El cabo Pena, el asesino
"Nueve cruces grabadas en la tierra. Baredo, la curva de la infamia. Siete marineros, un herrero y un labrador. Anarquistas,
inocentes, ejecutados. El hambre de venganza de un cruel cabo de la
Guardia Civil y de los matones de Falange. El pueblo fue acallado, pero
nunca quiso olvidar. Durante cuarenta años, simbolizaron la matanza en
una cuneta.
Los vecinos
cincelaban el polvo y las fuerzas vivas, que paradójicamente sembraban
muerte, se encargaban de borrar de inmediato aquella línea horizontal
jalonada por nueve rayas verticales. Así, una y otra vez, durante la
eterna noche del franquismo. Un ejemplo de resistencia simbólica y memoria subversiva que ha perdurado hasta la actualidad.
Hoy, aquellas cruces labradas donde cayeron los republicanos de Baiona y Panxón,
en la comarca pontevedresa de Val Miñor, son crucifijos de color sangre
seca estampados en una pared rocosa que flanquea el kilómetro 58 de la
carretera Pontevedra-Camposancos. Alguien pinta de rojo la piedra, como
otras dibujaban en su día la tierra. A volta dos nove. La curva de los nueve.
El asesinato de aquellos cenetistas del mar fue la revancha que se cobraron los camisas azules de Baiona.
Durante el asalto a la casa de un anciano ciego atendido por una
septuagenaria, el falangista Luis Refojos recibió un tiro de los Ineses,
quienes emprenderían una infrutuosa huida. Cayeron ambos, como también
mataron a la señora por dar cobijo a los fuxidos.
"La criada le llevaba el Faro de Vigo
todos los días y hacía mucho gasto para un hombre solo. Y él para qué
quería el periódico si no veía...", se escucha en el rosario de
testimonios del documental A volta dos nove. Ambos
detalles levantaron las sospechas de los represores, cuyo objetivo era
dar con dos hermanos, Luís y Pepe López, cuyas ideas progresistas los
pusieron en la diana tras el golpe de 1936.
Luís era socialista. Pepe había estaba muy implicado en el movimiento anarquista en Argentina, donde había militado en la FORA, escrito en La Protesta
y fundado el primer sindicato de choferes de Buenos Aires. Deportados
tras la sublevación militar de 1930 que llevó al poder al general José
Félix Uriburu, regresaron a Galicia, donde el hermano menor colaboró en
el periódico Solidaridad Obrera.
"Escribe artículos
sobre cooperativismo muy modernos, porque él también lo era. Tenía
incubadoras para los pollos. Diseñó un sistema de riego. Enseñaba
esperanto para difundir el uso de un idioma universal. Consideraba la
formación el elemento más importante del ser humano. Llevaba un vida
humilde después de que le expropiaran sus bienes. Y, en pleno invierno,
andaba en taparrabos", lo esboza Antonio Caeiro, director de A volta dos nove, producido por O Faiado.
La cinta quiso
recuperar el recuerdo de los asesinados en la curva de Baredo y, de
paso, la de ambos hermanos, cuya persecución fue el origen de la
matanza. "Escarbé en su historia porque apenas se sabía nada de ellos",
manifiesta a Público el autor de la tristelogía, nombre con el que bautizó una trilogía que se completa con Aillados y A memoria nos tempos do wolfram. "Eran dos hermanos muy queridos, como lo había sido su madre, Inés". De ahí el apodo de los Ineses.
Caeiro, al igual que muchos paisanos de la comarca de Val Miñor,
evocaba los asesinatos de una manera difusa. Un relato oral, que lo
había cautivado desde niño, estilizado por un realismo más trágico que
mágico. "Desde su muerte, comenzaron a aparecer cruces en la tierra,
hasta que la construcción de una carretera provocó que las pintasen de
rojo en una roca, enfrente de la escultura del artista Fernando Casás
que hoy les rinde homenaje".
En Galicia hubo
matanzas más cruentas, si bien esas marcas que indicaban el lugar de las
ejecuciones provocaron que nunca se dejase de hablar de esta crónica
negra, convertida en leyenda. ¿Quién dibujaba las cruces? Las
respuestas señalaban a los familiares, a las lecheras que atravesaban el
camino, a una señora que había perdido el juicio, pero no la justicia…
Hipótesis que alcanzaban lo sobrenatural: sus autores, decían algunos,
eran los nueve.
