él lo tuvo muy claro desde el principio: trabajó 20 horas al día, como un animal; hizo dinero, volvió a México y se compró un camión.

Yo, en cambio, me lié, me casé, he tenido hijos... Mis hijos son los únicos que me quitan un poco esta frialdad de corazón que me ha quedado. Mi mujer se queja muchas veces. No es que yo la trate mal, entiende, yo no le pego ni nada, pero soy frío. No sé cómo explicarlo, es como si no tuviera la capacidad de querer del todo a nadie. Si tuviera dinero, iría a un psicólogo, pero como no puedo, estoy condenado a ser como soy. A mi hermano lo quise mucho, claro, era lo único que tenía en el mundo, pero desde que nos hicimos hombres la cosa cambió. Ya no podemos demostrarnos lo que sentimos.

Cuando lo veo siento el impulso de abrazarle como cuando era pequeño, pero no podemos, ni él ni yo. No nos parecería normal, nos veríamos raros, ¿entiende? Así que ya nada es como fue. Con mi madre hablo de vez en cuando. Incluso le he mandado dinero para ella y sus nuevos hijos. Es una forma que tengo de que el rencor no acabe conmigo, porque el rencor te mina por dentro; así que intento perdonarla, ya la castigará Dios si es que lo considera oportuno, pero hay días..., hay días en que el rencor es superior a tu voluntad.

-Me puede dejar aquí.

-Con lo contento que yo estaba... Mire lo triste que me he quedado.” (Elvira Lindo: La vida es un trayecto. El País, ed. Galicia, Domingo, 18/05/2008, p. 17)

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