"Valentina Lizalde quedó viuda con dos hijos después
de que su marido, albañil, fuera fusilado junto a otros vecinos por
“pertenecer al Frente Popular”. Por si fuera poco, tras su muerte, fue
multada con mil pesetas en virtud al artículo 15 de la mayor legislación
de incautación del franquismo, la Ley de Responsabilidades Políticas de
1939.
Valentina envió una carta al presidente de la Comisión de Incautaciones
negándose a pagar la multa impuesta y denunciando abiertamente el
discurso de justicia social de Falange: “Bastante tengo con preocuparme
de buscar [recursos], lavando ropa para familias particulares y haciendo
recados, con los que poder dar a mis pequeñuelos un trozo de pan y ver
que mi humilde hogar tenga algún día lumbre, cosas que no siempre
consigo en la cantidad necesaria, y por lo que, contra las disposiciones
de nuestro invicto caudillo, en mi casa existen días sin pan y también
en mi hogar días sin lumbre”. (...)
Las estrategias de resistencia de mujeres tuvieron como objetivo
principal minimizar en su día a día la apropiación del poder sobre sus
vidas. En la recuperación de la dignidad material se produjeron todo tipo de acciones para lograr una cierta autonomía.
Por ejemplo, reapropiarse de los recursos materiales de los que habían
sido despojados a través de la aplicación de diversas medidas, entre las
que se encuentra la Ley de Responsabilidades Políticas.
Estas resistencias incluían la reocupación de sus casas cuando habían
sido incautadas, el cultivo de sus campos cuando estaban embargados, o
auténticas luchas titánicas para que la máquina de coser, el
instrumental médico o el utillaje agrícola les fueran devueltos.
Es
interesante pensar que, en Aragón, de los veinte millones de pesetas
exigidos en forma de multas a la población vencida, sólo tres millones y
medio se saldaron, en buena parte gracias a los mecanismos de dilación y desobediencia civil de las víctimas de la Ley de Responsabilidades Políticas.
En agosto de 1940, y sin que se hubiera todavía celebrado el consejo de guerra que la mantenía presa, María Bordonaba,
analfabeta de 28 años y acusada de ser una “mujer peligrosa para el
régimen actual”, escribió al Auditor de Guerra gracias a la ayuda de Flora Mateos,
una de las muchas mujeres que ejercieron de escritoras delegadas en
pueblos y cárceles.
En la carta pedían la libertad atenuada de Bordonaba
para poder atender a sus “hijitos” y a su “salud quebrantada”.
Concedida la libertad provisional, pedía su traslado a Zaragoza, con sus
niños, “para dedicarse a trabajos domésticos para cuidar a su familia y
socorrer” a su marido.
Precisamente la emigración a las ciudades permitía
la búsqueda de trabajos informales como el servicio doméstico, la
hospedería, la limpieza de ropa y edificios, o el cuidado de personas,
así como el tránsito de los márgenes de la Ley formando parte del
mercado negro local, o practicando la prostitución, pero también
llevando a cabo hurtos y estafas.
Otra vertiente de estas resistencias fue la escritura,
un mecanismo clave que supuso para las mujeres la posibilidad de
reivindicar su voz y su propia visión de los acontecimientos, dejando
además para la Historia no pocos relatos que unían testimonio con
conocimiento y conocimiento con denuncia.
Mediante cartas a las
autoridades, plasmaban ante los más altos tribunales relatos de
ilegalidad, rapiña y saqueo donde tanto ellas como sus familias eran
víctimas de los hechos, o denunciando violaciones por parte de patronos,
o la violencia de guardias civiles y falangistas.
Además, dejaban constancia de que la legislación franquista venía
acompañada del enriquecimiento y la reposición en el poder de personas
provenientes de un mundo de privilegios económicos y sociales, mientras
dejaba en la indigencia a la mayor parte de la población. (...)
Traspaso del patrimonio a los vencedores
Las mujeres denunciaron cómo la guerra y el enriquecimiento que de
ella surgía había sido una opción planeada desde arriba y ejecutada a
nivel local por agentes conocidos.
Dejaban así constancia del enriquecimiento que acompañaba a la incautación de bienes
de particulares vencidos en la guerra, cuyo patrimonio iba a parar a
manos de las fuerzas vivas, solidificando un mundo de privilegios
económicos para los colaboradores del nuevo Estado en su tarea
represiva…
Entre los testimonios, el de una mujer, llamada Fermina
Larraga, que describía al mínimo detalle cómo un grupo de gente armada
del pueblo “que se dijeron falangistas” se llevaron de su establo cuatro
vacas, seis ocas, diez gallinas “porque se incautaba de las mismas el
Estado”. De aquella requisa “no les dieron justificante o recibo de
clase alguna”.
Disfrazadas para llegar a sobrevivir
En el ambiente de la dictadura, estas mujeres debían pasar desapercibidas a ojos del régimen. Para que sus técnicas fueran exitosas, el régimen debía encontrar en ellas todo el elenco de virtudes políticas y morales que el nacionalcatolicismo franquista llevaba por bandera. Por eso, la protesta de estas mujeres no era siempre y en todo caso abierta.Es significativa la gran cantidad de mujeres que en el pueblo de Caspe (Zaragoza) escribieron defendiéndose con las mismas palabras ante acusaciones también similares. Magdalena Dolador, Pilar Lacarta, Antonia Piera, María Poblador, Lucía Rafales y Benita Sorrosal compartieron un texto común para defenderse de sus cargos de “transgresoras”.
Reproducimos, poniendo entre corchetes las variaciones entre unos y otros pliegos: “(...) tanto por su sexo, como por su estado de viuda [tanto por su sexo, edad y estado; y de salud], como por su falta de instrucción, nunca ha tenido la menor intervención en política [de la cual no entiende lo mas mínimo y que la tenía sin cuidado; ni cosas sindicales; sin que se haya metido nunca en política, ni pueda ser considerada como revolucionaria], no se ha ocupado de otra cosa que de las atenciones de su hogar [sin haber desarrollado otras actividades que las de su casa; de las faenas de su casa]; más que de sus faenas en el campo; y de sus seis hijos; haciendo la vida propia de un pueblo de las de su sexo”.
La lucha por la justicia y la reparación
La idea de que la violencia es conocida por todos y que no podrá ser sepultada por eufemismos como “desaparecido”, la encontramos en muchos testimonios, como el de Romualda Garulo, que ejercía de voz de la memoria de las historias familiares.Ella recordaba que “se habla en el expediente de fallecimiento, más lo cierto es que, a mediados del mes de agosto de 1936, se presentaron en casa unas cuantas personas, que obligaron a mi esposo y a nuestros dos hijos Emilio y José de 24 y 21 años respectivamente, a que se levantasen de la cama y los acompañasen, apareciendo días después el cadáver de mi esposo y no habiendo sido posible encontrar hasta el presente el de mis dos hijos. Comprenderá el Tribunal la situación de terror en que se desenvolvía nuestra actividad familiar”. (Irene Murillo Aced, Diagonal, 22/11/15)
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