"Es la memoria de la memoria: cuéntale a los otros que aquí sucedió algo.
Una resistencia social silenciosa, aunque muy efectiva", explica
Caeiro, quien apunta otro rasgo que dramatizó todavía más la desgracia.
Los verdugos no habían venido de lejos para evitar que la sangre
empapase las relaciones entre conocidos: "Gente de Baiona matando a
gente de Baiona. Gente del Val Miñor matando a gente del Val Miñor.
Vecinos matando a vecinos".
Esa singularidad disipó el anonimato: todos sabían quiénes eran los ejecutores. Y, si bien durante muchos años campó el silencio,
verbalizado sólo por las cruces, con el paso del tiempo algunas viudas o
huérfanos comenzaron a señalarlos. "Cuando los familiares perdieron el
miedo, cayó el muro de impunidad de la que gozaban los asesinos", señala
el director del documental, que recoge el testimonio valiente de
Manuela Lijó.
Un hombre, cuando iba a ver a sus suegros a Sabarís, pasaba por delante
de su casa en bicicleta y acostumbraba a gritarle que iba a atropellarle
una gallina. Hasta que comentó la anécdota y su madre le dijo: "No le
hables a ése, porque fue quién mató a tu padre". Días después, volvió a
gritarle: "¡Un día te voy a matar una gallina!". Entonces, ella le
respondió: "No me importa, ya mataste a mi padre...". Nunca volvió a
tomar ese camino.
La nieta de otra
víctima, Generoso Valverde, recuerda que la familia no hablaba del tema,
excepto en la intimidad del hogar. "Mi abuela estaba esperando que
muriese Franco para poder hacerlo ella. Y cuando falleció el dictador,
ella también se murió", confiesa a Público Rosa Mari, quien lamenta la situación de precariedad en la que se quedó su viuda, Aurelia, con tantas bocas que alimentar.
Su marido tenía 37
años, era marinero y vivía en Panxón. "No poseían nada y se quedó con
seis hijos a su cargo. Se vieron forzados a emigrar a Uruguay porque
estaban marcados por comunistas, sobre todo mi padre, y por la situación
económica que atravesaban", explica Rosa Mari Valverde, quien
detalla que su abuelo no había hecho nada para ser encarcelado. "Lo
denunció el cura porque era ateo, no iba a misa, ni bautizó a ningún
hijo. Lo tenía atragantado".
La represión
El 24 de julio de
1936 el Ejército entró en la comarca de Val Miñor y muchos se echaron al
monte, aunque algunos terminarían entregándose. "Casi ninguno se salvó.
El que cambió la chaqueta, sí. De la noche a la mañana, camiseta
falangista al hombro y a zafar la piel. Pero el que tenía las ideas no
cambio y lo jodieron. Las armas las tenían ellos", rememora Vicente
Valverde, hijo de Generoso.
Los Ineses, en cambio, permanecieron huidos y se refugiaron en la casa del anciano ciego, donde servía Dolores Samuelle, Perfecta,
quien a sus 71 años también sería asesinada por los falangistas.
Durante el asalto, uno de ellos fue herido de muerte. La carrera de los
hermanos López duraría poco, aunque Luís intentó saltar la tapia del
cementerio de Sabarís, donde yacían los restos de su madre. Allí
también serían sepultados ellos, pero el desprecio continuaría bajo
tierra: tres cadáveres amontonados, uno encima del otro; en medio, el de
Perfecta.
"La muerte de
Refojo desencadena la brutalidad, el ansia de venganza, la idea del
escarmiento y el terror", escriben Xosé Lois Vilar y Carlos Méixome en A Volta dos Nove: notas para unha historia da represión franquista no Val Miñor, publicado en la revista de historia Murguía.
El cabo Manuel González Pena y sus secuaces intentaron sacar de la
cárcel de Vigo a los hermanos Villafines, significados republicanos,
pues Agustín había sido alcalde de Baiona y, junto a José, habían
intentado frenar en vano la toma del pueblo por las tropas rebeldes.
