"Unos días después de la entrada en vigor del acuerdo antimigratorio entre la UE y Turquía, en 2016, decenas de refugiados se agolpaban en las vallas del campo de Moria,
en la isla griega de Lesbos, en busca de comida y algo de información
del exterior. Las autoridades acababan de decretar que Moria se
convertiría en unas instalaciones cerradas y los internos no podrían
salir de allí: en protesta, las ONG que ofrecían sus servicios se
marcharon y el Ejército asumió parte de sus funciones.
A través de la alambrada, un grupo de sirios mostraban un documento
fotocopiado que se les había distribuido. En él se establecía que los
allí presentes habían sido “arrestados” por penetrar en el país de forma
ilegal y, como tales, tenían derecho a un abogado, a un traductor, a
informar a sus familiares y a las autoridades consulares y a ser puestos
a disposición de un juez. Es decir, a los derechos garantizados a todo
detenido en el ordenamiento jurídico de cualquier país democrático. Pero
era una mentira tras otra; en Moria nada de esto se cumplía. Ni se cumple.
Ahmet, un afgano al que, junto a sus hijos de uno, dos y tres años,
le obligaron a permanecer durante horas bajo la lluvia el día que llegó,
a la espera de que se procesara su entrada en el campo, se preguntaba:
“¿Por qué nos tienen encerrados? ¿Somos criminales?”.
No. “Según el derecho internacional, entrar de manera irregular en un
país no es un delito, en todo caso es una falta administrativa. Y así
debería ser tratado”, expone María Serrano, investigadora de Amnistía Internacional:
“Una detención tiene que estar prevista en la ley, debe durar el mínimo
tiempo posible y debe estar fiscalizada por un juez. Si una detención
sucede de manera automática, sin atender a las responsabilidades
concretas del individuo, y no tiene mecanismos de revisión, podemos
hablar de detención arbitraria”.
Ahmet y otros como él forman parte de una categoría creciente de
personas que, alrededor del mundo, permanecen encerradas por periodos
indeterminados sin haber cometido un delito o sin haber sido condenadas
por un tribunal, que no están formalmente bajo arresto, pero que se
encuentran en lugares muy parecidos a una prisión y que tienen derechos
aún más limitados que un reo. Son inmigrantes y refugiados como los casi
400.000 que en 2018 pasaron por los centros de detención de los
diferentes servicios de inmigración y aduanas de EE UU, o los, al menos,
200.000 —según las estimaciones más conservadoras de Global Detention Project—
que permanecen detenidos en diversas instancias en la Unión Europea.
Pero también miembros de minorías étnicas y religiosas, como los entre 1
y 3 millones de uigures recluidos en campos de reeducación en China.
O aquellos a los que nadie quiere: como los más de 70.000 esposas,
familiares e hijos de combatientes del Estado Islámico recluidos en
campos en el norte de Siria, miles con pasaporte europeo, pero cuyos
países prefieren mantenerlos en un limbo legal antes que hacerse cargo de ellos. Sistemas que podrían definirse, sin errar demasiado, como campos de concentración.
Quizás al lector pueda resultarle exagerado encajar el sistema de los centros de deportación, los CIE
(Centros de Internamiento de Extranjeros españoles) y los campos de
refugiados cerrados en este concepto. “Es cierto que al escuchar campo
de concentración, pensamos en los campos nazis de exterminio, pero antes
de que existiera Auschwitz,
a lo que se llamaba campo de concentración era a la detención masiva de
civiles, donde el objetivo no era acabar con los internos, sino
retenerlos. Y yo quiero recuperar ese sentido original, porque muchas de
estas cosas que vemos actualmente, sí, podemos llamarlas campos de
concentración”, expone la periodista Andrea Pitzer, autora de una
monumental historia de los campos de concentración, Una larga noche (La Esfera de los Libros, 2018).
Se puede debatir si los primeros campos de concentración de civiles fueron los utilizados en la guerra civil americana, en las de Cuba
o en Sudáfrica contra los Bóer, todos en la segunda mitad del siglo
XIX, pero de lo que parece no caber duda es que el nombre en sí es un
legado español. La táctica de la “reconcentración”, puesta en práctica
por el general Valeriano Weyler, consistía en obligar a los habitantes
rurales de Cuba a establecerse en campos rodeados de alambradas en torno
a las plazas fuertes para evitar que apoyasen a las guerrillas que
luchaban por la independencia de la isla.
Al llegar la I Guerra Mundial
su uso se extendió: los inmigrantes de países con los que se estaba en
guerra fueron internados en campos sin atender a su peligrosidad o falta
de ella. Y “una vez asimilada y normalizada la idea de la
concentración, en los años veinte y treinta se empezaron a utilizar para
todo”, añade Pitzer: mendigos, gitanos, refugiados...
