"Debemos asegurar la existencia de nuestra gente y un futuro para los
niños blancos”. Este lema, conocido entre los supremacistas como “las
14 palabras”, acuñado por el nazi convicto David Lane entre finales de
los 80 y principios de los 90, podía leerse en una de las armas que el
asesino de Christchurch, Nueva Zelanda, utilizó el pasado viernes 15 de
marzo para sembrar el terror y acabar con la vida de al menos 50
personas en dos mezquitas de la ciudad.
En un manifiesto publicado poco
antes en una red social, el criminal aseguraba inspirarse en los ataques
de Oslo y de la isla de Utoya, perpetrados en 2011 por un
ultraderechista noruego. El actual presidente del Southern Poverty Law Center (SPLC), institución que lucha desde 1971 contra el odio y la intolerancia de los grupos extremistas, Richard Cohen, asegura que el manifiesto del asesino “tiene el sello inconfundible de la llamada alt-right [derecha
alternativa]”, es decir, de una ultraderecha que hace uso intensivo de
las redes sociales, que rechaza la derecha tradicional y que adopta el
etnonacionalismo blanco como valor fundamental. Su atentado demuestra,
además, que “el supremacismo blanco es un movimiento terrorista global”.
En los últimos 4 años, en 17 ataques igualmente inspirados por el
odio, fueron asesinadas al menos 81 personas en Estados Unidos y Canadá,
según datos recopilados por el SPLC. Esto sin contar los cientos de
heridos. Solo en el 2018, “el año más mortífero hasta la fecha”, fueron
asesinadas 40 personas, frente a las 17 víctimas mortales del 2017.
Ya
sea el atropello con una furgoneta en Toronto, el tiroteo en la escuela
de secundaria de Parckland, Florida, la masacre en la sinagoga Tree of life,
o el apuñalamiento atroz en el exterior de un local nocturno de
Pittsburg, en cualquiera de estos ataques del pasado año puede
reconocerse la influencia de la alt-right. Es el sello del odio
racista, misógino, homófobo o xenófobo, según los casos, o el de todos
juntos, que se “metastatiza” en las distintas redes sociales y deja un
rastro corrosivo y sangriento que traspasa fronteras.
La “derecha alternativa”, policéfala Hidra de Lerna, se articula en
una miríada de grupos heterogéneos repartidos por toda la geografía
estadounidense. Según el informe anual del
SPLC, el número de grupos de odio creció en 2018 un 7% respecto del año
anterior, hasta un total de 1.020 grupos.
Para encontrar una cifra
similar hay que retroceder al año 2011, cuando se extendía por el país
la animadversión hacia el primer presidente negro de Estados Unidos. En
medio de la era de Donald Trump, el número de grupos de ultraderecha
vuelve a crecer, un 30% en los últimos 4 años.
Una de las condiciones materiales para que se produzca esta tendencia
hacia posiciones de odio supremacistas es sin duda la percepción de los
cambios demográficos, más o menos visibles en barrios y ciudades
estadounidenses, que el United States Census Bureau pone en cifras:
según sus últimas proyecciones, publicadas en 2015, la población blanca
no hispana de Estados Unidos, que en 2014 era del 62,2%, pasará a ser
una minoría mayoritaria, es decir, menos del 50% del censo del país, en
algún momento a partir del 2040.
Naturalmente, el ascenso derechista en EE.UU. está relacionado quizá
más directamente con las actitudes del presidente Donald Trump, claro
agente de “la infiltración de ideas extremistas en la retórica y la
agenda de la Administración”. Como ejemplo de ello baste citar algunos
de sus mensajes: “Hay muchos CRIMINALES en la Caravana [de emigrantes
hondureños]”; y en enero de 2018 se refirió a los países de mayoría
negra como “shithole countries” (traducible como “agujeros de mierda”); y
señaló a los mexicanos como “violadores”.
Pero también, señala el
estudio del Southern Poverty Law Center, “consultando con grupos de odio
sobre políticas que erosionan la protección de los derechos civiles”.
Así, muchos de los grupos extremistas, los Proud Boys, los Patriot
Prayers, la Atomwaffen Division, el Patriot Front, el Identity Evropa,
el Rise Above Movement, el ACT for America, etc., tienen conexiones
directas con algunos de los miembros y asesores de su gobierno. Y sus
aliados mediáticos, entre los que se cuenta la cadena Fox News, ayudan
asimismo en la propagación de sus ideas venenosas.
Pero la alt-right norteamericana traspasa fronteras y se
coordina con otras organizaciones y/o partidos europeos (o viceversa)
para llevar las ideas regresivas a las instituciones y los países donde
encuentran un ambiente favorable, bien por la presencia de grupos
extremistas, o bien debido a que las formaciones de derecha o extrema
derecha se encuentran instaladas en el gobierno.
En Rumanía, por ejemplo, cuatro grupos estadounidenses por los
derechos religiosos (Alliance Defending Freedom, American Center for Law
and Justice en su rama europea, Liberty Councel y World Congress of
Families) presionaron al Tribunal Constitucional rumano para la
celebración de un referéndum con el objetivo de prohibir, vía enmienda a
la Constitución, el matrimonio entre personas del mismo sexo, que de
hecho ya era ilegal.
