"Es en este punto donde se manifiesta uno de los objetivos
fundamentales del sistema de campos de concentración durante la Guerra
Civil y el franquismo: el empleo de una parte de los prisioneros de
guerra como mano de obra forzosa, su concepto de recurso económico. De
hecho, su enunciado legal, decretado por el General Franco, corre casi
paralelo al de la oficialización de los campos, siendo incluso anterior,
de junio de 1937.
Como formulación general constituye
lo que se ha dado en llamar utilitarismo punitivo: el aprovechamiento
militar y la rentabilidad económica y política de los recluidos. Casi un
90% de las personas clasificadas lo fueron en grupos destinados o al
frente bélico o a los Batallones de Trabajadores. En suma, es la
utilización final del prisionero la que dota al planteamiento
concentracionario de su verdadero sentido.
El trabajo de los prisioneros de guerra contravenía la
Convención de Ginebra de 1929, suscrita por España con la firma del rey
Alfonso XIII. Además, para mayor escarnio, se formuló la obligación de
trabajar como derecho al trabajo.
Muchos autores conceptúan este régimen
laboral de esclavitud o semiesclavitud: sin derechos, cobraban una
autentica miseria y, además, el 75% de su salario se retenía como cargo
de manutención. Su situación era extrapenal: no habían sido juzgados ni
sentenciados judicialmente, por lo que no es posible hablar
estrictamente de redención de condena.
A estos
prisioneros, en la práctica, se les explotó laboralmente en los
Batallones de Trabajadores. Inicialmente podían resultar destinados a
zonas próximas a los frentes bélicos o quedar en la retaguardia,
trabajando para el nuevo régimen o para empresas privadas en la
construcción o reconstrucción de obras civiles (carreteras, embalses,
infraestructuras ferroviarias, edificios, bosques, minas, fábricas,
etc.) o de naturaleza militar.
Al año siguiente de
finalizar la Guerra Civil, el encuadramiento se simplificó en tres
categorías: afectos, indiferentes y desafectos (siempre que no
estuvieran sujetos a procesos judiciales).
Los campos de concentración y
los Batallones de Trabajadores experimentaron al tiempo una
modificación administrativa con el fin de adaptarse a la coyuntura de
postguerra y a la estructura existente de centros penitenciarios
convencionales. Los campos de concentración se renombraron oficialmente
como "depósitos de concentración". La masificación de las cárceles
alcanzó tal grado que indujo a que estos recintos se convirtieran en un
refuerzo transitorio del sistema penitenciario.
Los
Batallones de Trabajadores pasaron a ser Batallones Disciplinarios de
Soldados Trabajadores. Incluyeron a los soldados de reemplazo que, tras
la movilización general de las quintas de 1936 a 1941 (el comienzo de la
conocida como 'mili de Franco'), habían sido considerados por las Cajas
de recluta como desafectos. También incorporaron a aquellos desafectos
cuya causa había resultado provisionalmente sobreseída y a los que
habían sido absueltos tras el correspondiente juicio.
Como figuras
nuevas se crearon los Batallones Disciplinarios de Trabajadores (los
integraban sentenciados por la Fiscalía de Tasas por delitos de
contrabando) y, ya a partir de 1941, los Batallones Disciplinarios de
Soldados Trabajadores Penados (formados por condenados a penas de
prisión). Distintas denominaciones, misma esencia. A partir de 1942 la
procedencia de la mano de obra forzosa fue solo penal.
Otro
elemento de legitimación de la política represiva y el sistema
penitenciario fue el sistema de redención de penas por el trabajo. De
origen decimonónico y vinculado a la justicia militar, su adaptación al
contexto del desarrollo de la Guerra Civil y la Postguerra, con cárceles
saturadas y necesidad de mano de obra, indujo al nuevo régimen, de
acuerdo con su orientación ultracatólica y con afán pretendidamente
moralizador, a disponer para las personas juzgadas con sentencia firme a
pena de cárcel (por motivo de sus ideas, filiación política o afinidad a
la causa de la República) un sistema de reducción del tiempo de condena
asociado a la expiación de culpa.
El
organismo que gestionó esta política desde 1938 fue el Patronato para
la Redención de Penas por el Trabajo. Los Destacamentos Penales,
destacamentos adscritos a Regiones Devastadas y las Colonias
Penitenciarias militarizadas fueron las principales figuras externas al
sistema carcelario convencional creadas al efecto. La obra civil
(construcción de infraestructuras ferroviarias, carreteras, pantanos,
etc.), su ocupación preferente.