Sin embargo, un
oficial de la Guardia Civil se negó a entregarlos, por lo que la banda
se desplazó hasta un frontón donde habían confinado a otros detenidos.
Allí subieron en una furgoneta a nueve hombres, quienes serían torturados
en Baiona y luego asesinados en una carretera cercana. No hubo testigos
oculares, aunque los tiros fueron escuchados por los marineros que
faenaban en el mar y por unos trabajadores que iban en carro a una
cantera.
"Sabe dios cómo
los mataron y lo que hicieron antes con ellos", se escucha en el
documental, donde se relata que una mujer encontró dos dedos en el
lugar, los envolvió en un pañuelo y los enterró en el cementerio.
"Íbamos a la escuela y llegó un camión, bajó un hombre ensangrentado y
nos dijo: Denos un cubo de agua para lavarnos, que venimos de matar a nueve cerdos. Fuimos a ver los nueve cerdos y resulta que eran nueve hombres", relata Liberata González.
Ella conocía al
único matón que logró ver, perteneciente a "la familia más rica de
Baiona". Eugenio Rodríguez también apunta hacia los autores,
intelectuales o ejecutores, de éste y otros crímenes: "Toda la gente que
se metió a matar era gente grande. No veías a ningún pobre, porque
estaban siempre escapados". Vilar y Méixome detallan que las
"detenciones masivas" fueron sustituidas en agosto de 1936 por
"asesinatos selectivos con el fin de atemorizar a la población". El
objetivo: la "eliminación de los dirigentes sociales leales a la
República"
Resistencia simbólica
Herminio Ramos,
alcalde de Baiona tras el golpe de Estado, escribe en su diario el 16 de
octubre de 1936: "En el día de hoy aparecen muertos a la orilla de la
carretera más allá de la fuente de San Roque nueve hombres que
resultaron ser vecinos de esta villa, calificados de rojos presos en
Vigo, siendo sepultados en el cementerio. También se le da sepultura en
esta villa al falangista Luis Refojos, muerto a consecuencia de las heridas hechas por los hermanos López".
Ramos describe
ese entierro como un "acontecimiento", debido a las "numerosas coronas" y
a la asistencia de falangistas y balillas de Vigo, Cangas, A Guarda y
Sabarís. "Al de los rojos, guerrilleros y presos, no le acompañó
el más mínimo ceremonial. No es un asunto insignificante, remite a esa
victoria total que los sublevados buscaban", escribe Ana Cabana en Sobrellevar la vida. Memorias de resistencias y resistencias de las memorias al franquismo.
Nada se sabe
pues de sus cuerpos, pero sí de su recuerdo, que sigue vivo en la curva
de una carretera donde un alguien plural comenzó a perpetuar sus figuras
en forma de cruces, así en la tierra como en una pared cuyo horizonte
se pierde en el cielo." (Henrique Mariño, Público, 18/02/20)
"No era
suficiente con matar físicamente al enemigo, debía ser aniquilado
también en lo psicológico. La ausencia de ritos y protocolos habituales a
la hora de la sepultura [véase la impía manera de enterrar a los
Ineses y a la cuidadora del invidente] era una forma de hacerlo, era un
modo de represión que se sumaba al hecho de quitar la vida, a la
represión física", añade la historiadora de la Universidade de Santiago,
quien alude en su investigación a las "fórmulas igualmente alegóricas
que las comunidades activaron para tratar de aliviarla".
Durante cuatro décadas, las cruces fueron una muestra de resistencia simbólica,
no sólo en homenaje a las víctimas, sino también contra los represores.
"Luis Refojo era malo como la sarna. El cabo Pena mejor no decir lo que
era. El guardia Baltasar, otro perro. Y el Negro de Sabarís, que se
apuntó de falangista y, siendo su amigo más grande, fue a matarlos",
describe Eugenio Rodríguez a los asesinos de los Ineses.
Acorralado, uno
de los hermanos López decidió rendirse, pero no hubo clemencia y recibió
un tiro en la cabeza. "Después de muerto, aún le daban patadas y lo
arrastraron como a un perro". Otras personas que protagonizan el
documental no sólo tienen malas palabras para ellos, sino que dejan
claro que fueron maldecidos por la comunidad, uno de los gestos —junto a
no asistir a sus entierros— a los que alude Cabana, autora de Entre a resistencia e a adaptación. A sociedade rural galega no franquismo.
