Un prisionero de Mauthausen yace en la nieve
"Pocas veces sabemos la verdad de los hechos
históricos. Quizá nadie la sabe, ni siquiera quienes estaban en ellos y
sólo vieron una parcela de la realidad y eso les impidió tener
perspectiva.
En Mauthausen, en el campo de concentración cercano a la cantera de Wiener Graben, había una escalera llena de muertos cargando piedras a sus espaldas. 187 escalones de humillación y esclavitud.
La realidad del campo nunca la sabremos, hay
demasiados que no pudieron contarnos sus experiencias y otros que
prefirieron olvidar para reinventarse en una vida alejada de diez años de guerra y derrota.
Es difícil saber cuántos españoles murieron antes de
comenzar los registros, casi imposible saber el número de desaparecidos
entre campos de concentración y el maquis, pero lo que sí tenemos es la memoria, la que nos legaron humildemente los pocos que tuvieron fuerzas para agarrar un lápiz.
Dentro de esa miseria, de los hornos funcionando
incansablemente, algunos supieron enfrentarse a la muerte de la mejor
manera que sabían: viviendo. Y vivir es tratar de ser feliz
hasta en los peores contextos. Eran jóvenes y anhelaban respirar,
buscar los pájaros que no querían atravesar el campo porque las cenizas
les impedían volar.
Cuando comencé a interesarme por Mauthausen, para
construir un texto teatral, me encontré muchas sorpresas: un plan para
sacar las fotos de la visita de Himmler al Lager (que fueron la prueba
para condenar al dirigente nazi) gracias a Paco Boix; un niño procedente
de Auschwitz que se paseaba vestido de bombero (un niño que ahora sigue
pintando en Mallorca y con el que tuve una entrañable charla); los
partidos de fútbol, los combates de boxeo o la Rondalla, la orquesta
parcamente montada con instrumentos fabricados en el propio campo…
Pero fue hablando con Jacques, hijo de José
Fernández, 'El inglés', que acababa de publicar las memorias de Luis
García Manzano, Luisín, guardadas durante años por su padre, prisionero
del campo de exterminio. Ahí estaba la clave que llevaba varios años
buscando: La Opereta del Rajá de Gorra, una obra de teatro, con toda su parafernalia, estrenada dentro de los barracones.
A los nazis del campo los españoles les resultaban
pintorescos por su desparpajo y su vitalidad ante la muerte. Poco a poco
fueron consiguiendo alcanzar los trabajos donde no se moría y empezaron
a organizarse. Dejaron a un lado las luchas entre anarquistas y
comunistas y formaron un bloque común para sobrevivir.
Lo que no les arrebataba la enfermedad, la tortura o
el hambre, se lo ofrecían a la parca suicidándose, tirándose desde lo
alto de la cantera en "el salto del paracaídas", o lanzándose a la valla
electrificada. Había que inventar algo para conseguir que los muchachos
tuvieran quehaceres que los alejaran de la tragedia… ¿una revista de
variedades con números de humor, poesía, claqué, gimnasia rítmica y las canciones de la Rondalla?
Sí, ésa era una buena idea. Así nació, de la mano de
Antonio Díaz, la opereta que iba a ser recordada por todos el resto de
sus vidas. Una comedia en cinco actos donde participarían prisioneros de
varios países.
Todo el campo ayudó a su construcción y eso construyó su moral:
la sastrería remendando trajes para vestuario; los de carpintería
haciendo pelucas con las virutas de la madera y haciendo de tramoyistas;
el maquillaje a cargo de los franceses que habían trabajado en la ópera
de París; los decorados del Puerto de La Habana, dirigidos por Ramón
Mila; los efectos de luces e instalación eléctrica a cargo de los
electricistas... Toda una producción teatral que sin duda hubiera
triunfado en las mejores salas.
El argumento: un
emigrante que llegaba a La Habana y explicaba su odisea. A partir de
ahí, españoles, polacos, checos, yugoslavos... dando el do de pecho para
entretener a sus compañeros.
Eran los primeros días agosto de 1943 y nada parecía
presagiar una victoria absoluta frente a Hitler, que amenazaba con
emplear sus armas secretas y la superioridad en la batalla del ario
común, así que había que seguir resistiendo y diseñar una red de
solidaridad de mayor alcance.
Para eso servían los ensayos, para establecer debates
y constituir un comité internacional de solidaridad que tomase las
decisiones dentro del campo. Ni los judíos ni los soviéticos sobrevivían más de un par de días, eso nadie lo iba a cambiar. Pero con los demás debían intentarlo.