En estas agrupaciones, los presos
políticos a los que después de 1944 se añadieron los comunes sufrieron
explotación laboral en el camino de su regeneración y reintegración en
la sociedad. Paralelamente a la reducción del número de presos políticos
en las cárceles, a comienzos de los años cincuenta su existencia pasó a
ser testimonial.
Si ya hemos hablado de las funcionalidades de
socialización del miedo, las meramente clasificatorias y las de
explotación económico-laboral, en el planteamiento del sistema
concentracionario franquista concurrió otro ingrediente fundamental: la
reeducación, el adoctrinamiento en los valores políticos,
religiosos, morales y culturales del franquismo. Se partía de una
concepción de España en la que no quedaba lugar para la disidencia
porque solo había una forma de ser un verdadero español: abrazar los
principios del autodenominado Glorioso Movimiento Nacional, el nacionalcatolicismo.
De
esta manera, en mayo de 1937 el general Franco pautó que la estancia en
los campos de concentración debía servir para la reeducación, a través
del trabajo, en los principios que alumbraban a la Nueva España
y propiciar la regeneración ideológica de los prisioneros. Como
consecuencia, se introdujeron en la rutina de los campos las charlas de
adoctrinamiento político, moral y religioso, saludos y cantos fascistas,
obligación de acudir a las misas, incentivo de las delaciones,
etcétera.
En realidad, se prolongaba diariamente la
derrota de quienes ya la habían sufrido en el campo de batalla y en la
retaguardia. Se les humillaba y despersonalizaba para que fueran
adaptándose a la nueva realidad e interiorizaran el papel sumiso que les
esperaba en la España franquista. En esta situación la Iglesia católica
desempeño un papel primordial, tanto de sustento teórico como de apoyo
práctico.
Poco más de medio año después de finalizada
la Guerra Civil, Franco dispuso la clausura de la mayor parte de los
recintos. No obstante, el modelo de campos asociado al desarrollo de la
Guerra Civil no tuvo su final hasta el cierre, en 1947, del campo de
Miranda de Ebro.
Ya se ha reflejado que el sistema
concentracionario franquista iba más allá de la mera existencia de los
campos; su sombra se alargó hasta la década de los cincuenta por la vía
de la redención de penas por el trabajo para presos políticos generados
en la Guerra Civil y en la inmediata postguerra. Utilizando el título
del ciclo de novelas de Almudena Grandes fueron, verdaderamente, Episodios de una Guerra Interminable." (Desmemoriados.org
Trabajos forzados, hacinamiento, hambre y muerte: la institucionalización del horror en los campos de concentración franquistas.
Una vez finalizada la II Guerra Mundial, en la segunda
mitad del siglo XX, se generalizó entre la población mundial el
conocimiento de los campos de concentración y su pavorosa realidad. A
partir de entonces, su sola evocación causa un estremecimiento, un
sentimiento de horror que tiene que ver fundamentalmente con el
desprecio de las vidas humanas. Víctimas que lo son por quiénes eran y a
las que sus verdugos privaron de su razón de ser, del sentido de la
existencia. Los nazis lo expresaron como «vidas indignas de ser
vividas». El rostro del mal.
Hasta tiempos
relativamente recientes, la presencia de campos de concentración en la
España de la Guerra Civil y la Postguerra ha sido un hecho generalmente
desconocido, condenado a la desmemoria. Aunque con distinta
caracterización, profusión, intencionalidad y resultados, su existencia
fue un asunto común al bando franquista y al republicano mientras duró
la contienda.
Las penurias, el miedo, la enfermedad y la muerte
formaban parte del día a día de los campos de concentración que operaron
en España entre 1936 y 1947. Sin embargo, su finalidad no radicaba en
el asesinato sistemático de sus ocupantes, por lo que no hay que
confundirlos con campos de exterminio. El objetivo de estos últimos era
la aniquilación sistemática, el genocidio, habitualmente de judíos,
gitanos, homosexuales, comunistas, rojos españoles, etcétera. (ahí está
el recuerdo de los campos nazis de Auschwitz, Treblinka, Jasenovac,
Belzec...). En todo caso, más allá de su dimensión física, los campos de
concentración configuran espacios históricos y simbólicos para las
generaciones posteriores a su existencia.
