"Los libertadores llegan a caballo y con metralletas, en una mezcla
inolvidable de modernidad y pasado.
Los cuatro soldados soviéticos se
detienen al otro lado de las alambradas del campo de Monowitz.
Pertenecen al Primer Ejército del Frente Ucraniano del mariscal Konev. Están acostumbrados a ver ciudades destruidas, pueblos arrasados, el rastro que deja el ejército alemán en su retirada.
“Nos parecían asombrosamente corpóreos y reales –escribirá Primo Levi en La tregua–,
suspendidos (la carretera estaba más elevada que el campo) sobre sus
enormes caballos, entre el gris de la nieve y el gris del cielo,
inmóviles bajo las oleadas de viento húmedo y amenazador del deshielo”.
Para Levi, la liberación llegó el 27 de enero de 1945, el mismo día que los soviéticos alcanzan Auschwitz.
Ha sobrevivido gracias a un depósito de patatas enterrado en la nieve. A
su alrededor, los más enfermos imploran agua, comida, ayuda. El campo
está lleno de cadáveres, muertos en sus camas, desperdigados a la
intemperie allí donde han fallecido de hambre, sed, escarlatina, tifus o
de un tiro de los soldados de las SS. La liberación llega tarde para centenares de presos, demasiado débiles para recuperarse.
Entre los supervivientes hay un judío holandés. Se llama Otto Frank, y
durante dos años se ha ocultado con su familia en un piso de Ámsterdam,
hasta su detención y envío a Auschwitz. Otto ignora el destino de su
familia, también presa en el campo. Su mujer, Edith, ha muerto de
inanición apenas tres semanas antes. Sus hijas, Margot y Ana, caminan hacia el oeste en una de las “marchas de la muerte”.
“No costaba seguir los rastros de ese ‘calvario’, porque a cada cien
metros se encontraba un detenido muerto de agotamiento o fusilado”,
escribe el comandante de las SS Rudolf Höss en sus memorias. “A la
salida de una aldea, una mujer sentada en un tronco cantaba una nana a su hijo.
Pero el niño estaba muerto, y su madre, loca”. Margot y Ana Frank
sobreviven al viaje, pero mueren de tifus en Bergen el Belsen dos meses
más tarde. Diseñado para 8.000 presos, el campo encierra a más de
cincuenta mil.
Muchos vienen de Auschwitz, como su comandante, Josef Kramer, segundo de Rudolf Höss durante años. Los británicos liberan Belsen el 15 de abril y
capturan a Kramer. Abrumados por la magnitud del crimen, no tardan en
juzgarlo. En su declaración, Kramer confiesa que Höss supervisó la
construcción de las cámaras de gas y crematorios de Auschwitz. Kramer
muere en la horca. Es el destino que espera a su antiguo jefe, pero
capturarlo no será fácil.
Sálvese quien pueda
El 5 de mayo de 1945, Himmler se reúne con los principales mandos de
las SS en la Escuela Naval de Muerwik. “Les doy hoy mi última orden.
¡Desaparezcan en la Wehrmacht!”, escucha sorprendido Höss, decepcionado
por el sálvese quien pueda. El comandante de Auschwitz se disfraza de marinero.
El ardid funciona. Lo capturan, pero no lo identifican y queda en
libertad. Höss emprende una nueva vida como granjero, un oficio adecuado
para la operación que llevará a su captura: Haystack, “pajar”.
El teniente británico Hans Alexander, un judío berlinés
refugiado en Londres, es el hombre encargado de cazarlo. El deber y la
venganza se entremezclan en su misión. “Mi mayor placer es ir por ahí a
la caza de esos miembros de las SS”, escribe Alexander a su hermana.
Para encontrar la aguja en el pajar, Alexander detiene a la esposa de Höss.
Hedwig niega una y otra vez que su marido esté vivo, hasta que la
amenazan con enviar a su hijo adolescente a Siberia, aprovechando el
ruido de un tren que llega a través del ventanuco de la celda.
Asustada, confiesa que su marido se oculta en Gottrupel, muy cerca de la frontera danesa. La noche del 11 de marzo de 1946, Alexander detiene a Höss.