El referéndum se celebró en octubre de 2018, con el
triunfo de la prohibición, aunque la participación, que fue del 20% del
censo, no alcanzó el 30% mínimo exigible y el resultado quedó sin
efecto.
En Italia, el actual primer ministro Matteo Salvini y su partido de
extrema derecha antiinmigrantes, la Liga, aliado del grupo de odio
norteamericano anti-LGTBI World Congress of Families (WCF), abrió “las
puertas del país” a los tradicionalistas del otro lado del Atlántico. Se
reunió frecuentemente con el conocido gurú Steve Bannon, envió
discursos a los foros del WCF, e invitó a este a desarrollar en Verona
su congreso anual de 2019, donde se reúnen activistas y políticos de
todo el mundo para debatir cómo derribar los derechos reproductivos y de
los colectivos LGTBI.
En España, un miembro del patronato de la franquicia europea de Hazte
Oír, bautizada como CitizenGo, forma parte de la junta directiva del
WCF, además de compartir a varios miembros de su personal y tener lazos
estrechos con el grupo de odio anti-LGTBI italiano Generazione Famiglia,
desde que fue fundado en 2013.
En este sentido, el European
Parliamentary Forum on Population and Development (EPF) llama la
atención, en un informe de
abril de 2018, sobre la existencia de un grupo de presión denominado
Agenda Europe, integrado por políticos y activistas religiosos de
ultraderecha, cuyas reuniones son secretas.
Su proyecto, al que denominan “Recuperar el orden natural”, busca
derogar las leyes existentes sobre derechos civiles como el divorcio, el
acceso a la anticoncepción o a las tecnologías de reproducción asistida
y el aborto, la igualdad de las personas LGTBI, o el derecho a cambiar
de género o de sexo. Intentan así, en palabras de Ulrica Karlsson,
presidenta del EPF y parlamentaria sueca, “imponer a los demás sus
creencias religiosas personales a través de las políticas públicas y la
ley”. El grupo inicial de activistas ha crecido hasta atraer en la
actualidad a más de 100 organizaciones de más de 30 países europeos.
Y, como señala Miquel Ramos, periodista especializado en extrema derecha y delitos de odio y coautor del proyecto crimenesdeodio.info,
en el Parlamento Europeo se sientan ya numerosos eurodiputados de
extrema derecha cuyos partidos “sirven de nexo e incluso de mecenas”
para las organizaciones más radicales, que se financian en parte con dinero público procedente de subvenciones, además de las donaciones privadas.
Pero volvamos a los ataques de Christchurch, en Nueva Zelanda. En
opinión de Ramos, no debería descartarse la posibilidad de un ataque
similar en España. La cuestión es que “ni las autoridades ni la sociedad
española en general se toman en serio esta amenaza”.
En el verano de
2018 fue detenido en Terrassa, en posesión de un arsenal, un
ultraderechista que había manifestado la intención de atentar contra el
presidente del Gobierno, fanático que, por cierto, era simpatizante de
un partido ultranacionalista relacionado con organizaciones neonazis
internacionales.
Y en febrero de este año, la Guardia Civil detuvo en
Alfarrasí, por posesión de armas y simbología nazi, a un individuo que
incitaba a la violencia contra musulmanes e inmigrantes a través de una
de las redes sociales más populares. Hace pocos días, en una operación
contra un grupo neonazi, la Guardia Civil encontró en una vivienda de la
localidad de Garrapinillos, Zaragoza, un zulo lleno de armamento y
explosivos. Pero para la prensa “no son más que anécdotas”.
Y para los
jueces, “simples chavales jugando a ser nazis, nada preocupante”. Y más
allá de las amenazas reales que representan semejantes individuos, crece
en la calle el activismo de grupos de odio, con manifestaciones y
concentraciones con distinto grado de violencia.
La cuestión, en Estados Unidos y en Europa igual que en España, es
que “los discursos de odio llenan los platós de televisión y las ideas
que nutren a estos grupos son parte del menú diario en los medios de
comunicación”, asegura Ramos. Por si no fuera suficiente, los gestores
de las redes sociales no siempre se emplean con el celo necesario para
atajar los mensajes que incitan al odio y a la violencia.
Estas
provocaciones, las figuras del hater y del troll, sus
campañas de “acoso y difamación”, atraen a numerosos jóvenes que se
sienten parte de un colectivo inconformista y “políticamente
incorrecto”. Al fin y al cabo, parecen opiniones tan aceptables en
democracia como cualquier otra.
Sin embargo, no son simples opiniones, sino destilaciones de odio. El
odio dirigido hacia las personas diferentes, hacia las que piensan de
forma diversa y tienen costumbres y culturas distintas. Como si estas
amenazaran la existencia de los que odian.
Una existencia que se
determina en contraposición a la diversidad. Odiar para existir. Un odio
que genera odio, de forma que los que odian son odiados por aquellos a
quienes odian. Un odio que rompe la convivencia." (Ricardo Molina Pérez, CTXT, 27/03/19)
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