El campo
semántico de la represión política y el control social que padeció la
población opuesta o desafecta al régimen franquista es abundante e
incluye denominaciones como: campos de concentración, Batallones de
Trabajadores, Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores,
depósitos, Destacamentos Penales, cárceles, talleres penitenciarios,
Colonias Penitenciarias Militarizadas, Regiones Devastadas, hospitales
penitenciarios... El régimen franquista utilizó la expresión «horda de
asesinos y forajidos» para referirse a los prisioneros de guerra.
Con
carácter general, podemos definir los campos de concentración
franquistas como recintos provisionales dependientes del ejército en
cuyos límites se encuentran recluidos, en condiciones infrahumanas,
combatientes republicanos y población civil privados de libertad de modo
arbitrario, que no han sido sometidos a juicio previo, tan solo a una
clasificación, y que tampoco disponen de garantía judicial alguna.
Los
campos de concentración franquistas tuvieron un carácter provisional y
disperso a lo largo y ancho del territorio español. Según las
investigaciones más recientes, hasta 1939 se crearon 286 recintos,
permaneciendo 23 abiertos a finales de dicho año. Otros rasgos
definitorios del sistema concentracionario franquista fueron la falta de
coordinación y la masificación de la población prisionera. Su función
social consistió en la represión, humillación y sumisión de toda persona
encuadrada y clasificada de forma previa como disidente del nuevo
régimen.
La caracterización de los campos de concentración
franquistas se halla en estrecha relación con la evolución y larga
duración de la Guerra Civil. Aunque la creación de los primeros campos
se remonta al inicio de la contienda, su proliferación se produjo en los
últimos meses de 1936, diseminados fundamentalmente por algunas
localidades de la retaguardia de la mitad norte peninsular, cuando la
acumulación de prisioneros de guerra y, en menor cuantía, civiles
desbordaba ya las cárceles y los presidios.
De este funcionamiento preinstitucional e
irregular se pasó en julio de 1937, al hilo del desmoronamiento del
Frente Norte republicano, a uno oficial que vería la luz a partir de la
publicación de una orden del General Franco en el Boletín Oficial del
Estado con el título 'Campos de concentración de prisioneros', en la que
urgía su creación.
"S. E. el Generalísimo de los Ejércitos Nacionales ha dispuesto la constitución de una Comisión que, previos los asesoramientos necesarios y con la máxima urgencia, proceda a la creación de los Campos de Concentración de prisioneros...". Boletín Oficial del Estado.- Burgos 5 de julio de 1937.- Número 258
Ese mismo
mes se instituyó la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros
(ICCP), con el fin de gestionar la organización y control de estos
lugares, así como dirigir la política concentracionaria. En la práctica
predominaron la falta de previsión, el hacinamiento y el funcionamiento
errático, existiendo apreciables diferencias entre los numerosos
recintos habilitados.
De los más de medio millón de
prisioneros que pasaron por los campos de concentración de Franco, más
de 100.000 fueron recluidos en el año 1937; de ellos, casi la mitad
cayeron en Cantabria. Una vez detenida o presentada la persona, la
primera fase del proceso represivo era la clasificación. El criterio
utilizado para tal fin partió de la Orden General para la Clasificación
de Prisioneros y Presentados, dictada en marzo de 1937, anterior por lo
tanto al nacimiento "oficial" de los campos de concentración
franquistas. Se establecieron cuatro categorías en las que unas
comisiones clasificatorias de naturaleza militar encuadraban:
a) Quienes eran afectos o no hostiles al Movimiento Nacional. En
caso de haber formado en las filas enemigas, que lo hubieran hecho
obligados. En este último supuesto podían ser considerados dudosos si no se conseguía información que los apoyara.
b)
Quienes habían formado parte voluntariamente del ejército republicano y
no tenían responsabilidades sociales, políticas o comunes. Indiferentes o desafectos leves.
e)
Jefes y Oficiales del ejército republicano, quienes hubieran cometido
actos de hostilidad contra las tropas franquistas, dirigentes y miembros
destacados de partidos y sindicatos contrarios al nuevo régimen y
también quienes fueran presuntos responsables de delitos de traición,
rebelión o de orden social o político efectuados antes del comienzo del Movimiento Nacional (en la práctica se extendía hasta los sucesos revolucionarios de octubre de 1934). Desafectos graves.
d) Quienes eran presuntos culpables de delitos comunes.
En
lo que constituye una inversión jurídica o justicia al revés, se
trataba como sublevados a quienes habían permanecido fieles a la
legalidad republicana. Eran las personas detenidas las que debían probar
su inocencia, por lo que sus familias se lanzaban a la búsqueda de
avales que la acreditaran. Habitualmente recurrían al alcalde, al cura,
al Jefe de la Falange o a personas con poder para justificar
documentalmente la exención de responsabilidades.
