18/10/19

La esclavización laboral de los prisioneros bajo el franquismo: los Batallones de Trabajadores

"Es en este punto donde se manifiesta uno de los objetivos fundamentales del sistema de campos de concentración durante la Guerra Civil y el franquismo: el empleo de una parte de los prisioneros de guerra como mano de obra forzosa, su concepto de recurso económico. De hecho, su enunciado legal, decretado por el General Franco, corre casi paralelo al de la oficialización de los campos, siendo incluso anterior, de junio de 1937.

Como formulación general constituye lo que se ha dado en llamar utilitarismo punitivo: el aprovechamiento militar y la rentabilidad económica y política de los recluidos. Casi un 90% de las personas clasificadas lo fueron en grupos destinados o al frente bélico o a los Batallones de Trabajadores. En suma, es la utilización final del prisionero la que dota al planteamiento concentracionario de su verdadero sentido.

El trabajo de los prisioneros de guerra contravenía la Convención de Ginebra de 1929, suscrita por España con la firma del rey Alfonso XIII. Además, para mayor escarnio, se formuló la obligación de trabajar como derecho al trabajo. 

Muchos autores conceptúan este régimen laboral de esclavitud o semiesclavitud: sin derechos, cobraban una autentica miseria y, además, el 75% de su salario se retenía como cargo de manutención. Su situación era extrapenal: no habían sido juzgados ni sentenciados judicialmente, por lo que no es posible hablar estrictamente de redención de condena.

A estos prisioneros, en la práctica, se les explotó laboralmente en los Batallones de Trabajadores. Inicialmente podían resultar destinados a zonas próximas a los frentes bélicos o quedar en la retaguardia, trabajando para el nuevo régimen o para empresas privadas en la construcción o reconstrucción de obras civiles (carreteras, embalses, infraestructuras ferroviarias, edificios, bosques, minas, fábricas, etc.) o de naturaleza militar.

Al año siguiente de finalizar la Guerra Civil, el encuadramiento se simplificó en tres categorías: afectos, indiferentes y desafectos (siempre que no estuvieran sujetos a procesos judiciales). 

Los campos de concentración y los Batallones de Trabajadores experimentaron al tiempo una modificación administrativa con el fin de adaptarse a la coyuntura de postguerra y a la estructura existente de centros penitenciarios convencionales. Los campos de concentración se renombraron oficialmente como "depósitos de concentración". La masificación de las cárceles alcanzó tal grado que indujo a que estos recintos se convirtieran en un refuerzo transitorio del sistema penitenciario.

Los Batallones de Trabajadores pasaron a ser Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores. Incluyeron a los soldados de reemplazo que, tras la movilización general de las quintas de 1936 a 1941 (el comienzo de la conocida como 'mili de Franco'), habían sido considerados por las Cajas de recluta como desafectos. También incorporaron a aquellos desafectos cuya causa había resultado provisionalmente sobreseída y a los que habían sido absueltos tras el correspondiente juicio. 

Como figuras nuevas se crearon los Batallones Disciplinarios de Trabajadores (los integraban sentenciados por la Fiscalía de Tasas por delitos de contrabando) y, ya a partir de 1941, los Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores Penados (formados por condenados a penas de prisión). Distintas denominaciones, misma esencia. A partir de 1942 la procedencia de la mano de obra forzosa fue solo penal.

Otro elemento de legitimación de la política represiva y el sistema penitenciario fue el sistema de redención de penas por el trabajo. De origen decimonónico y vinculado a la justicia militar, su adaptación al contexto del desarrollo de la Guerra Civil y la Postguerra, con cárceles saturadas y necesidad de mano de obra, indujo al nuevo régimen, de acuerdo con su orientación ultracatólica y con afán pretendidamente moralizador, a disponer para las personas juzgadas con sentencia firme a pena de cárcel (por motivo de sus ideas, filiación política o afinidad a la causa de la República) un sistema de reducción del tiempo de condena asociado a la expiación de culpa. 

El organismo que gestionó esta política desde 1938 fue el Patronato para la Redención de Penas por el Trabajo. Los Destacamentos Penales, destacamentos adscritos a Regiones Devastadas y las Colonias Penitenciarias militarizadas fueron las principales figuras externas al sistema carcelario convencional creadas al efecto. La obra civil (construcción de infraestructuras ferroviarias, carreteras, pantanos, etc.), su ocupación preferente. 

