"Organizarán los campos de concentración con los
elementos perturbadores, que emplearán en trabajos públicos, separados
de la población". Esta fue la orden enviada por Franco a sus generales
el 20 de julio de 1936, solo dos días después de la sublevación militar.
Era el inicio de un plan represivo y controlador de los que iban a
convertirse en derrotados.
"La represión es el capítulo más estudiado
hoy por los historiadores", asegura Ángel Viñas,
catedrático emérito de la Universidad Complutense de Madrid,
especializado en el conflicto español y el franquismo. Ejemplo de este
interés es la reciente aparición de Los campos de concentración de Franco, del periodista Carlos Hernández de Miguel (Ediciones B), que aborda una cuestión en la que fue pionero, en 2005, el libro Cautivos, de Javier Rodrigo (Crítica). "Ha sido una cuestión oculta tradicionalmente", continúa Viñas.
Cientos de miles de personas padecieron en sus
carnes, durante la contienda y tras esta, la terrible vida en un campo
de concentración. "Lo de la latita de sardinas y la falta de agua fue
continuo. En Miranda [de Ebro] dormíamos en el puñetero suelo, en el
barro", contaba el militante anarquista Félix Padín en Cautivos.
"Fueron espacios en los que se interna, clasifica y reeduca a
prisioneros de guerra", dice Rodrigo, doctor en Historia Contemporánea.
No obstante, la organización de este mastodonte se caracteriza por la
improvisación. "Lo de la eficiencia de los sublevados es un mito",
señala Rodrigo.
Los campos empezaron "de manera irregular, entre
noviembre y diciembre de 1936, porque fracasa el golpe y aumentan, sobre
todo, tras la campaña del Norte, en marzo del 37, cuando se toma a
90.000 prisioneros, solo en Santander, 30.000", continúa este
historiador, que cifra en 190 el número de centros, por los que pasaron
"entre 350.000 y 500.000 presos".
Hernández, en su libro, ha aumentado
ambas cifras: 294 campos y entre 700.000 y casi un millón de presos. "Me
he ceñido a aquellos que el propio régimen franquista cataloga así". En
cualquier caso, la proliferación llevó a Franco a intentar poner orden
con la creación, en el verano del 37, de la Inspección de Campos de
Concentración de Prisioneros (ICCP), organismo que no desaparece hasta
1942.
Una característica distintiva de los campos del
franquismo fue que "los presos son considerados como delincuentes y
pierden la condición de prisioneros de guerra", subraya Gutmaro Gómez
Bravo, doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense
de Madrid. "No habían sido acusados de nada ni habían sido condenados",
añade Hernández. Aparte estaban los que directamente fueron fusilados o
encarcelados.
La obsesión de sus autoridades era clasificar el aluvión
de reos para decidir qué hacer con ellos. Los que se consideraba que
podían ser afectos al nuevo régimen "eran enviados de inmediato al
frente; los desafectos, a la justicia militar, y sobre los que había
dudas entraban en el circuito del trabajo forzoso hasta su liberación",
según Rodrigo.
Para tomar una resolución se pedían informes a los
ayuntamientos de las localidades natales de los presos. "Lo que dijesen
el cura, el alcalde, el jefe de Falange y el jefe de la Guardia Civil
suponía el pasaporte a la vida, la muerte o los trabajos forzados",
agrega Hernández, que para su libro pudo hablar con media docena de
supervivientes. "Aunque han sido muy importantes las memorias,
manuscritos y notas que muchos dejaron a sus seres queridos".
El día a día constaba de madrugones a golpes y
gritos, formación, saludos y cantos fascistas, despiojarse en los ratos
de ocio, mucha hambre… y aguantar el frío o calor. "No había un
particular deseo de tratar bien a los prisioneros, aunque tampoco había
un plan de exterminio, porque les interesaba reutilizarlos para su
Ejército", explica Rodrigo, para quien los paradigmas del terror fueron
San Juan de Mozarrifar, en Zaragoza; Miranda de Ebro y San Pedro de
Cardeña (Burgos), Celanova (Ourense) y Santoña (Cantabria).
Fuera de las
fronteras españolas únicamente hubo una cierta reacción por parte del
Vaticano "para que no se cometieran excesos", señala Gómez Bravo,
"porque el temor era que cayeran en manos de Falange". De puertas
adentro, solo se puso algo más de cuidado, de cara a la galería, "tras
la derrota nazi de Stalingrado", por el miedo a que la derrota de Hitler
arrastrara a los Aliados contra Franco.
La tipología de los espacios concentracionarios
atendió a la evolución del conflicto. Rodrigo destaca un bloque "desde
la ofensiva del norte a la batalla de Teruel, otro hasta la batalla del
Ebro y el de la ofensiva final, cuando se hicieron unos 140.000
prisioneros en Madrid, Castilla-La Mancha y Valencia".
En esta última
región se produce lo que Gómez Bravo describe como "un colapso
monumental". Al general Varela "le piden que ocupe Valencia y prepare
alambradas para 25.000 personas. Él responde que no tiene material para
tantos, y cuando llega el momento se encuentra que son 100.000".
Acabada la guerra, también ingresan en los campos
"los que habían entrado en España desde Europa, refugiados y evadidos,
por la guerra mundial", apunta Rodrigo, que lanzará el 30 de abril,
junto con David Alegre, Comunidades rotas. Una historia global de las guerras civiles, 1917-2017 (Galaxia Gutenberg).
El último campo que cerró oficialmente es el Miranda de Ebro, en 1947.
Han pasado 80 años del parte que anunciaba el fin de la guerra y apenas
hay placas en esos lugares, ni musealización alguna, que recuerden lo
que ocurrió en aquellos recintos del extremo sufrimiento." (Manuel Morales, 31/03/19)
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