Sin contar los asesinatos cometidos por falangistas,
otros grupos de paramilitares y también guardias civiles mediante las
sacas de internos y los fusilamientos sin formación de causa, sobre todo
durante la Guerra, se estima que dentro de los campos hubo más de diez
mil víctimas debidas a las atroces condiciones en las que se
desarrollaba la existencia diaria. La generación de terror en la
población era un elemento consustancial a la propia existencia de los
campos.
En síntesis, una vez clasificados, proceso no
sujeto a ningún plazo temporal, el destino que esperaba a los internados
en los centros era el siguiente: los afectos al
Movimiento Nacional, en caso de que estuvieran en edad militar, pasaban a
la caja de reclutas como trámite previo a la incorporación al frente al
lado de los rebeldes. A los grupos de dudosos, indiferentes y desafectos
leves se les reasignaba a los Batallones de Trabajadores o bien eran
trasladados a otro campo, esperando un destino permanente. Los
calificados como desafectos graves sufrían un
consejo de guerra con el habitual resultado de elevadas penas de prisión
o pena de muerte. Finalmente, aquellos que no había conseguido probar
su inocencia de delitos comunes quedaban a disposición de la autoridad
judicial que les correspondiera.
El despliegue
concentracionario franquista no contempló la existencia de campos para
mujeres de una forma regularizada. Ahora bien, consta su presencia en
alguno de ellos y en determinados recintos que funcionaron como
prisiones, normalmente a cargo de órdenes religiosas, como fue el caso
de las Oblatas en Santander. Se estima que había en España, a principios
de 1940, más de 40.000 mujeres encarceladas En este caso, a la
represión general se suma la específica de género. A las mujeres se las
castigaba, humillaba y reeducaba para que tomaran conciencia del papel
subordinado que, en el marco del hogar y la familia católica, las
esperaba al otro lado de los muros.
Igualmente, en
cuanto familiar (madre, mujer, hermana...) de encarcelado o prisionero,
las mujeres experimentaron otra vertiente represiva, ya que sobre ellas
descansaron las tareas de sostenimiento familiar y de asistencia al
detenido. En estas circunstancias se produjeron violaciones, amenazas y
ruindades de todo tipo por parte de los guardianes de los campos.
Hacia
finales de julio de 1938 el total de prisioneros y presentados en los
campos de concentración alcanzó las 210.113 personas, de las que 37.674,
casi un 18%, estaba pendiente de clasificación. De las ya encuadradas
(172.439, algo más del 82%, aproximadamente) a un 58% se las consideró afectas a la causa, a más de un 20% como dudosas, en torno al 12% desafectas leves, más de un 8% como desafectas graves y a casi el 2% como delincuentes comunes." (Desmemoriados.org , eldiario.es, 28/09/2019)
"Cuando España era una inmensa prisión: el avance de las tropas franquistas dejó un reguero de campos de concentración.
Con la sublevación militar en marcha a partir del día 17
de julio de 1936, el territorio peninsular español quedó dividido en dos
partes a medida que fueron decantándose los lugares que se mantuvieron
fieles a la República y aquellos en los que triunfó el alzamiento
militar golpista.
A su vez, aquel que permaneció en
manos republicanas también quedó partido y sin posibilidades de
comunicación por tierra, dado que el espacio que conformaban las
provincias de Guipúzcoa, Vizcaya, Cantabria (entonces Santander) y
Asturias en la franja septentrional resultó aislado del resto de las
áreas leales al gobierno legítimo.
Por su parte, en este contexto, la ciudad de Oviedo, al
triunfar allí la rebelión militar al mando del Coronel Aranda,
igualmente se transformó en una solitaria isla dentro del territorio
republicano del norte, que soportaría durante meses el acoso de las
milicias asturianas afines a la República hasta que tropas rebeldes
llegadas desde Galicia pudieron romper el cerco.
Establecido
así el Frente Norte tras la toma de Irún y San Sebastián por las tropas
navarras del General Mola en septiembre de 1936, cerrado con ello el
paso terrestre hacia Francia, con la presión del ejército franquista
desde el oeste por Galicia y desde el sur por Burgos, Palencia y León, y
bloqueado por mar por barcos de los sublevados como el Almirante
Cervera o el Acorazado España, la cornisa cantábrica resistió el avance
rebelde a duras penas hasta finales de octubre de 1937 en que caen las
ciudades de Gijón y Avilés.