En estas agrupaciones, los presos políticos a los que después de 1944 se añadieron los comunes sufrieron explotación laboral en el camino de su regeneración y reintegración en la sociedad. Paralelamente a la reducción del número de presos políticos en las cárceles, a comienzos de los años cincuenta su existencia pasó a ser testimonial.

Si ya hemos hablado de las funcionalidades de socialización del miedo, las meramente clasificatorias y las de explotación económico-laboral, en el planteamiento del sistema concentracionario franquista concurrió otro ingrediente fundamental: la reeducación, el adoctrinamiento en los valores políticos, religiosos, morales y culturales del franquismo. Se partía de una concepción de España en la que no quedaba lugar para la disidencia porque solo había una forma de ser un verdadero español: abrazar los principios del autodenominado Glorioso Movimiento Nacional, el nacionalcatolicismo.

De esta manera, en mayo de 1937 el general Franco pautó que la estancia en los campos de concentración debía servir para la reeducación, a través del trabajo, en los principios que alumbraban a la Nueva España y propiciar la regeneración ideológica de los prisioneros. Como consecuencia, se introdujeron en la rutina de los campos las charlas de adoctrinamiento político, moral y religioso, saludos y cantos fascistas, obligación de acudir a las misas, incentivo de las delaciones, etcétera.

En realidad, se prolongaba diariamente la derrota de quienes ya la habían sufrido en el campo de batalla y en la retaguardia. Se les humillaba y despersonalizaba para que fueran adaptándose a la nueva realidad e interiorizaran el papel sumiso que les esperaba en la España franquista. En esta situación la Iglesia católica desempeño un papel primordial, tanto de sustento teórico como de apoyo práctico.

Poco más de medio año después de finalizada la Guerra Civil, Franco dispuso la clausura de la mayor parte de los recintos. No obstante, el modelo de campos asociado al desarrollo de la Guerra Civil no tuvo su final hasta el cierre, en 1947, del campo de Miranda de Ebro.

Ya se ha reflejado que el sistema concentracionario franquista iba más allá de la mera existencia de los campos; su sombra se alargó hasta la década de los cincuenta por la vía de la redención de penas por el trabajo para presos políticos generados en la Guerra Civil y en la inmediata postguerra. Utilizando el título del ciclo de novelas de Almudena Grandes fueron, verdaderamente, Episodios de una Guerra Interminable."                       ( 


Trabajos forzados, hacinamiento, hambre y muerte: la institucionalización del horror en los campos de concentración franquistas.

Una vez finalizada la II Guerra Mundial, en la segunda mitad del siglo XX, se generalizó entre la población mundial el conocimiento de los campos de concentración y su pavorosa realidad. A partir de entonces, su sola evocación causa un estremecimiento, un sentimiento de horror que tiene que ver fundamentalmente con el desprecio de las vidas humanas. Víctimas que lo son por quiénes eran y a las que sus verdugos privaron de su razón de ser, del sentido de la existencia. Los nazis lo expresaron como «vidas indignas de ser vividas». El rostro del mal.

Hasta tiempos relativamente recientes, la presencia de campos de concentración en la España de la Guerra Civil y la Postguerra ha sido un hecho generalmente desconocido, condenado a la desmemoria. Aunque con distinta caracterización, profusión, intencionalidad y resultados, su existencia fue un asunto común al bando franquista y al republicano mientras duró la contienda.

Las penurias, el miedo, la enfermedad y la muerte formaban parte del día a día de los campos de concentración que operaron en España entre 1936 y 1947. Sin embargo, su finalidad no radicaba en el asesinato sistemático de sus ocupantes, por lo que no hay que confundirlos con campos de exterminio. El objetivo de estos últimos era la aniquilación sistemática, el genocidio, habitualmente de judíos, gitanos, homosexuales, comunistas, rojos españoles, etcétera. (ahí está el recuerdo de los campos nazis de Auschwitz, Treblinka, Jasenovac, Belzec...). En todo caso, más allá de su dimensión física, los campos de concentración configuran espacios históricos y simbólicos para las generaciones posteriores a su existencia.