Con la transformación de la cuestión migratoria en un problema de
seguridad, los campos de reclusión de los sin papeles se han extendido
por todo el orbe. La justificación que enarbolan los Gobiernos es que se
trata de una medida cautelar para hacer efectiva la deportación de
estas personas, pero —subraya Serrano— “si se examinan las cifras de
retorno, se ve que no cuadra”. Según la Unión Europea, solo el 35 % de
los inmigrantes con orden de expulsión son retornados, habitualmente tras largos y costosos procesos y extensos periodos de detención.
En la mayoría de los casos no se puede proceder a la repatriación, pues
no existen acuerdos con los países de origen. Es, por tanto, una
detención inefectiva en ese sentido. Ocurrió del mismo modo durante la
II Guerra Mundial en EE UU con el internamiento de inmigrantes japoneses
y ciudadanos estadounidense de origen nipón. Pese a que informes de
Inteligencia Naval y del FBI lo consideraban innecesario, las
autoridades en Washington cedieron a la tentación de la demagogia y
encerraron a 120.000 personas: la idea era mostrar a los ciudadanos que
hacían algo por su seguridad.
El objeto de estos campos es, en realidad, la disuasión y el miedo.
El miedo de los sin papeles que no han sido detenidos a serlo —“Lo que
los convierte en mano de obra amedrentada y cautiva”, apunta Blanca
Garcés, especialista en migración del centro de investigación Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB)— y la disuasión: los refugiados y los inmigrantes no sois bienvenidos y haremos todo lo posible por que no entréis.
Quizás el caso más sangrante es el de Australia, que dispone de un
severísimo sistema de inmigración y rara vez acepta a los refugiados que
llegan por aire o mar desde todos los rincones de Asia. A los que
detienen sus guardacostas los internan bajo condiciones atroces en
campos subcontratados a otros Estados (Nauru o Papúa Nueva Guinea) en
remotas islas del Pacífico. Behrouz Boochani, un periodista kurdo que
escapó de la represión en Irán, estuvo recluido durante cuatro años en
uno de ellos, en la isla de Manus, y su libro No Friend But the Mountains (2018) es una de las escasas fuentes de información sobre este sistema:
donde los internos no son llamados por su nombre, sino por un número,
las condiciones son insalubres, los maltratos están a la orden del día y
los suicidios son frecuentes. Boochani hizo llegar el libro al exterior
de manera subrepticia, a través de mensajes de WhatsApp que enviaba a
un amigo suyo con un móvil que había logrado esconder, porque la
legislación australiana prohíbe no solo sacar fotos de los campos, sino
que incluso castiga que se publique sobre ellos.
“Después de Auschwitz hubo una reflexión sobre adónde nos podían llevar
los campos de concentración. Se debatió sobre cómo ayudar a la gente que
huye y nos comprometimos a respetar sus derechos. Sin embargo, en los
últimos 20 años hemos comenzado a deshacer ese sistema”, lamenta la
periodista Pitzer: “Y ahora nos parece que, mientras un campo de
concentración no sea tan malo como Auschwitz, resulta aceptable. Pero
no, estos lugares crean mucho dolor”.
Es algo que se sabe desde hace un siglo. En 1918, el médico suizo Adolf Lukas Vischer publicó su estudio Die Stacheldrahtkrankheit
(La enfermedad de las alambradas), en el que examinaba los daños
mentales sufridos por los prisioneros de los campos de concentración en
Gran Bretaña, que no eran precisamente los que estaban peor
acondicionados.
La falta de higiene, la escasa alimentación y el
hacinamiento, unidos a la pobre atención médica, hacen aparecer o
agravan todo tipo de enfermedades pero, además, la falta de privacidad,
la separación de las familias, la monotonía, la privación del sexo, la
incomprensión sobre por qué se está detenido y la incertidumbre sobre
cuánto se prolongará la detención pasan grave factura psicológica:
amnesia, estrés postraumático, episodios de pánico... Quien sale de un
campo de concentración ya no es la misma persona que entró.
“Se trata de espacios de excepción donde la ley no se cumple, ni
siquiera los derechos más básicos. Espacios sin las garantías que se
encuentran dentro del sistema penal”, afirma Blanca Garcés. Un reo, por
muy horrible que sea el crimen por el que haya sido condenado, tiene
derecho a asistencia letrada, a buscar remedios legales para mejorar su
situación, a tratamientos médicos, a ciertas actividades y
entretenimientos, a completar su educación... Un internado en un campo
de concentración, no.
La filósofa alemana Hannah Arendt,
que pasó por dos lugares de internamiento en Francia antes de huir a EE
UU —el Velódromo de Invierno de Paris y el campo de Gurs (inicialmente
construido para alojar a los refugiados españoles republicanos)—,
describió en Los orígenes del totalitarismo (1951) cómo estos
sistemas terminan creando una doble vía legal: una para los ciudadanos
nacionales y otra para los que no lo son, desprovistos de todo derecho.
“El mejor criterio mediante el que decidir si alguien ha sido forzado
fuera del límite de la ley —escribió Arendt— es preguntarse si se
beneficiaría de la comisión de un crimen”. Mientras estos no ciudadanos,
en su vida normal de irregulares o en el campo de concentración,
carecen de todo derecho, el hecho criminal los igualará ante la ley
—“será tratado como cualquier otro criminal (nacional)”—, dispondrán de
abogado y derechos procesales y, “mientras dure el proceso y su
sentencia, estarán a salvo de la arbitrariedad policial, contra la que
no cabía recurso a letrado ni apelaciones”.