"No desearle una
buena muerte ni la vida eterna al difunto implicaba romper con algo muy
importante, pues esas normas estaban muy asentadas en su
comportamiento", explicaba la historiadora en este reportaje sobre la resistencia pacífica en el campo. Así, Manuela Lijó califica a los represores de Baiona como "cuatro mangantes" y rememora un comentario de su madre: Tú vas a pagarlas.
"Y las pagó… Porque aquel hombre, que siempre insultaba a mamá,
falleció de mala muerte. Es más, todos murieron como ellas quisieron".
Al cabo Pena,
"ascendido a teniente como reconocimiento a la crueldad ejercida", se
lo llevó un cáncer a los 65 años. Unos padecieron enfermedades
dolorosas, otros sufrieron accidentes de coche y muchos acabaron
alcoholizados y cirróticos, según Caeiro, quien recuerda a un marinero
desnortado que, preso del pasado, se ponía a gritar en su barca que los
muertos lo perseguían y empezaba a remar a toda prisa para alejarse de
la represión que había faenado.
"Esa justicia
divina no es válida. El asesinato debe ser pagado con un juicio y no con
un mal que te envía Dios. A unos les provocaría enfermedades, pero a
otros les dio una salud de hierro", cree Caeiro, quien supone que
aquellos crímenes terminaron pesando en su conciencia. "Durante las
persecuciones, eran muy chulos y carecían de moralidad, aunque los
remordimientos surgen en algún momento. Seguían viendo a los familiares
de las víctimas y muchos se dieron a la bebida, porque para ellos tenía
que ser insoportable".
Cabana subraya
que tanto en Baiona como en otros lugares "no faltaron signos visibles
que evidenciaran el rechazo hacia las estructuras de poder que se
impusieron por la fuerza". Las nueve cruces, pues, eran una forma de
"disidencia" propia de la resistencia simbólica y una muestra de "memoria subversiva",
en palabras de la historiadora de la Universidade de Santiago. El medio
de los vencidos para producir mitos que renovasen "los universos
simbólicos propios de las comunidades rurales" con los que evidenciaban
su repulsa.
"La construcción
de recuerdos —y de los relatos que de ellos derivan— en los que
cristalizan imágenes míticas cuya finalidad era recriminar un hecho o
acción que no se podía verbalizar en voz alta sin exponerse a la represión franquista,
por ir en contra o alejarse del discurso oficial del régimen, del
lenguaje oficial de los vencedores", apunta Cabana, quien destaca la
"ruptura de los marcos de representación" franquistas.
Doble olvido
El historiador
Carlos Méixome descarta que, aunque a veces se piense lo contrario, no
hubiese una trasmisión de la memoria. "Existió, pero de forma
escondida". Otra veces, también furtiva, como las cruces que comenzaron a
aparecer en la curva de Baredo. "Los falangistas o quienes se
veían interpelados se afanaban en borrarlas para evitar que se
transmitiese el recuerdo de los ejecutados. Sin embargo, volvían a
aparecer al instante".
No obstante, se
dio la paradoja de que en los albores de la democracia comenzaron a
desaparecer, hasta que con la construcción de la nueva carretera
volvieron a ser pintadas en un talud, perpetuando una tradición que se
había extinguido. "La matanza quedó arrinconada, lo que forma parte de
la indignidad del proceso de la transición, porque suponía un doble
olvido". Salimos de la dictadura, insiste el exdirector del Instituto de
Estudos Miñoranos (IEM), pero caímos en la amnesia.
Los testimonios
recogidos por Caeiro desempolvarían décadas después aquella infamia.
"Era un sinvergüenza, un abusador de mujeres", denuncia Cándido Alonso
cuando evoca al despiadado cabo Pena, un hombre temible conocido por sus
palizas. "Le teníamos miedo", reconoce en el filme, cuyo proceso de
documentación tropezó con los atrancos del Concello de Baiona, entonces
en manos del PP, que según el director no permitió el acceso a sus
archivos.
Otros
testimonios esculpen los feroces actos de sus secuaces, mientras que
califican como "humanitarios" y "buenas personas" a los hermanos López,
cuya madre fue cubierta con una bandera republicana cuando murió. Un
entierro multitudinario y silencioso en Sabarís, sin curas ni música.
