23/4/13

Con los niños no hacía falta disparar mucho. Dispararon varias veces y los niños cayeron

"RIVKA YOSELEVSKA Polaca judía, superviviente de la matanza delgueto de Hansovic, Polonia, en agosto de 1943; testigo en el juicio contra AdolfEichmann en 1961.

Cuando llegamos a aquel lugar, vimos a gente desnuda que ya estaba allí, así que pensamos que quizá los habían torturado, que todavía quedaba al-guna esperanza de seguir con vida. Huir era imposible. Yo sentía curiosidad por ver si había alguien detrás de la colina donde la gente tenía que estar y di una vuelta rápida. 

Vi tres o cuatro filas, doce personas asesinadas ya. Mi hija pequeña preguntó: «Madre, ¿por qué llevas el vestido del sábado? ¿Van a matarnos?». Incluso cuando estuvimos cerca de la zanja, dijo: «¿A qué es-tamos esperando? Vamos a escapar». 

Algunos más jóvenes trataron de huir. Apenas pudieron dar unos pasos, los apresaron y les dispararon. Entonces nos llegó el turno. Era difícil sujetar a los niños, estaban temblando. Hicimos turnos. Los padres recogían a los niños, a los niños de otros. 

Era para ayudarnos a soportar todo aquello; para superar todo aquello y no ver sufrir a los niños. Las madres se despedían de sus hijos, las madres, los padres. Formábamos columnas de a cuatro. Estábamos desnudos.

 Se habían llevado nuestras ropas. Mi padre no quería desnudarse del todo y conservó la ropa interior. Cuando lo alinearon para dispararle y le dijeron que se desvis-tiera, se negó; le golpearon. Le suplicamos: «Quítate la ropa, ya basta de sufrimiento». No. Quería morir en ropa interior. Se la quitaron rompiéndola y le dispararon. Luego le tocó a madre. No quería ir, quería que fuésemos nosotros antes. Aun así, la hicimos ir primero.

 La acercaron y le dispararon. Luego iba la madre de mi padre, que tenía ochenta años y llevaba a dos nietos en brazos. La hermana de mi padre también estaba allí. A ella también le dispararon con niños en brazos. Entonces me llegó a mí el turno. Y a mi hermana pequeña. 

Ella había sufrido mucho en el gueto y a pesar de todo, en el último momento, quería seguir viva, y suplicó al alemán que la dejara vivir. Estaba desnuda, abrazada a su amiga. El alemán la miró y les disparó a las dos. Ambas cayeron, mi hermana y su amiga. La siguiente fue mi otra hermana. 

Entonces se preparó para dispararme. Nosotros estábamos de cara a la fosa. Volví la cabeza. El preguntó: «¿A quién disparo primero?». No contesté. Arrancó a la niña de mi lado. Oí su último grito y él le disparó. Entonces se preparó para matarme a mí, me cogió del pelo y me volvió la cabeza. Yo me quedé quieta, oí un disparo, pero no me moví. 

Él me dio la vuelta, cargó la pistola de manera que pudiera ver lo que hacía. Entonces me dio la vuelta otra vez y me disparó. Caí. No sentía nada. En aquel momento me pareció que tenía encima algo pesado. Pensaba que había muerto, pero que podía sentir algo aunque estuviera muerta. No podía creer que estuviera viva.

 Me asfixiaba, habían caído cadáveres encima de mí y me ahogaba. Pero aún po-día moverme, supe que estaba viva y traté de levantarme. Me ahogaba, oí disparos y cayeron más cuerpos. 

Me retorcí para darme la vuelta, pero no podía. Creí que me asfixiaba. No me quedaban fuerzas, pero entonces me di cuenta de que, sin saber cómo, me arrastraba hacia arriba. Mientras reptaba, los de abajo me agarraban, tiraban de mí, pero conseguí izarme ha-ciendo un último esfuerzo. Cuando llegué arriba, miré a mi alrededor, pero no conseguía reconocer el lugar.

 Había cadáveres por todas partes, no se acababan nunca. Oía gemir a la gente presa de mortal sufrimiento. Algunos niños corrían desnudos y gritando: «Mamá, papá». No podía levantarme. Los alemanes no estaban. No había nadie allí. Me levanté desnuda, manchada con la sangre de los cadáveres cuya barriga había reventado. Me puse en pie para ver aquella horrible escena. 

Los gritos eran insoportables, los gritos de los niños; corrí hacia los niños, quizá mi hija estuviera allí. Grité: «Markele», pero no la vi. Tampoco reconocí a ningún niño. Todos estaban cubiertos de sangre.

Un poco más allá vi a dos mujeres de pie. Me dirigí hacia ellas. No las cono-cía y ellas tampoco a mí. Nos preguntamos por nuestros nombres. En un extremo, una mujer pedía socorro con los brazos levantados, pedía que la salvaran, que la sacaran de entre los cadáveres, se estaba asfixiando. Fuimos hacia ella, Ita Rosenberg, y la sacamos de la masa de cadáveres que tiraban, se enganchaban en ella y la arrastraban.

 Nos pidió que tirásemos con más fuerza; no nos quedaban fuerzas. Lo intentamos durante toda la noche y todo el día, gritando y chillando. Al mirar alrededor, vimos alemanes de nuevo y gente con mangueras y palas. Los alemanes ordenaron a los gentiles que amontonaran todos los cuerpos en el mismo sitio y eso hicieron. Había muchos todavía vivos. 

Todos los niños correteaban en el prado. Los vi y fui hacia ellos. Corrieron detrás de mí y no se iban. Me senté en el campo y me quedé allí. Los alemanes llegaron y ayudaron a reunir a los niños. Me dejaron sola. Yo estaba sentada y miraba. Con los niños no hacía falta disparar mucho. Dispararon varias veces y los niños cayeron. La pequeña Rosenberg suplicó a los alemanes que la dejaran vivir; también la mataron. 

Los lugareños se marcharon. Los alemanes se fueron. Dejaron allí el camión de la impedimenta toda la noche. Cuando vi que se habían ido, me arrastré hacia la tumba para saltar dentro. Pensaba que la tumba se abriría y me tragaría viva. Envidié a todas las personas para quienes todo había terminado ya, mientras yo estaba todavía viva.

 ¿Adonde ir? ¿Qué hacer? La sangre brotaba a chorros. Actualmente, cuando paso junto a una fuente, aún veo la sangre brotando de la tumba. La tierra subía y bajaba. Me senté en la tumba y traté de abrir un agujero con las manos. Cavé con todas mis fuerzas. La tierra no se abría. 

Llamé a gritos a mi padre y a mi madre, ¿por qué todavía estaba viva? ¿Qué había hecho para merecer aquello? ¿Adonde iba a ir? ¿A quién podía recurrir? No tenía a nadie. Lo comprendí todo. Vi a todo el mundo muerto. Nadie respondía.
 (Richard Holmes: Un mundo en guerra. Historia oral de la segunda guerra mundial, ed. Crítica, Barcelona, 2008, págs. 284, 286, 287, y 288)

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