El campo semántico de la represión política y el control social que padeció la población opuesta o desafecta al régimen franquista es abundante e incluye denominaciones como: campos de concentración, Batallones de Trabajadores, Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores, depósitos, Destacamentos Penales, cárceles, talleres penitenciarios, Colonias Penitenciarias Militarizadas, Regiones Devastadas, hospitales penitenciarios... El régimen franquista utilizó la expresión «horda de asesinos y forajidos» para referirse a los prisioneros de guerra.

Con carácter general, podemos definir los campos de concentración franquistas como recintos provisionales dependientes del ejército en cuyos límites se encuentran recluidos, en condiciones infrahumanas, combatientes republicanos y población civil privados de libertad de modo arbitrario, que no han sido sometidos a juicio previo, tan solo a una clasificación, y que tampoco disponen de garantía judicial alguna.

Los campos de concentración franquistas tuvieron un carácter provisional y disperso a lo largo y ancho del territorio español. Según las investigaciones más recientes, hasta 1939 se crearon 286 recintos, permaneciendo 23 abiertos a finales de dicho año. Otros rasgos definitorios del sistema concentracionario franquista fueron la falta de coordinación y la masificación de la población prisionera. Su función social consistió en la represión, humillación y sumisión de toda persona encuadrada y clasificada de forma previa como disidente del nuevo régimen.

La caracterización de los campos de concentración franquistas se halla en estrecha relación con la evolución y larga duración de la Guerra Civil. Aunque la creación de los primeros campos se remonta al inicio de la contienda, su proliferación se produjo en los últimos meses de 1936, diseminados fundamentalmente por algunas localidades de la retaguardia de la mitad norte peninsular, cuando la acumulación de prisioneros de guerra y, en menor cuantía, civiles desbordaba ya las cárceles y los presidios.

De este funcionamiento preinstitucional e irregular se pasó en julio de 1937, al hilo del desmoronamiento del Frente Norte republicano, a uno oficial que vería la luz a partir de la publicación de una orden del General Franco en el Boletín Oficial del Estado con el título 'Campos de concentración de prisioneros', en la que urgía su creación.
"S. E. el Generalísimo de los Ejércitos Nacionales ha dispuesto la constitución de una Comisión que, previos los asesoramientos necesarios y con la máxima urgencia, proceda a la creación de los Campos de Concentración de prisioneros...". Boletín Oficial del Estado.- Burgos 5 de julio de 1937.- Número 258
Ese mismo mes se instituyó la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros (ICCP), con el fin de gestionar la organización y control de estos lugares, así como dirigir la política concentracionaria. En la práctica predominaron la falta de previsión, el hacinamiento y el funcionamiento errático, existiendo apreciables diferencias entre los numerosos recintos habilitados.

De los más de medio millón de prisioneros que pasaron por los campos de concentración de Franco, más de 100.000 fueron recluidos en el año 1937; de ellos, casi la mitad cayeron en Cantabria. Una vez detenida o presentada la persona, la primera fase del proceso represivo era la clasificación. El criterio utilizado para tal fin partió de la Orden General para la Clasificación de Prisioneros y Presentados, dictada en marzo de 1937, anterior por lo tanto al nacimiento "oficial" de los campos de concentración franquistas. Se establecieron cuatro categorías en las que unas comisiones clasificatorias de naturaleza militar encuadraban:

a) Quienes eran afectos o no hostiles al Movimiento Nacional. En caso de haber formado en las filas enemigas, que lo hubieran hecho obligados. En este último supuesto podían ser considerados dudosos si no se conseguía información que los apoyara.

b) Quienes habían formado parte voluntariamente del ejército republicano y no tenían responsabilidades sociales, políticas o comunes. Indiferentes o desafectos leves.

e) Jefes y Oficiales del ejército republicano, quienes hubieran cometido actos de hostilidad contra las tropas franquistas, dirigentes y miembros destacados de partidos y sindicatos contrarios al nuevo régimen y también quienes fueran presuntos responsables de delitos de traición, rebelión o de orden social o político efectuados antes del comienzo del Movimiento Nacional (en la práctica se extendía hasta los sucesos revolucionarios de octubre de 1934). Desafectos graves.

d) Quienes eran presuntos culpables de delitos comunes.

En lo que constituye una inversión jurídica o justicia al revés, se trataba como sublevados a quienes habían permanecido fieles a la legalidad republicana. Eran las personas detenidas las que debían probar su inocencia, por lo que sus familias se lanzaban a la búsqueda de avales que la acreditaran. Habitualmente recurrían al alcalde, al cura, al Jefe de la Falange o a personas con poder para justificar documentalmente la exención de responsabilidades.

