3/7/24

La represión de los guerrilleros: los suicidios de mujeres que tenían hombres en la guerrilla que, por evitar las constantes torturas y violaciones, acaban quitándose la vida... las deportaciones masivas como forma de castigo... el uso de los lugareños como escudos humanos... la exhibición de cadáveres, como uno que en 1951 tiraron los guardias civiles en una encrucijada, obligando a los transeúntes a pisar sobre él... no son excesos, sino el resultado de un plan concebido y trazado desde las más altas instancias en un intento de exterminar físicamente cualquier resto de resistencia o disidencia antifranquista... Orden de Franco: «Que hagan saber a los vecinos de los pueblos respectivos que, en caso de realizarse una agresión a nuestras fuerzas en el término municipal, se fusilará en la plaza del pueblo a dos personas de las que figuren en la relación de sospechosos, por cada víctima que la agresión produzca»

 "En estos días en que se habla de derogar leyes de memoria democrática y promulgar un engendro llamado ley de la concordia que pretende tergiversar la verdad histórica hasta la indecencia, se publica el ensayo de Arnau Fernández Pasalodos 'Hasta su total extermino. La guerra antipartisana en España, 1936-1952' (Galaxia Gutenberg). Este libro muestra que la guerra del ejército de Franco contra la República no acaba en 1939, continúa de forma irregular -por lo irregular de las fuerzas contendientes- hasta 1952, sobre todo en la España rural.

Estamos hablando del 'maquis', pero estudiado con particular sagacidad por Fernández Pasalodos en el contexto de las prácticas de guerra antipartisana en el teatro europeo de la época. Asimismo, el historiador se centra en la perspectiva de actuación de la Guardia Civil por ser el cuerpo de seguridad protagonista en las operaciones contrainsurgentes.

La investigación sobre la que Fernández Pasalodos sustenta este libro es abrumadora. A partir de la consulta de casi una treintena de archivos -entre ellos, militares y de la Guardia Civil-, hemerotecas y una extensa bibliografía, el autor indaga en las motivaciones, formas de actuación individual y colectiva del instituto armado contra partisanos y ciudadanos, y formas de vida de este cuerpo de seguridad que ejerció la principal represión en las zonas rurales durante el periodo 1936-1952.

El 18 de junio, el presidente de la Cámara balear, Gabriel Le Senne (Vox), arrancó y rompió, con un gesto de gran violencia y desprecio, la fotografía de Aurora Picornell que la diputada socialista Mercedes Garrido tenía pegada a la tapa de su ordenador portátil. Sabía lo que estaba haciendo, como también lo sabía Mercedes Garrido. Ella, reivindicar la memoria de una mujer torturada, asesinada, abandonada en una fosa por un régimen ilegal que llegó al poder a través de un golpe de Estado y una guerra devastadora. Él, impedir el reconocimiento y la memoria tanto de Aurora como de todas las víctimas del franquismo. Al romper su foto y negarle un espacio público, ya sea en el Parlamento o en las calles, Vox, apoyado por el PP, pretende perpetuar uno de los preceptos de la dictadura: eliminar y hacer desaparecer cualquier disidencia, primero físicamente y después de la memoria y la historia.

Traigo a colación la escena del Parlamento balear porque muchas de las víctimas de la guerra partisana que estudia Fernández Pasalodos ni siquiera están reconocidas como tales; muchas fueron víctimas civiles asesinadas extrajudicialmente y enterradas en fosas y lugares desconocidos. De muchas mujeres y hombres no nos queda un nombre que reivindicar, una foto que exhibir. Señala el autor: «Entre 1945 y 1952, el 75% de las víctimas mortales causadas por la Guardia Civil y otras fuerzas antiguerrilleras en las comarcas castellonenses no fueron guerrilleros, sino civiles». Para el régimen, estas víctimas representaban la 'anti-España' (¿escuchan cierto eco?), el enemigo que se debía «combatir y exterminar» después de 1939.

A diferencia de otras guerras partisanas, la española era una contienda contra sus ciudadanos, pero «la retórica golpista desposeyó de su condición connacional a todo aquel señalado como representante de la antiEspaña». Entre ellos estaba cualquier persona sospechosa de tener vinculación con los guerrilleros, incluyendo la afectiva y familiar: mujer, hijos, padres, hermanos, familias enteras fueron exterminadas en actuaciones paralegales amparadas por el Estado. Se podría pensar que esta orden de Franco de 1938 se eliminaría a partir del 1 de abril de 1939: «Que hagan saber a los vecinos de los pueblos respectivos que, en caso de realizarse una agresión a nuestras fuerzas en el término municipal, se fusilará en la plaza del pueblo a dos personas de las que figuren en la relación de sospechosos, por cada víctima que la agresión produzca». Y sin embargo, la práctica de venganza redoblada, a la que se debe añadir la tortura como forma sistemática de castigo, se siguen dando después del 39 y, de hecho, se recrudecen a partir de la 'Ley de Bandidaje y Terrorismo' de 1947. A partir de entonces, se permite combinar la ley con los métodos extrajudiciales anteriores.

Fueron los años gloriosos de la llamada «ley de fugas», la forma de encubrir legalmente ejecuciones ilegales. Camilo Alonso Vega, director de la Guardia Civil y amigo íntimo de Franco, así se lo decía a sus subordinados: debían usar masivamente la ley de fugas. Cuenta el autor que la Nochebuena de 1946 el caudillo recordó a su amigo que los guardias podían «disparar sin previo aviso». Desde las más altas instancias no solo se permitió, sino que se potenció el asesinato inmediato y sin proceso debido, y se castigó a los guardias que no cumplían las órdenes. El régimen no quería prisioneros que, con su presencia, mostraran que la guerra no había acabado, tampoco había lugar para la redención o el perdón. La ley sirvió, además, para 'limpiar' disidencia civil: si un operativo fracasaba, «era frecuente que los guardias civiles se vengasen ejerciendo violencia sobre posibles colaboradores, lo cual hizo que la mayor parte de las víctimas de la ley de fugas no fuesen partisanos, sino paisanos», explica el autor.

Hay tanta violencia diseñada y perpetrada por hombres con nombres y apellidos -que el autor recoge minuciosamente-, tantas acciones crueles de consecuencias terribles: los suicidios de mujeres que tenían hombres en la guerrilla -«bandidas y putas», las «putas de los rojos»- que, por evitar las constantes torturas y violaciones, acaban quitándose la vida; las deportaciones masivas como forma de castigo, de romper comunidades y destrozar los vínculos para aislar a los partisanos; el uso de los lugareños como escudos humanos; las recompensas en metálico por cada guerrillero -o sospechoso de serlo- muerto y los ascensos firmados por Franco; el castigo contra los guardias que rechazaban la violencia ilegal; la exhibición de cadáveres, como uno que en 1951 tiraron los guardias en una encrucijada, obligando a los transeúntes a pisar sobre él.

Lo que cuenta Fernández Pasalodos no son excesos, sino el resultado de un plan concebido y trazado desde las más altas instancias en un intento de exterminar físicamente cualquier resto de resistencia o disidencia antifranquista. Por suerte, algo de todo esto queda en los archivos y la memoria heredada y, por suerte, tenemos historiadores como Fernández Pasalodos que nos recuerdan la importancia de defender la memoria democrática."

(Edurne Portela, escritora e investigadora. Revista de prensa, 30/06/24. Este artículo se publicó originalmente en El Correo.)

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