Tres días duró la representación de la opereta y los
aplausos llegaron a Zeiris, comandante del infierno, que quiso hacer una
función el día 11 solo para alemanes. El éxito fue rotundo y sonó a
victoria, como si hubieran asestado un golpe dentro del corazón nazi.
Habían ganado el derecho a ser personas, a sonreír, a dejar de ser
mierda por un día. Infrahumanos, como Zeiris los llamaba.
Esa victoria moral les dio fuerza para gritar un "no"
rotundo, semanas después, cuando quisieron enrolarles en la División
Azul. Así, con el humor renovado, inauguraron el ''selecto'' Club de los
Capricornios, al que sólo se accedía si tu esposa te abandonaba y la
decisión quedaba acreditada por carta.
Con el carnet de entrada, a modo de bienvenida, se
les hacía una caricatura con unos gloriosos cuernos. Tan dignos retratos
eran expuestos en el barracón 12, el comedor.
Cuentan cómo una noche los mandos alemanes llamaron a
los músicos para que les amenizaran la cena y el comandante Zeiris
pidió a Juanito, el catalán, que entonase La dona e Mobile
de Rigoletto. Él aprovechó para cantarla en catalán y, según dice
Luisín, construyó la siguiente coplilla: La dona E mobile/sois unos
cabrones/unos hijos de puta/y unos maricones/unos mal paridos/ dados por
el culo/etc...
Eso sí, cantado muy seriamente junto al maestro
Botella, quien dirigía la Rondalla. Al finalizar, los nazis aplaudieron
como si se tratase del mejor tenor italiano.
Serrano Suñer había tratado de robarles la identidad
al nombrarles "apátridas", ya no eran ni españoles, aunque su triángulo
azul con la S les ubicase. Ahora eran luchadores por la libertad
sin fronteras. De hecho, casi ninguno regresó nunca a España y tardaron
decenas de años en obtener del gobierno español algún mínimo homenaje.
Algunos supervivientes que se reunían durante los
años 60 y 70 en casa de 'El Inglés', decidieron no destapar estas
''diversiones'' por miedo a que no fueran entendidas en su dramático contexto. Decidieron ocultar lo que les había hecho humanos, una dicotomía dentro de otra. Sin duda, nada más lejos de la realidad.
Esa búsqueda poética de la felicidad, de la juventud,
esa celebración de la vida era la lección más compleja. Pero la
sociedad, como ahora, no estaba preparada para entenderlo. Era más
sencillo hablar sólo de la muerte y cosificar a los prisioneros,
haciéndoles números y uniformes rayados.
Una de las anécdotas más graciosas
de la opereta fue la que le ocurrió a Manuel Peris, que interpretaba a
Lolita, la rubia. Los maquilladores franceses eran tan buenos que le
habían transformado en una verdadera señorita cuando entró un
Unterscharfürer SS.
El nazi, al ver a la rubia, la Lolita, la agarró del
brazo para llevarla al burdel, pensando que se había fugado de allí.
Peris, por supuesto, protestó, pero el nazi siguió arrastrándole hacia
la puerta hasta que, en un acto glorioso, mostró la fe de bautismo al incauto alemán que no pidió la cuenta y se marchó tan aprisa como su vergüenza le permitió.
Al salir, todos se miraron y soltaron una carcajada
que duró horas. Era un pequeño triunfo, otra pequeña victoria y así se
tomó cuando la historia corrió por el campo. Se estaban riendo de los nazis, quizá la única arma que podían tener contra ellos.
Luisín, en su manuscrito, dejó alguna de las letras
de Ricardo Garriga que cantaron en la opereta aquellos días. Me resulta
emocionante leer estas estrofas e imaginar cómo fueron interpretadas en
aquellas funciones. Así cantaba el emigrante recién llegado a La Habana:
Tengo en España mi pueblo
mis ilusiones y amores
y una mujer que me quiere
tan bella como las flores.
Con las esperanza de verla
y de brindarle mi amor,
no me amargan las penas
ni de la vida, el cruel dolor.
Y al regresar, con gran pasión
le cantaré esta canción.
mis ilusiones y amores
y una mujer que me quiere
tan bella como las flores.
Con las esperanza de verla
y de brindarle mi amor,
no me amargan las penas
ni de la vida, el cruel dolor.
Y al regresar, con gran pasión
le cantaré esta canción.
(Morenita, de Ricardo Garriga. Para La opereta del Rajá de Gorra)
Sirva este artículo de homenaje a los hombres que me
regalaron su experiencia y la asociación de Amical Mauthausen por su
inestimable ayuda. A veces, viendo cómo está el mundo, miro a la ventana
y sonrío sabiendo que, como decía Neruda: "Podrán arrancar todas las
flores, pero no podrán detener la primavera". (Rubén Buren , Diagonal, 29/09/15)
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