Sin contar los asesinatos cometidos por falangistas, otros grupos de paramilitares y también guardias civiles mediante las sacas de internos y los fusilamientos sin formación de causa, sobre todo durante la Guerra, se estima que dentro de los campos hubo más de diez mil víctimas debidas a las atroces condiciones en las que se desarrollaba la existencia diaria. La generación de terror en la población era un elemento consustancial a la propia existencia de los campos.

En síntesis, una vez clasificados, proceso no sujeto a ningún plazo temporal, el destino que esperaba a los internados en los centros era el siguiente: los afectos al Movimiento Nacional, en caso de que estuvieran en edad militar, pasaban a la caja de reclutas como trámite previo a la incorporación al frente al lado de los rebeldes. A los grupos de dudosos, indiferentes y desafectos leves se les reasignaba a los Batallones de Trabajadores o bien eran trasladados a otro campo, esperando un destino permanente. Los calificados como desafectos graves sufrían un consejo de guerra con el habitual resultado de elevadas penas de prisión o pena de muerte. Finalmente, aquellos que no había conseguido probar su inocencia de delitos comunes quedaban a disposición de la autoridad judicial que les correspondiera.

El despliegue concentracionario franquista no contempló la existencia de campos para mujeres de una forma regularizada. Ahora bien, consta su presencia en alguno de ellos y en determinados recintos que funcionaron como prisiones, normalmente a cargo de órdenes religiosas, como fue el caso de las Oblatas en Santander. Se estima que había en España, a principios de 1940, más de 40.000 mujeres encarceladas En este caso, a la represión general se suma la específica de género. A las mujeres se las castigaba, humillaba y reeducaba para que tomaran conciencia del papel subordinado que, en el marco del hogar y la familia católica, las esperaba al otro lado de los muros.

Igualmente, en cuanto familiar (madre, mujer, hermana...) de encarcelado o prisionero, las mujeres experimentaron otra vertiente represiva, ya que sobre ellas descansaron las tareas de sostenimiento familiar y de asistencia al detenido. En estas circunstancias se produjeron violaciones, amenazas y ruindades de todo tipo por parte de los guardianes de los campos.

 Hacia finales de julio de 1938 el total de prisioneros y presentados en los campos de concentración alcanzó las 210.113 personas, de las que 37.674, casi un 18%, estaba pendiente de clasificación. De las ya encuadradas (172.439, algo más del 82%, aproximadamente) a un 58% se las consideró afectas a la causa, a más de un 20% como dudosas, en torno al 12% desafectas leves, más de un 8% como desafectas graves y a casi el 2% como delincuentes comunes."               ( , eldiario.es, 28/09/2019)


 "Cuando España era una inmensa prisión: el avance de las tropas franquistas dejó un reguero de campos de concentración.

Con la sublevación militar en marcha a partir del día 17 de julio de 1936, el territorio peninsular español quedó dividido en dos partes a medida que fueron decantándose los lugares que se mantuvieron fieles a la República y aquellos en los que triunfó el alzamiento militar golpista.

A su vez, aquel que permaneció en manos republicanas también quedó partido y sin posibilidades de comunicación por tierra, dado que el espacio que conformaban las provincias de Guipúzcoa, Vizcaya, Cantabria (entonces Santander) y Asturias en la franja septentrional resultó aislado del resto de las áreas leales al gobierno legítimo.

Por su parte, en este contexto, la ciudad de Oviedo, al triunfar allí la rebelión militar al mando del Coronel Aranda, igualmente se transformó en una solitaria isla dentro del territorio republicano del norte, que soportaría durante meses el acoso de las milicias asturianas afines a la República hasta que tropas rebeldes llegadas desde Galicia pudieron romper el cerco.

Establecido así el Frente Norte tras la toma de Irún y San Sebastián por las tropas navarras del General Mola en septiembre de 1936, cerrado con ello el paso terrestre hacia Francia, con la presión del ejército franquista desde el oeste por Galicia y desde el sur por Burgos, Palencia y León, y bloqueado por mar por barcos de los sublevados como el Almirante Cervera o el Acorazado España, la cornisa cantábrica resistió el avance rebelde a duras penas hasta finales de octubre de 1937 en que caen las ciudades de Gijón y Avilés.

