10/6/10

Comparando la represión franquista con la represión republicana

"Es una pena que la discrepancia entre Almudena Grandes y Joaquín Leguina a propósito de un artículo de este último (Enterrar a los muertos, EL PAÍS, 24-5-2010) no haya provocado un debate articulado sino solo un agrio intercambio de acusaciones; también es una pena que la discrepancia radique en un punto sobre el que no hay discrepancia posible, porque hace tiempo que fue zanjado por los historiadores: es imposible equiparar el terror del bando franquista con el terror del bando republicano durante la Guerra Civil, al modo en que lo hace Leguina, porque el segundo duró el tiempo que el Gobierno legítimo tardó en tomar el control de su zona y se practicó sin su aprobación (o al menos sin su aprobación explícita), mientras que el primero duró toda la guerra y fue organizado por las autoridades como parte de una guerra de exterminio; dicho de otro modo: equiparar la España leal con la España rebelde porque en ambas se cometieron crímenes es una aberración similar a equiparar el Estado democrático con ETA porque el Estado democrático creó los GAL.

No obstante, hay en el texto de Leguina una analogía aún más inquietante. "¿Por qué no aceptamos la verdad de una puñetera vez?", escribe Leguina, sin duda interpelando a quienes postulan que la nuestra fue una guerra de buenos contra malos. "La inmensa mayoría de la derecha española renegó de la democracia durante la República y, desde luego, durante la guerra... Pero es que la izquierda, en gran parte, hizo lo mismo, tomando la deriva revolucionaria".

La afirmación no es inquietante por lo que dice, sino por lo que presupone: no solo que en los dos bandos se cometieron atrocidades (cosa obviamente cierta), ni que una parte de los republicanos no creía en la democracia (cosa asimismo cierta), sino que los dos bandos contribuyeron por igual a la destrucción de la democracia y que por tanto comparten por igual la responsabilidad política de la guerra.

Si esa es la puñetera verdad que Leguina nos pide que aceptemos, yo puedo decirle por qué no la aceptamos: porque es una puñetera mentira. Y además una mentira peligrosa, dado que atañe a un problema esencial de nuestra relación con el pasado reciente y, en esa medida, también al presente. (...)

Esa es la historia, o esa es al menos tal y como la recuerda mi madre. Sea como sea, nadie tiene derecho a poner en duda la integridad moral de Manuel Mena, la generosidad de su idealismo y la pureza de sus intenciones: nadie puede dudar de que fue a la guerra porque, cuando todavía era un chaval, le convencieron de que su familia, su patria y su religión estaban en peligro, y de que merecía la pena morir por ellas; nadie, claro está, excepto quienes se resignan a no entender una palabra del funcionamiento de la historia y de los hombres, y por lo tanto no aceptan la evidencia de que el fascismo, igual que el comunismo, fue para muchos una forma subyugante de idealismo, un ensayo de bajar el cielo a la tierra, ni la evidencia complementaria de que los peores infiernos de la historia también se han fabricado con las mejores intenciones.

Pero, si desde el punto de vista moral nada indica que Manuel Mena se equivocase, desde el punto de vista político no hay duda de que lo hizo: aunque harto más imperfecta que la actual, la II República era una democracia tan legítima como la actual, y Manuel Mena respaldó con las armas un golpe de Estado contra ella. Esa es la cuestión: Manuel Mena tal vez acertó moralmente, pero no políticamente. Y, como él, tantos otros. Por eso es falso que los dos bandos contribuyeran por igual a la destrucción de la democracia y que compartan por igual la responsabilidad política de la guerra: los responsables políticos de la guerra fueron quienes dieron un golpe de Estado contra la legalidad republicana, no los que la defendieron.

Es verdad que muchos de los que defendieron la II República no creían en la democracia, como dice Leguina; pero el hecho es que defendieron un régimen democrático. Todo lo cual significa que desde el punto de vista político la Guerra Civil sí fue, contra lo que predica un cliché tramposamente ecuánime, una guerra de buenos contra malos: como en casi todas las guerras, en la nuestra no hubo un bando moralmente del todo bueno y un bando moralmente del todo malo, pero sí hubo, como en tantas otras guerras, un bando políticamente bueno y un bando políticamente malo, un bando que defendió la legalidad democrática y un bando que la destruyó; salvando las distancias, es algo semejante a lo que ocurre ahora mismo en el País Vasco: si juzgamos allí una aberración la equidistancia política entre los terroristas y los que no lo son y no tenemos ninguna duda de que hay buenos y malos y de que políticamente los buenos son quienes defienden el sistema democrático -aunque crearan los GAL- y los malos son quienes lo atacan -aunque alguno sea tan idealista como Manuel Mena-, ¿por qué en cambio tantos defienden la equidistancia y afirman que no hay buenos y malos cuando se trata de la II República, que es el único precedente posible de la democracia actual?" (JAVIER CERCAS: La puñetera verdad. El País, ed. Galicia, opinión, 06/06/2010, p. 37)

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