Las voces volvían a traspasar las paredes de sus casas, transmitiendo a
quien quisiera escuchar la feroz represión sistemática desatada a
finales de julio de 1936, que condujo a tantos republicanos a las
cárceles y a las cunetas.
Méixome subraya a Público
que para entender la inmortalidad de aquellas cruces hay que remontarse
a sus orígenes. "Un crimen brutal en venganza por la muerte de un
falangista. Un castigo a los hipotéticos amigos de los hermanos huidos,
aunque fuesen inocentes. Unas ejecuciones, precedidas de torturas, que
causaron un impacto tremendo entre la población, porque no dejaban de
ser una advertencia". El historiador apunta al cabo Pena como
instigador, pues representaba al mando militar, en este caso la Guardia
Civil. "No tenía ningún escrúpulo", zanja Rosa Mari Valverde.
Manos anónimas
El escritor Xosé Luís Méndez Ferrín descubrió las cruces en 1972 y detalló la sensación que le causó verlas, alumbradas por un luar
que permitía conjeturar que podrían haber sido trazadas con un dedo. La
luz de luna le reveló un pasaje funesto que desconocía, pero que había
sido mantenido vivo durante generaciones. "Noche tras noche, una mano,
muchas manos anónimas dibujaban en recuerdo de los muertos nueve cruces
en el lugar del fusilamiento", rememoraba en el Faro de Vigo.
"La leyenda cuenta que nunca la Guardia Civil ni las autoridades fascistas
consiguieron detener ni identificar a quienes dibujaban incansables,
año tras año y casi todas las noches, nueve cruces que luego desharía el
viento o las botas totalitarias", escribía en la columna Na Volta dos Nove,
donde valoraba la tenacidad de quienes "memorizaban de modo conmovedor a
aquellos mozos inmolados". Y él mismo, antes de abandonar el lugar,
cogió un palo y horadó la tierra, perpetuando hondamente la memoria.
Vicente Valverde
apela al coraje de las gentes durante el franquismo. "Había que echarle
valor, porque cuando empezaron a aparecer aquello fue muy perseguido".
La Guardia Civil, según Liberata González, "se volvió loca buscando a
quién las pintaba y nunca fueron capaces de coger a nadie". Manuela Lijó
asegura que vigilaron a una mujer, pero tampoco la pillaron in
fraganti. "Pobrecilla… Tenía arte".
Otra voz asegura que el testigo pasó de una persona a otra. Cada vez que iba a morir, le encomendaba la labor a alguien. Y, por miedo
a que el arcén fuese asfaltado, la última ordenó que fuesen pintadas en
una roca, según Evaristo Cabral, ahijado de una víctima. "Todo el mundo
marcaba las cruces. No fue sólo una señora. A la gente no le gustó
aquel hecho y hubo una oposición terrible. ¿Por qué tenían que haberlos
matado? Fue una venganza del cabo Pena", concluye Teresa Cabral, hermana
de uno de los ejecutados.
Méixome sostiene
que nunca se supo el nombre del autor o los autores. "Una memoria
firmada no se sabe por quién. Un ejercicio de memoria colectiva. Una
especie de Fuenteovejuna", compara el historiador, quien describe la
impronta urgente de las "manos anónimas y secretas" que nunca se
cansaron de trazar una larga línea horizontal atravesada por otras
pequeñas: la señal de la cruz. "Que se sepa no hubo detenidos, pero el
enfado de las nuevas autoridades era mucho", apuntaba en la revista Murguía.
"Ésta es la
historia que, de haber sido conocida por Bertolt Brecht, podría haber
formado parte de su elección de cuadros ilustrativos del horror bajo el
Tercer Reich. Es una historia a la espera de un gran poema
épico-lírico", escribía Méndez Ferrín, autor de Arraianos y
exdirector de la Real Academia Galega, sobre "las cruces de la rabia y
de la memoria del holocausto gallego" pintadas por aquellos que habían
permanecido leales a la causa de sus muertos.
Modesto Fernández, 47 años, marinero, casado y con seis hijos.
Generoso Valverde, 37 años, marinero, casado y con seis hijos.