Al cabo de tres días, tras ser duramente golpeado, firma una confesión
de ocho páginas. “El mal ambiente de Auschwitz [...] me acabó
transformando en otro hombre: me encerré en mí mismo y me hice duro e
inaccesible”, escribe Höss en la celda de la prisión de Cracovia, donde
un tribunal polaco lo juzga por crímenes de guerra.
En sus memorias, Höss no se arrepiente de haber dirigido el mayor campo de exterminio nazi,
tan solo de no haber dedicado más tiempo a su familia. “Se le puede
creer cuando afirma que nunca ha disfrutado al infligir dolor y al matar
–escribirá Primo Levi en el prólogo–. No ha sido un sádico, no tiene
nada de satánico [...] en un clima distinto del que le tocó crecer,
según toda previsión, Rudolf Höss se habría convertido en un gris
funcionario del montón, respetuoso de la disciplina y amante del orden”.
El 2 de abril de 1947, Höss es sentenciado a morir en la horca.
Auschwitz, el campo que ha dirigido con mortal eficacia, será su
patíbulo. “Pensé que proclamaría la gloria de la ideología nazi por la
cual iba a morir. Pero no. No dijo una sola palabra”, recuerda Stanislaw
Hantz, guardia polaco del campo.
Antes de ser juzgado, Höss testifica en Núremberg. Su
declaración hunde a Göring, que se percata de la imposibilidad de salir
indemne de aquel juicio: “Siempre que se mencionen nuestros nombres, la
gente pensará solo en Auschwitz o Treblinka. Es como un reflejo”.
En el banquillo de Núremberg se sientan también varios directivos de
I.G. Farben, el gigante químico que ha alimentado la máquina bélica de
Hitler, el fabricante del Zyklon B, el veneno de las cámaras de
gas. Höss ha dado a la I.G. Farben todo lo que ha precisado para su
fábrica, empezando por decenas de miles de trabajadores esclavos. De los
24 directivos juzgados, solo 13 son declarados culpables. Sus penas son
irrisorias –entre uno y ocho años de cárcel–, pese a las pruebas que
documentan que solo en un experimento médico de la empresa murieron 150
prisioneras.
Las autoridades polacas serán más duras. En noviembre de 1947 juzgan a 41 mandos del campo. Sentencian a muerte a 23, incluidos Maximilian Grabner, jefe de la Gestapo en el campo,
y Maria Mandl, la sádica comandante del campo femenino. Son la
excepción. De los 6.500 miembros de las SS que trabajaron en Auschwitz,
solo 750 son condenados, poco más de un 10%. La mayoría puede afirmar
sin mentir que no ha servido en las cámaras de gas.
Como el hombre que planificó el crimen. El 20 de mayo de 1960, Adolf
Eichmann es secuestrado en Buenos Aires por un equipo de agentes
israelíes. Responsable directo de la “solución final”, Eichmann es juzgado en Jerusalén, declarado culpable de crímenes de guerra y
colgado el 31 de mayo de 1962. La información que ha permitido su
captura la ha facilitado a los israelíes Fritz Bauer, fiscal general de
Fráncfort.
Bauer desconfía de la voluntad de las autoridades alemanas de juzgar a
los criminales nazis. Se siente solo, pero en diciembre de 1963, tras
años de esfuerzos, logra sentar en el banquillo a 22 mandos de Auschwitz.
“Yo no fui responsable. Solo fui un mandado. Solo cumplía las órdenes
de mis superiores”, declara Oswald Kaduk emulando la argumentación de
Eichmann en Jerusalén.
Testifican 211 supervivientes contra los acusados, entre los que se
encuentran Robert Mulka, encargado del suministro de Zyklon B, o Victor Capesius, el siniestro “farmacéutico” de Auschwitz.
Solo seis son condenados a cadena perpetua. La demanda de justicia de
los muertos, expresada en un poema anónimo polaco, no será atendida.
Como tampoco la petición de los vivos de bombardear el campo.
¡Bombardead Auschwitz!
