"Al asistir a la proyección de La trinchera infinita, recordé
unas confusas imágenes de la segunda mitad de los cuarenta, cuando mi
padre se dirigía hacia el armario grande de mi habitación para
esconderse. Luego supe que era porque la policía había llamado a la
puerta. Al día siguiente fue mi madre a la DGS, y comprobó que habían
ido efectivamente en busca de alguien acusado de haber sido rojo
durante la guerra civil.
La película recuerda oportunamente que la
prescripción de los supuestos delitos cometidos en el curso de la
"guerra de Liberación" solo llegó el 1 de abril de 1969, treinta años
después de finalizar la por fin denominada "lucha entre hermanos". La
tortura y ejecución ilegal de Julián Grimau en 1963 demostraba que el
peligro no desaparecía para quienes podían ser acusados de "crímenes".
Proseguir la infravida como topo tenía entonces justificación.
La vocación represiva de la dictadura, y a título
personal de Franco, fue tal que hasta cierto punto convirtió la tragedia
del exilio republicano en un triste privilegio. Una vez pasados los
malos tragos de los campos de concentración y de la ocupación nazi de
Francia, muchos exiliados soportaron una vida de frustración y penuria,
pero sin encontrarse en la condición de conejos a punto de ser cazados
que caracterizó a los supervivientes del Frente Popular en la Zona
Centro.
Recuperamos aquí los recuerdos familiares. Mi padre
lo tenía claro en 1939, habiendo sido oficial del Ejército Popular y
miembro del Comité de la UGT que socializó la Bolsa de Madrid. Así que
aprovechó que su hermano Eusebio formaba parte de las tropas de Franco
que entraron en Madrid, para realizar con él un rocambolesco y casi
suicida viaje en tren a su pueblo natal, Azkoitia, Antonio con uniforme
franquista y Eusebio con su documentación.
Una vez allí, pasó tres años
como topo anómalo, de noche encerrado en la casa paterna del barrio de
San Martín, entonces junto al monte, y del alba al crepúsculo en
montañero hambriento. Y como el Izarraitz no es el Himalaya, debió
pensar finalmente que Madrid ofrecía menos riesgos de ser detenido, y
regresó. Siempre con miedo y sin ser readmitido en su empleo de 1936
hasta la muerte de Franco. Vida rota. Una historia menor entre muchas
tristes o trágicas.
Con el espíritu conciliador propio del retorno,
Manuel Tuñón de Lara declaró que todos habían perdido la guerra. No fue
así. Unos la ganaron y obtuvieron sosiego y beneficios, a veces
venganzas, lo cual explica la airada reacción de la derecha a la Ley de
Memoria Histórica, y otros la perdieron, y con ella la vida, o por lo
menos buena parte de la misma.
No es algo irrelevante.
Hasta represiones famosas
del siglo XX, como la de Pinochet en Chile, resultan minúsculas en
comparación con la de su admirado Franco. La excepcional duración de la
caza del rojo en buena parte de la dictadura constituye un dato esencial
para explicar la naturaleza del levantamiento militar en julio de 1936;
no se trataba de la habitual aplicación con dureza del vae victis,
sino de un programa sistemático de aniquilamiento, al que solo le faltó
la informatización para sacar fruto de los dos millones ochocientas mil
fichas reunidas al efecto en el Archivo de Salamanca.
La definición de genocidio por el inventor del
concepto, Raphaël Lemkin, parte de la existencia de acciones coordinadas
para destruir la vida de grupos nacionales, lo cual comprende a sus
miembros, y una vez aniquilados los mismos, en los órdenes étnico,
religioso, cultural y social, verse sustituidos en todos ellos por el
grupo exterminador. Trátese de armenios y judíos, los dos grupos-víctima
en quien piensa Lemkin de partida, conviene recordar que ambos formaban
parte de Estados y sociedades determinados, el Imperio Otomano y el
Reich alemán, por lo cual es lícito extender la calificación a los
colectivos singularizados que tanto en la Rusia revolucionaria como en
España, fueron objeto de planes de aniquilamiento puestos en práctica.
Definida por Franco desde 1935 como "operación quirúrgica" , esa
extirpación tenía por objeto y víctima necesaria la Antiespaña, es
decir, todas las agrupaciones políticas, intelectuales, laicas que
encarnaba la Segunda República.
El levantamiento de julio del 36 no tuvo así como
primera finalidad una guerra civil, sino un proyecto de exterminio,
ideado y preparado de modo conspirativo, para acabar desde el primer día
con medio país. Por eso mismo, la eliminación total como objetivo fue
más allá del 1 de abril, con los consejos de guerra y la ley de
Responsabilidades Políticas de marzo del 39.
Querían solo vencer, sino
destruir totalmente e imponer sin excepciones la concepción
nacionalcatólica y corporativo-militar de España. Liquidar las culpas,
para todo español de catorce años en adelante (sic) y consumar "la
reconstrucción española". Franco fue mucho más que un dictador
especialmente cruel, practicante como sus colaboradores golpistas, de la
barbarie represiva que aprendieron en África. Sin conocer el término,
fue un perfecto genocida.
De ahí el alcance del viraje propuesto en 1956 por
el PCE hacia la "reconciliación nacional", algo que últimamente viene
siendo cuestionado bajo distintos pretextos, desde falta de originalidad
a ser asumido por otras organizaciones aun sin ese nombre. La
originalidad está fuera de dudas: Manuel Azcárate contaba que cuando la
idea fue presentada en Moscú, los soviéticos no entendieron una sola
palabra. Además, el Partido Comunista fue el mal absoluto para el
franquismo y también quien había tratado sin éxito de sostener una
resistencia.
El gran viraje surgió al constatar que nada podía
hacerse mirando a la guerra civil, y que en cambio experiencias como la
del movimiento universitario de febrero del 56, impulsado por Jorge
Semprún, probaban que la segunda generación podía integrarse en la
oposición al régimen: "por una solución democrática", Aun cuando el PCE
siguiera preso del estalinismo y soñase en vano con derribar al
franquismo mediante una huelga nacional pacífica, la iniciativa de la
reconciliación nacional avanzó hasta constituir un denominador común de
la oposición. El tránsito a la democracia, apoyado en la Ley de Amnistía
-ellos seguían teniendo las armas-, fue su resultado.
Hoy nadie duda de que ese consenso democrático debe
ser recuperado. No es que masas franquistas invadieran las calles contra
la exhumación —la cual, según la BBC stirs fury in a divided Spain—,
pero sí que la intensidad de la división entre derecha e izquierda,
cuyas referencias simbólicas arrancan de la guerra civil, dificulta un
entendimiento democrático. Impide afrontar desde un consenso el problema
catalán.
La fórmula para la reconciliación fue precisada por
Ian Gibson: "Se puede olvidar cuando se conoce la verdad" : lo cual
requiere, no equidistancia, sino ponderación. La caracterización de
genocidio marca eficazmente la separación entre el exterminio dictado y
materializado contra la Antiespaña por Franco y la "guerra entre
hermanos", en cuyo nombre el honor de los muertos republicanos
constituye una exigencia imprescindible. Ello requiere también asumir
que, no por la República, pero si en el bando republicano, fueron
cometidos reiteradamente actos de barbarie y crímenes contra la
humanidad. Paracuellos existió. Dejar todas las cosas claras es la única
garantía del reencuentro." (Antonio Elorza, El País, 20/11/19)
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