Se limitaban a observar desde lejos cuando tocaba en la puerta de Ana María Morales, la mujer de Sinfo Santana, el joven asesinado por la Brigada del Amanecer nueve años antes, cuando se lo llevaron sin que hubiera salido el sol, directo a la Sima de Jinámar, para arrojarlo vivo a ese abismo volcánico con el camión repleto de hombres con la manos atadas, todos vecinos de la zona centro de la isla de Tamarán.
Su militancia
anarquista en la CNT lo condenó nada más estallar el golpe de estado. No
tuvo tiempo de evadirse. La noche siguiente al alzamiento fascista lo
vinieron a buscar. En el grupo de facciosos estaban dos de los hijos del
conde, un sobrino de la marquesa, un grupo de empresarios, entre ellos
el conocido y millonario tabaquero.
No le podían perdonar su activa
acción sindical, la convocatoria de varias huelgas, su constante
presencia en las fincas de los terratenientes, en cada empresa y
latifundio. Por eso era tan odiado y jamás le iban a perdonar su
activismo, su compromiso en la lucha por la clase trabajadora canaria.
El poderoso
tabaquero accedió a la vivienda de Ana María. Sin decir nada se fue
directo a la cama bajándose los pantalones, mientras la mujer asqueada,
como siempre con ganas de vomitar tuvo que desnudarse, acceder a los
caprichos sexuales de aquel psicópata miembro de Falange, con cientos de
asesinatos en su siniestro currículum.
La relación era
fría, la mujer se limitaba a callar, a no hacer nada, solo abrirse de
piernas, ni siquiera sentía, era una especie de muñeca en manos de aquel
criminal, responsable directo del asesinato de su marido, de todo tipo
de aberraciones, torturas, pederastia, violaciones de mujeres con algún
vinculo con la legítima y derrocada República y sus víctimas.
Todo comenzó
semanas después de la muerte de Sinfo, cuando se presentó en la finca de
tomateros donde ella trabajaba para agarrarla por el brazo, sacarla del
invernadero y decirle que tuviera cuidado, que podía mandar a detener y
asesinar a sus dos hermanos gemelos, que sabía que todos habían tenido
relación con el sindicato anarquista.
Ella no pudo
más que acatar aquellas amenazas, no reaccionar, guardar silencio, hasta
el día que se presentó en su casa pidiéndole que le preparara un buche
de café, tomando asiento en la cocina obligando a la muchacha a entablar
una conversación con alguien que odiaba a muerte. Al rato la abrazó, la
besó en la boca y cuando intentó resistirse la golpeó en la cara,
violándola entre golpes en la misma mesa del humilde comedor de forma
salvaje.
Luego, según
pasaron los meses, se hizo habitual la presencia del empresario en su
casa. El barrio entero lo sabía. La gente la miraba mal. Casi nadie le
hablaba cuando iba a comprar a la tienda de aceite y vinagre del puente
de La Angostura. La llamaban la “puta del amo” y las burlas eran
generalizadas a la salida de la misa en Santa Brígida.
Los hombres
salían de los bares a su paso con los vasos de ron en la mano, ebrios de
odio, para hacerle bromas sexuales, mientras ella agachaba la cabeza
con su niña de la mano, huyendo como de un temporal de humillación,
avanzando entre un terremoto de miradas lascivas, insultos y risas, que
su niña por su corta edad no entendía, solo captaba que se reían de su
madre.
Aquella tarde
tomo la guagua hasta San Mateo, allí dejó a Noemí, su adorada hija, en
casa de la tía Laura. Le comentó que tenía que estar varios días en una
zafra del tomate en el sur, que por favor se la cuidarán hasta que
volviera. (...)
(*) Relato publicado en el libro "Tormenta en la memoria" de Francisco González Tejera." (Viajando entre la tormenta, 11/04/19)
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