El 11 de enero de 2008, apenas unos días antes de dejar la
presidencia de Estados Unidos, George W. Bush visitó el museo Yad Vashem
de Jerusalén. Tocado con la kipá judía, depositó una corona de flores
sobre el monumento bajo el que descansan las cenizas de víctimas del
Holocausto procedentes de seis campos de exterminio nazis. El director
del museo, Avner Shalev, dijo a los medios que Bush lloró en al menos dos ocasiones y que, ante una de las imágenes aéreas de Auschwitz, comentó: “Deberíamos haberlo bombardeado”.
El debate sobre si los aliados podían haber destruido las cámaras de
gas y las vías férreas que llegaban a Auschwitz sigue abierto, y plantea
una cuestión más amplia: ¿con qué detalle conocían los aliados el funcionamiento de Auschwitz
y otros campos de exterminio? ¿Por qué no utilizaron sus bombarderos
para destruir las cámaras de gas? ¿Cuántas vidas se habrían salvado?
Las primeras noticias sobre el exterminio llegaron a Inglaterra en 1941, gracias a los agentes del gobierno polaco en el exilio. En julio del siguiente año, la Polish Fortnightly Review publicó
un listado con 22 campos de concentración nazis, incluido Auschwitz. A
comienzos de 1943, “el gobierno británico conocía con certeza la
existencia de la campaña de exterminio sistemático desplegada por los
nazis –afirma el especialista Laurence Rees–, e incluso estaba enterado
del número de víctimas mortales que se cobraba cada uno”.
El historiador norteamericano David Wyman sostiene que británicos y estadounidenses retrasaron la difusión del Holocausto para
evitar una inmigración masiva de judíos de Europa oriental. En marzo de
aquel año, durante un debate en Washington, el ministro de Asuntos
Exteriores británico Anthony Eden afirma que los aliados deben “proceder
con mucha cautela respecto a la posibilidad de sacar a todos los judíos
de un país [...] Hitler puede muy bien aceptar una oferta de este
tipo”.
En la primavera de 1944, Eichmann propone cambiar la vida de un millón de judíos por 10.000 camiones.
Los aliados nunca tomarán en serio su propuesta. Tampoco Eichmann, que
envía a la muerte a casi medio millón de judíos húngaros mientras finge
negociar con sus vidas.
Un año antes, la diputada Eleanor Rathbone ha pedido en la Cámara de
los Comunes que Gran Bretaña abra sus fronteras a los judíos de
Bulgaria, Hungría y Rumanía. Rathbone intuye lo que va a suceder:
“Si la sangre de quienes han perecido innecesariamente durante esta
guerra fluyera a lo largo de Whitehall, ahogaría a todos cuantos hallara
en estos tristes edificios que albergan a nuestros gobernantes”.
Las fronteras seguirán cerradas, incluso cuando Roosevelt
admita la magnitud del crimen. “El asesinato sistemático al por mayor de
los judíos de Europa prosigue sin cesar cada hora que pasa”, escribe en
un comunicado a la prensa del 24 de marzo de 1944. Poco después, el
presidente tiene la oportunidad de actuar: Auschwitz queda por fin
dentro del radio de acción de los bombarderos estadounidenses que operan
en las bases italianas.
En junio, los aliados conocen con todo detalle el macabro
funcionamiento de Auschwitz gracias a cuatro evadidos. Su informe,
conocido como Los protocolos de Auschwitz, localiza las cámaras de gas y los crematorios de Birkenau. El 18 de ese mes, la BBC informa sobre el campo y, dos días más tarde, The New York Times publica
el primero de tres reportajes sobre las cámaras de gas. La organización
World Agudath Israel y el Congreso Mundial Judío piden a los aliados el
bombardeo de Auschwitz.
Pero los bombarderos estadounidenses no liberarán a los presos del campo. El 7 de julio dejan caer sus proyectiles sobre las refinerías de petróleo
próximas a Auschwitz. El 20 de agosto se produce un nuevo ataque, y el
13 de septiembre una de las vías férreas del campo queda dañada.
No intentan detener la masacre. Si dañan Auschwitz es solo por error, por que las solicitudes judías han sido rechazadas a finales de junio y principios de julio. Apenas ha pasado un mes del Día D,
y el secretario adjunto de Guerra estadounidense, John McCloy,
argumenta que los aviones son imprescindibles en “operaciones
decisivas”.