Manuel Francisco Lijó, 34 años, marinero, casado y con cinco hijos.
José Rodríguez, 45 años, marinero, casado y con cinco hijos.
Manuel Aballe, 41 años, marinero, casado y con dos hijos.
Felicísimo Antonio Pérez, 44 años, marinero, casado y sin hijos.
Fidel Leyenda, 51 años, marinero, casado y sin hijos.
Elías Alejandro Gonda, 36 años, labrador, casado y con tres hijos.
Manuel Barbosa, 30 años, herrero, casado y con cuatro hijos.
La mayoría de los huérfanos eran menores.
Su delito: ser anarquistas
Casi todos los asesinados estaban afiliados al Sindicato de Industrias Pesqueras El Despertar del Valle de Panxón y al Sindicato de Marineros de Baiona, vinculados a la Federación Regional de Industria Pesquera, perteneciente a la CNT,
en la que también militaba Pepe López, cuya detención desencadenaría la
matanza. Entonces, la Confederación Nacional del Trabajo contaba entre
sus filas con cientos de marineros de Val Miñor, quienes hacían gala de
su espíritu anarquista.
Manuel Lijó pintó en su flamante gamela, una típica embarcación gallega, la proclama UHP, es decir, Uníos Hermanos Proletarios.
Había perdido una barca en un temporal y sus compañeros hicieron un
fondo común para comprarle una nueva. "Aquella sigla fue una de las
excusas para detenerlo por haberse significado políticamente, aunque
todas las referencias sobre los cenetistas son indirectas, pues las
tropas rebeldes entraron en las sedes y requisaron los archivos",
explica a Público el historiador Xosé Lois Vilar.
Las listas de
los militantes de la CNT nunca trascendieron, pues tras el paso de los
soldados no quedó ninguna documentación. El vicedirector del Instituto
de Estudos Miñoranos señala sin embargo que la represión contra ellos
fue encarnizada. Tras la toma de Baiona, los fugados fueron detenidos o
se entregaron, excepto los Ineses y Manuel Prado, apodado Lolito.
También era anarquista y, aunque estaba afiliado al sindicato marinero
de Panxón, trabajaba como carpintero en las cocheras del tranvía de
Vigo.
Allí lo
ejecutaron al final de la guerra, condenado a muerte por rebelión
militar tras integrar una partida que actuaba por los montes de
Gondomar. "Algo haría, pero hasta que fue detenido en 1938 lo usaron
como chivo expiatorio, pues le habían atribuido todo tipo de
robos, atracos y asesinatos", asegura Vilar, quien rememora que fue
arrestado junto a tres mujeres que le habían dado cobijo: una anciana
ciega, su hija y su sobrina. Alguien vio ropa masculina tendida y, dado
que en aquella casa no vivía ningún hombre, dio el chivatazo.
"Una de ellas,
Rogelia Cabreira, fue condenada a quince años por prestar auxilio a
huidos y encerrada una prisión de Tarragona", detalla el historiador,
quien establece un paralelismo con el caso de Pepe López, también de la
CNT, refugiado en la vivienda del invidente hasta que fue descubierto
junto a su hermano. A los falangistas no les bastó con matar a la señora
que lo cuidaba, sino que regresaron para quemarle su biblioteca. "Tenía
una buena colección, aunque no sería precisamente de libros de misa",
ironiza Vilar, quien participó como arqueólogo en los trabajos de
exhumación de los nueve de Baredo.
No hallaron sus
restos. "La esquina del cementerio era un osario. Ninguno de los cráneos
que encontramos presentaba signos de violencia y sabíamos que habían
sido tiroteados desde lejos y luego rematados con un disparo en la
cabeza. De hecho, en el simulacro de la autopsia que les hicieron
constaba que tenían hemorragias en distintas partes de su cuerpo",
explica el historiador.
Los nueve fueron arrojados a una fosa común
y el tiempo borró su rastro. El intento de exhumarlos fue en vano, pues
es probable que en su día fuesen trasladados por sus familias. "Cuentan
que, en los años cuarenta, las viudas vinieron en tranvía y los hijos
en gamela en busca de sus restos, que habrían sido entregados por
el enterrador", especula el historiador respecto a esa hipótesis
transmitida por fuentes orales.
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