Una gran mayoría de
estudiosos coinciden en que durante ese periodo cada uno de los
ejércitos republicanos del norte hizo la guerra por su cuenta. El
teórico mando militar único fue encargado inicialmente al General Llano
de la Encomienda, que rápidamente se vio sustituido por el General Gamir
Ulibarri, debido a la desconfianza que desde el primer momento se
generó entre el primero y el Lehendakari José Antonio Aguirre, pero lo
cierto es que las tropas republicanas actuaban en cada provincia de
forma sumamente autónoma.
Mientras que en Asturias y
en Cantabria se adscribían ideológicamente al Frente Popular, en Vizcaya
pertenecían mayoritariamente al Partido Nacionalista Vasco, de carácter
conservador y católico, lo cual no hacía que la confianza y la
colaboración fluyeran. En la práctica, la fuerza militar en Asturias
estuvo dirigida por el sindicalista Belarmino Tomás y la montañesa por
el Comandante, de ideología izquierdista, José García Vayas, mientras
que las columnas vascas se pusieron al mando directamente del Estado
Mayor constituido por José Antonio Aguirre y el propio gobierno vasco.
A
mediados de junio de 1937, ante el empuje de las brigadas navarras,
cayó el Cinturón de Hierro de Bilbao (una serie de fortificaciones que
rodeaban a la capital vizcaína. Con ello, las divisiones vascas, que
apoyadas por columnas asturianas y montañesas habían defendido la ciudad
sin apenas artillería y aviación, no tuvieron más remedio que emprender
la retirada hacia el oeste en dirección a Santander.
En Santoña y sus alrededores acabaron concentrándose
varios miles de combatientes republicanos en retirada, y es entonces
cuando se produce a finales de agosto de 1937 el que se denomina Pacto
de Santoña, según el cual el gobierno del PNV negocia con los italianos,
aliados de Franco, e independientemente del gobierno de la República,
la rendición y evacuación por mar de los gudaris vascos.
Este acuerdo
acaba frustrándose por varias razones, entre las cuales destaca el hecho
de que los barcos ingleses que habían de transportar a los soldados no
llegan a tiempo y que la comandancia franquista desautoriza las
negociaciones llevadas a cabo por el mando italiano. Lo que empezó
siendo un acuerdo para respetar la vida de los soldados vascos finalizó
como una rendición incondicional, lo cual supuso un desastre para sus
propios intereses y un debilitamiento muy considerable para la República
en el Frente Norte.
En los mismos días, concretamente
el 26 de agosto, con un retraso de casi un mes por la ofensiva
republicana de Brunete, las tropas sublevadas al mando del General Fidel
Dávila entran en Santander, continuando el avance posteriormente a lo
largo de la provincia hacia Asturias. Con la caída de Santander y los
hechos ya mencionados de Santoña, aproximadamente unos cincuenta mil
combatientes republicanos se rindieron. Nunca antes el ejército rebelde
se había encontrado con una cantidad tal de prisioneros.
Alejadas las tentaciones, gracias a la amplia y
escandalizada repercusión en la prensa internacional, de repetir sucesos
tan terribles como los de la toma de Badajoz, en los que el ejército
franquista al mando del General Yagüe ejecutó entre los días 14 y 15
agosto de 1936 a no menos de cuatro mil personas con el objeto, según
propias palabras de Yagüe, de no dejar por detrás de su avance a
posibles combatientes enemigos, para el ejército victorioso se imponía
una gestión necesaria y urgente del enorme contingente de detenidos con
los que se encontró tras la finalización de la Campaña del Norte.
Si
para entonces ya existían por la geografía española en poder de los
fascistas un rosario de centros improvisados de detención, fue a partir
de este momento cuando el mando franquista tuvo que aplicarse en la
implantación de una red formalizada de campos de concentración de
prisioneros que duraría hasta mucho más allá del final de la guerra. Sin
embargo, la improvisación siguió siendo en gran medida la tónica
general.
En la entonces provincia de Santander, al
igual que en el resto del país, se habilitó cuanto recinto o edificio
fue posible: campos de fútbol, plazas de toros, fábricas, colegios,
explanadas… Lugares todos en los que la masificación se impuso y las
condiciones de vida para los derrotados se convirtieron en un muro
difícilmente salvable, más allá de la lógica preocupación personal por
sus inciertos destinos. España, que ya era un inmenso cementerio,
empezaba a ser también, y durante muchos, muchos años, una cárcel
descomunal." (Desmemoriados.org eldiario.es, 28/09/2019)
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