"En su comedia ‘Asinaria’, Plauto escribió una frase
que luego, mutilada, popularizaría Thomas Hobbes: «el hombre es un lobo
para el hombre». Ha sido cierto en varios sentidos. Uno, que la
violencia política impregna la historia de la humanidad. Hay manchas de
sangre en cada página.
Probablemente alcanzaron su extensión máxima
durante los siglos XIX y, sobre todo, XX, centuria que el historiador
Tony Judt caracterizó como «un lamentable historial de dictaduras,
violencia, abuso autoritario del poder y supresión de los derechos
individuales». Tenía en mente el pasado reciente de Europa, pero el de
España no le va a la zaga: Guerra Civil, régimen franquista, terrorismo
de ETA, de extrema derecha, de los Grapo, del GAL, el yihadismo…
Los perpetradores de tales agresiones se inspiraban en
el principio de que el fin justifica los medios, por muy inmorales que
estos sean. Si para alcanzar una meta supuestamente noble es necesario
emplear la violencia, se emplea sin titubear. El coste humano es lo de
menos. En opinión de Hegel, hacer avanzar las ruedas de la historia
requiere pisotear algunas florecillas al borde del camino.
El recurso a las armas no ha sido monopolio de una
doctrina concreta. Al contrario, se trató de un planteamiento que han
compartido sectores de la totalidad del arco político: el
fundamentalismo religioso, la ultraderecha, el nacionalismo radical, la
extrema izquierda… Se ha matado en nombre de Dios, el progreso, la
utopía, la reacción, la raza o la bandera. De cualquiera de ellas.
Basten dos ejemplos cercanos.
En 1933, el fundador de Falange, José
Antonio Primo de Rivera, aseveraba que «la violencia puede ser lícita
cuando se emplea por un ideal que la justifique. La razón, la justicia y
la Patria serán defendidas por la violencia cuando por la violencia –o
por la insidia– se las ataque».
Treinta años después el inspirador
teórico de la primera ETA, Federico Krutwig, señalaba que «es una
obligación para todo hijo de Euskal Herria oponerse a la
desnacionalización, aunque para ello haya que emplear la revolución, el
terrorismo y la guerra. El exterminio de los maestros y de los agentes
de la desnacionalización es una obligación que la naturaleza reclama de
todo hombre».
Este
tipo de discursos del odio incitó a los victimarios, pero no les vale
como excusa: por muy condicionados que estuviesen, ejercieron la
violencia por voluntad propia. Son responsables de sus terribles actos. Y
es que los perpetradores no pisoteaban simples florecillas, sino que
hicieron sufrir o desaparecer de la faz de la tierra a seres humanos con
una vida, con familia, amigos, profesión, proyectos…
Desde el Holocausto, ya no se percibe a las víctimas
como el precio a pagar, pero, por desgracia, no es raro que se
relativice su verdad; se invite a pasar página; se patrimonialice el
daño, poniéndolo al servicio de una causa particular; se remarquen
agravios comparativos entre ellas, estableciendo jerarquías; y se las
divida entre buenas (las nuestras) y malas (las que sentimos ajenas),
negando o tergiversando su memoria, utilizando a las primeras para
legitimar a posteriori la violencia contra las segundas.
Frente a esa
miope, tribal y peligrosa instrumentalización del dolor, hay que
reivindicar su dimensión universal. Como sostiene el filósofo Reyes
Mate, «si alguien reconoce a una víctima, tiene que reconocer a todas».
De otro modo, demuestra no haber entendido a ninguna.
Tampoco parece correcto privatizar el trauma o mezclar
a los damnificados. Supondría borrar su significado político y
difuminar la culpabilidad de los perpetradores de la violencia. Hace
falta una atención individualizada, con proyección pública; estudiar,
analizar y difundir cada historia en su complejidad: la biografía de la
víctima, con nombre y apellidos, su contexto, así como la evolución, las
ideas y los métodos de los victimarios.
Para fomentar la investigación,
las exposiciones, la pedagogía y los homenajes, resulta imprescindible
contar con centros de memoria especializados. Diferentes, sí, aunque
complementarios. De esta manera, con el concurso de todos, lograremos
dar a las víctimas la centralidad en un relato histórico riguroso.
Echar la vista atrás es un ejercicio costoso, que nos
enfrenta a episodios incómodos. ¿De verdad merece la pena el esfuerzo?
En ‘El lugar de la memoria’, uno de los últimos proyectos de la añorada
Bakeaz, el ensayista Martín Alonso explicaba que recordar ejerce dos
funciones.
Por un lado, responde a una misión reparadora y terapéutica
para los damnificados y sus seres queridos. Por otro, la memoria de las
víctimas tiene un papel proactivo y profiláctico: es una vacuna contra
el fanatismo y la radicalización; el estímulo de una sociedad cívica,
democrática y tolerante.
En este punto conviene hacer justicia a Plauto
retomando su cita, pero esta vez copiándola entera: «el hombre es un
lobo para el hombre, no un hombre, cuando desconoce quién es el otro».
Cobra un nuevo sentido, que también podemos aplicar a la memoria:
conocer la experiencia de las víctimas nos sirve para no ver a los demás
como un otro al que perseguir y devorar, sino como a nuestros iguales,
con quienes podemos empatizar y dialogar. En definitiva, recordamos para
resistir la tentación de volver a lugares tan oscuros como Auschwitz.
Recordemos."
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