Esto supone una violación de
dos principios básicos del derecho: la igualdad ante la ley y el
principio de proporcionalidad. Ya en el siglo XVIII, el jurista italiano
Cesare Bonesana, marqués de Beccaria, en su tratado De los delitos y las penas
alertaba de que los castigos deben ser proporcionales a la gravedad de
la falta cometida y el daño hecho o, de otra forma, los individuos
tenderán a cometer siempre el delito de mayor gravedad. Es decir, si a
una persona se le amenaza con el mismo castigo —la deportación o la
reclusión— por una simple falta administrativa —no tener los papeles en
regla— que por un crimen, se le está invitando a la delincuencia.
Resulta descorazonador leer, en la obra de Arendt,
los párrafos dedicados a la cuestión de los refugiados y constatar cómo
volvemos a repetir los patrones de la década de 1930. Entonces, escribe
la filósofa, “todos los debates en torno a los refugiados giraban en
torno a una pregunta: ¿cómo deportarlos?”, y la única solución que
hallaron fue “el campo de internamiento”. El detalle que diferenciaba la
situación de aquella época con la actual es que buena parte de quienes
huían a otros países eran personas recién convertidas en “apátridas”
después de que sus Gobiernos les despojasen de la nacionalidad, por
ejemplo, a los judíos alemanes mediante las leyes raciales de Nurémberg.
Pero incluso este peldaño está siendo alcanzando: el Gobierno de
Birmania ha despojado de su nacionalidad a la minoría rohinyá, y 128.000
rohinyá están recluidos en campos de concentración y guetos —que, en
palabras de la ONU, son equiparables a los utilizados por los nazis para
recluir a los judíos—, mientras que unos 800.000 han huido a los países
vecinos. La India, gobernada por el ultranacionalista Narendra Modi, ha
despojado de la nacionalidad a cuatro millones de personas en el Estado
de Assam, convirtiéndolas en apátridas, y ahora construye campos de
concentración para alojarlas.
No hace falta irse tan lejos. El Reino Unido y Holanda han optado por
desentenderse de los combatientes del Estado Islámico y sus familiares
—la mayoría radicalizados en su propio territorio— retirándoles la
nacionalidad. El caso más famoso es el de Shamima Begum, a la que
Londres ha revocado la ciudadanía, pese a que la propia ley británica
prohíbe hacerlo si, como en este caso, convierte a la persona en
apátrida.
Y en Estados Unidos “se están gastando millones de dólares
para identificar posibles errores en los formularios o pequeñas faltas
que permitan retirar la nacionalidad a inmigrantes que la obtuvieron”,
apunta Pitzer. La idea es despojar a esta persona de todo rastro
jurídico, sin país que pueda responder por él, sin sus derechos: un homo sacer, según la concepción del filósofo italiano Giorgio Agamben, mera vida física que ya no importa a efectos políticos o legales.
Autores como la académica Bridget Anderson (Us & Them? The Dangerous Politics of Immigration Control,
Oxford, 2013) alertan de que este tipo de políticas terminan dañando a
la democracia y los derechos de los propios ciudadanos. Los Estados
buscan modos de adaptar su legislación para encajar estos espacios y
políticas de excepción —Guantánamo, que pasó de campo de refugiados a
oscuro lugar de detención y tortura, es un caso paradigmático—. En la
Grecia del periodo más duro de la crisis económica, mientras los
Gobiernos de Pasok y Nueva Democracia aventaban la culpabilización del
inmigrante para tapar su propia incompetencia y periódicamente
organizaban grandes redadas contra los irregulares, también les dio por
detener a otros grupos de personas.
Un día capturaron a todos los
drogadictos que encontraron en el centro de Atenas, los llevaron a un
campo de detención en las afueras y los obligaron a hacerse exámenes
médicos. En otra ocasión se lanzaron a por las prostitutas de aspecto
extranjero, a las que se acusaba de infectar el sida a “los padres de
familia” griegos. Decenas fueron detenidas y algunas encarceladas
durante más de un año, para ser posteriormente absueltas. La mayoría
resultaron ser griegas. Dos no pudieron aguantar la presión de ver sus
fotos, datos personales e incluso direcciones publicadas en todos los
medios del país y se quitaron la vida.
“Cada vez tenemos Estados menos garantistas y democracias más
iliberales. Vemos una deriva hacia el recorte de ciertos derechos que
hasta ahora hemos considerado fundamentales”, advierte Garcés: “Estos
espacios de excepción primero se usan con los de fuera y al final
acabarán siendo usados con los de dentro”. Porque los campos de
concentración son agujeros negros en la legalidad y los principios del
derecho. Y los agujeros negros tienden a extenderse hasta engullirlo
todo." (Andrés Mourenza, El País, 08/12/19)
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