Una gran mayoría de estudiosos coinciden en que durante ese periodo cada uno de los ejércitos republicanos del norte hizo la guerra por su cuenta. El teórico mando militar único fue encargado inicialmente al General Llano de la Encomienda, que rápidamente se vio sustituido por el General Gamir Ulibarri, debido a la desconfianza que desde el primer momento se generó entre el primero y el Lehendakari José Antonio Aguirre, pero lo cierto es que las tropas republicanas actuaban en cada provincia de forma sumamente autónoma.

Mientras que en Asturias y en Cantabria se adscribían ideológicamente al Frente Popular, en Vizcaya pertenecían mayoritariamente al Partido Nacionalista Vasco, de carácter conservador y católico, lo cual no hacía que la confianza y la colaboración fluyeran. En la práctica, la fuerza militar en Asturias estuvo dirigida por el sindicalista Belarmino Tomás y la montañesa por el Comandante, de ideología izquierdista, José García Vayas, mientras que las columnas vascas se pusieron al mando directamente del Estado Mayor constituido por José Antonio Aguirre y el propio gobierno vasco.

A mediados de junio de 1937, ante el empuje de las brigadas navarras, cayó el Cinturón de Hierro de Bilbao (una serie de fortificaciones que rodeaban a la capital vizcaína. Con ello, las divisiones vascas, que apoyadas por columnas asturianas y montañesas habían defendido la ciudad sin apenas artillería y aviación, no tuvieron más remedio que emprender la retirada hacia el oeste en dirección a Santander.

En Santoña y sus alrededores acabaron concentrándose varios miles de combatientes republicanos en retirada, y es entonces cuando se produce a finales de agosto de 1937  el que se denomina Pacto de Santoña, según el cual el gobierno del PNV negocia con los italianos, aliados de Franco, e independientemente del gobierno de la República, la rendición y evacuación por mar de los gudaris vascos. 

Este acuerdo acaba frustrándose por varias razones, entre las cuales destaca el hecho de que los barcos ingleses que habían de transportar a los soldados no llegan a tiempo y que la comandancia franquista desautoriza las negociaciones llevadas a cabo por el mando italiano. Lo que empezó siendo un acuerdo para respetar la vida de los soldados vascos finalizó como una rendición incondicional, lo cual supuso un desastre para sus propios intereses y un debilitamiento muy considerable para la República en el Frente Norte.

En los mismos días, concretamente el 26 de agosto, con un retraso de casi un mes por la ofensiva republicana de Brunete, las tropas sublevadas al mando del General Fidel Dávila entran en Santander, continuando el avance posteriormente a lo largo de la provincia hacia Asturias. Con la caída de Santander y los hechos ya mencionados de Santoña, aproximadamente unos cincuenta mil combatientes republicanos se rindieron. Nunca antes el ejército rebelde se había encontrado con una cantidad tal de prisioneros.

Alejadas las tentaciones, gracias a la amplia y escandalizada repercusión en la prensa internacional, de repetir sucesos tan terribles como los de la toma de Badajoz, en los que el ejército franquista al mando del General Yagüe ejecutó entre los días 14 y 15 agosto de 1936 a no menos de cuatro mil personas con el objeto, según propias palabras de Yagüe, de no dejar por detrás de su avance a posibles combatientes enemigos, para el ejército victorioso se imponía una gestión necesaria y urgente del enorme contingente de detenidos con los que se encontró tras la finalización de la Campaña del Norte.

Si para entonces ya existían por la geografía española en poder de los fascistas un rosario de centros improvisados de detención, fue a partir de este momento cuando el mando franquista tuvo que aplicarse en la implantación de una red formalizada de campos de concentración de prisioneros que duraría hasta mucho más allá del final de la guerra. Sin embargo, la improvisación siguió siendo en gran medida la tónica general.

En la entonces provincia de Santander, al igual que en el resto del país, se habilitó cuanto recinto o edificio fue posible: campos de fútbol, plazas de toros, fábricas, colegios, explanadas… Lugares todos en los que la masificación se impuso y las condiciones de vida para los derrotados se convirtieron en un muro difícilmente salvable, más allá de la lógica preocupación personal por sus inciertos destinos. España, que ya era un inmenso cementerio, empezaba a ser también, y durante muchos, muchos años, una cárcel descomunal."                 (  eldiario.es, 28/09/2019)

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