13/2/15

Luisa y Antonio, un amor separado por la Iglesia


Luisa y Antonio

"Luisa Moya Morón y Antonio Espada Pabón, ambos creyentes católicos, se amaron y respetaron en la prosperidad y en la adversidad, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Todos los días de su vida. Pero lo hicieron en la intimidad, sin boda, sin ceremonia, sin curas. Él era viudo y ella, casada, fue abandonada por su primer marido, que viajó a Argentina en busca de un futuro mejor. Con él se llevó al mayor de sus tres hijos. Acababa de estallar la I Guerra Mundial y la vida siguió dura, árida y penosa en Villanueva de San Juan, el pequeño pueblo de la Sierra Sur de Sevilla donde Luisa, sola con sus dos niñas pequeñas, se ganaba la vida poniendo inyecciones, atendiendo partos, salvando a animales, amortajando cadáveres… Ni de su primer marido, ni de su hijo mayor. Nunca más tuvo noticias.

Con los años, Luisa la Caballito se enamoró de Antonio, el Sordo cache, maestro de molino y carpintero, que aportó a la nueva familia cinco hijos. De su unión nacieron cinco más. Doce en total. Hoy sólo vive Mercedes, de casi 90 años, que no aguanta ni un segundo sin llorar cuando se le pregunta por sus padres. Porque Luisa y Antonio se amaron y respetaron incluso siendo su vida más adversa que próspera, más pobre que rica… Pero no fue la muerte, como dice el rito católico. Fue la Iglesia la que los separó. Según la reconstrucción realizada por su bisnieto Manuel Camacho a partir de los testimonios de familiares y personas mayores del pueblo, en 1957, cuando ambos ya eran ancianos, un nuevo párroco impidió que aquella unión no avalada por la Iglesia continuara adelante. “Les hizo la cruz y los persiguió”, denuncia Manuel.

Desde su separación obligada, Luisa, con todos sus años encima, acudía a escondidas a cuidar de Antonio, enfermo, sordo y ciego en sus últimos días. Como un inspector de la moral –cuenta su bisnieto–, el párroco se presentaba en la casa de Antonio sin avisar para controlar que la mujer, en este caso la adúltera, según el Código Penal del franquismo, cumplía con la orden. “En una ocasión, mi bisabuela tuvo que esconderse en una pajareta, donde guardaban la paja. Otro día, intentando huir, casi se mata corriendo por las calles empinadas del pueblo”, explica Manuel emocionado. Sostiene en sus manos una fotografía de los dos juntos: ella con su cabello recogido en un moño y la frente surcada de arrugas; él, a su lado, con el pelo blanco y la mirada cargada de historias.

Tres años después, en 1960, Antonio murió con 87 años sin su mujer al lado. Ni doblaron las campanas ni hubo rezos por su alma. Sin pasar por el centro del pueblo, solo, como un animal, fue trasladado hasta el cementerio de los ahorcados, donde fue enterrado junto a aquellos que a los ojos de la Iglesia no merecían la salvación de Dios, asegura su bisnieto. “Fue un castigo, sobre todo, a mi bisabuela, a la mujer por ser mujer, que no pudo ver a mi bisabuelo ni el día de su muerte. Eso es muy doloroso, porque además los dos eran creyentes”, añade Manuel. Luisa falleció siete años después, con 78 años, cuando el cura ya se había marchado de Villanueva, y fue enterrada, porque así lo ordenó ella, en el suelo, en la tierra, sin lápida ni inscripciones, como Antonio, pero en el cementerio católico. “Llevó esa losa hasta el día de su muerte”, dice Manuel. Nadie de la familia que queda sabe con certeza dónde está ninguno de los dos. “No quiero que esta historia termine así. Quiero encontrarlos y enterrarlos juntos, ponerles una placa donde se puedan leer sus nombres. Quiero acabar con la humillación que la Iglesia hizo pasar a un hombre bueno y a una mujer buena que lo único que hicieron fue quererse y cuidar de los suyos”, afirma Manuel sin soltar la foto de los dos. (...)

El castigo a su bisabuela y a su bisabuelo es solamente una parte de las canalladas a las que la dictadura sometió a su familia. Fusilaron a su abuelo en 1937 y, poco después, raparon y vejaron a su abuela, a quien se le murieron dos hijos de hambre. Una de las supervivientes, la madre de Manuel, falleció sin hablar, con todo ese dolor dentro. “Yo tenía 20 años y nunca me contó nada de eso. Hasta que no empecé a interesarme por el tema, por mis raíces, todo aquello se mantuvo como un tabú por el miedo que suscitaba”. Las tres, bisabuela, abuela y madre, se llamaban Luisa." (Olivia Carballar, La Marea, 08/02/2015)

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