En Londres, los británicos sostienen que el campo está fuera de su
radio de acción. El debate sobre qué hubiera pasado sigue abierto. Quizá
los bombardeos no habrían evitado la muerte de centenares de miles de
judíos húngaros. Quizá centenares de presos hubiesen muerto alcanzados
por las bombas aliadas. Quizá los nazis habrían reparado su fábrica de
muerte igual que reparaban sus otras fábricas. No se sabe qué hubiera pasado. Sí lo que sucedió.
Según Laurence Rees, “no se realizó un apropiado reconocimiento aéreo
del campo, no se elaboró ningún estudio de viabilidad [...] el tono desdeñoso de algunos documentos sugiere
con insistencia que nadie se molestó realmente en conseguir que el
bombardeo de Auschwitz se convirtiera en una prioridad”.
Contar para vivir
Robert Antelme no tiene un número tatuado en su antebrazo izquierdo.
No regresa a París desde Auschwitz, sino desde Gandersheim, un pequeño
campo dependiente de Buchenwald. El resistente francés no ha sobrevivido
a un campo de exterminio, no es judío, pero su paso por Dachau, Buchenwald y Gandersheim lo ha marcado para siempre. Para vivir necesita contar lo que ha sufrido, el horror que ha visto padecer a otros.
“Hablar, escribir son, para el deportado que regresa, una necesidad
tan inmediata y perentoria como su necesidad de calcio, azúcar, sol,
carne, sueño, silencio”, escribe el novelista Georges Perec, amigo de
Antelme. Pero en la Europa de la posguerra pocos escuchan. Antelme publica La especie humana en 1947, el mismo año que aparece la primera edición de Si esto es un hombre, el gran relato de Primo Levi sobre su paso por Auschwitz.
Un año antes, Viktor Frankl, otro superviviente, publica Un psicólogo en un campo de concentración, título original de El hombre en busca de sentido.
Sus obras tardan una década en convertirse en los clásicos que son hoy.
En su testimonio, fundamental para reconstruir un horror inverosímil,
late la culpabilidad del superviviente. Un castigo que no todos
pueden soportar. “Los mejores de entre nosotros no regresaron a casa”,
escribe Frankl en el prólogo de su relato.
Es lo que siente Sol Nazerman, el protagonista de El prestamista (1964),
de Sydney Lumet, la primera película estadounidense que se acercó al
Holocausto a través de un superviviente. Nazerman ha sobrevivido a
Auschwitz, pero ha perdido a su mujer y a sus hijos, al hombre que fue.
“¿Siente culpa por haber sobrevivido a los campos?”, pregunta el dibujante Art Spiegelman a su psicólogo en una de las viñetas de Maus.
“No..., solo tristeza”, contesta el médico, que sí cree que Vladek,
padre de Art, se siente culpable por haber sobrevivido y que por eso se
ha tornado un anciano imposible.
Para narrar en viñetas lo que le parece inenarrable, el paso de sus padres por Auschwitz, Spiegelman convierte a los judíos en ratones y a los alemanes en gatos. Como otros clásicos sobre Auschwitz, Maus tardó
años en ser reconocido, pero en 1992 se convirtió en el primer cómic en
ganar el Pulitzer. Pese a la máscara de ratón de sus protagonistas, es
uno de los relatos más completos y emotivos de la destrucción de los
judíos europeos.
“De niño –recuerda Art Spiegelman–, recuerdo a mis amigos
preguntándole a mi madre por el número que tenía en el brazo y que ella
les contestaba que era un teléfono que no quería olvidar”. Sus amigos no
son polacos, como sus padres, sino neoyorquinos. Como la mayoría de los
judíos supervivientes, los Spiegelman dejaron Europa. Algunos lo
hicieron tras encontrar sus casas ocupadas. Los supervivientes buscan
un destino donde vivir, pero también un destino por el que vivir.
“El superviviente no es trágico, sino cómico, porque carece de
destino. Por otra parte, vive con una conciencia trágica del destino”,
hace decir Imre Kertész al protagonista de Sin destino, la novela de su paso por Auschwitz. Hoy, lo que Auschwitz sigue planteando es: ¿qué seríamos capaces de hacer para sobrevivir?, ¿podríamos convertirnos en asesinos de masas?" (Joaquín Armada, La Vanguardia, 27/01/20)
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