13/12/19

Regresan los campos de concentración. El mundo se llena de espacios de excepción sin las garantías más básicas en los que seres humanos que huyen del horror o la miseria tienen menos derechos que un preso que ha cometido un delito

"Unos días después de la entrada en vigor del acuerdo antimigratorio entre la UE y Turquía, en 2016, decenas de refugiados se agolpaban en las vallas del campo de Moria, en la isla griega de Lesbos, en busca de comida y algo de información del exterior. Las autoridades acababan de decretar que Moria se convertiría en unas instalaciones cerradas y los internos no podrían salir de allí: en protesta, las ONG que ofrecían sus servicios se marcharon y el Ejército asumió parte de sus funciones.

A través de la alambrada, un grupo de sirios mostraban un documento fotocopiado que se les había distribuido. En él se establecía que los allí presentes habían sido “arrestados” por penetrar en el país de forma ilegal y, como tales, tenían derecho a un abogado, a un traductor, a informar a sus familiares y a las autoridades consulares y a ser puestos a disposición de un juez. Es decir, a los derechos garantizados a todo detenido en el ordenamiento jurídico de cualquier país democrático. Pero era una mentira tras otra; en Moria nada de esto se cumplía. Ni se cumple.


Ahmet, un afgano al que, junto a sus hijos de uno, dos y tres años, le obligaron a permanecer durante horas bajo la lluvia el día que llegó, a la espera de que se procesara su entrada en el campo, se preguntaba: “¿Por qué nos tienen encerrados? ¿Somos criminales?”.


No. “Según el derecho internacional, entrar de manera irregular en un país no es un delito, en todo caso es una falta administrativa. Y así debería ser tratado”, expone María Serrano, investigadora de Amnistía Internacional: “Una detención tiene que estar prevista en la ley, debe durar el mínimo tiempo posible y debe estar fiscalizada por un juez. Si una detención sucede de manera automática, sin atender a las responsabilidades concretas del individuo, y no tiene mecanismos de revisión, podemos hablar de detención arbitraria”.


Ahmet y otros como él forman parte de una categoría creciente de personas que, alrededor del mundo, permanecen encerradas por periodos indeterminados sin haber cometido un delito o sin haber sido condenadas por un tribunal, que no están formalmente bajo arresto, pero que se encuentran en lugares muy parecidos a una prisión y que tienen derechos aún más limitados que un reo. Son inmigrantes y refugiados como los casi 400.000 que en 2018 pasaron por los centros de detención de los diferentes servicios de inmigración y aduanas de EE UU, o los, al menos, 200.000 —según las estimaciones más conservadoras de Global Detention Project— que permanecen detenidos en diversas instancias en la Unión Europea. Pero también miembros de minorías étnicas y religiosas, como los entre 1 y 3 millones de uigures recluidos en campos de reeducación en China

 O aquellos a los que nadie quiere: como los más de 70.000 esposas, familiares e hijos de combatientes del Estado Islámico recluidos en campos en el norte de Siria, miles con pasaporte europeo, pero cuyos países prefieren mantenerlos en un limbo legal antes que hacerse cargo de ellos. Sistemas que podrían definirse, sin errar demasiado, como campos de concentración.

 Quizás al lector pueda resultarle exagerado encajar el sistema de los centros de deportación, los CIE (Centros de Internamiento de Extranjeros españoles) y los campos de refugiados cerrados en este concepto. “Es cierto que al escuchar campo de concentración, pensamos en los campos nazis de exterminio, pero antes de que existiera Auschwitz, a lo que se llamaba campo de concentración era a la detención masiva de civiles, donde el objetivo no era acabar con los internos, sino retenerlos. Y yo quiero recuperar ese sentido original, porque muchas de estas cosas que vemos actualmente, sí, podemos llamarlas campos de concentración”, expone la periodista Andrea Pitzer, autora de una monumental historia de los campos de concentración, Una larga noche (La Esfera de los Libros, 2018).

Se puede debatir si los primeros campos de concentración de civiles fueron los utilizados en la guerra civil americana, en las de Cuba o en Sudáfrica contra los Bóer, todos en la segunda mitad del siglo XIX, pero de lo que parece no caber duda es que el nombre en sí es un legado español. La táctica de la “reconcentración”, puesta en práctica por el general Valeriano Weyler, consistía en obligar a los habitantes rurales de Cuba a establecerse en campos rodeados de alambradas en torno a las plazas fuertes para evitar que apoyasen a las guerrillas que luchaban por la independencia de la isla.

Al llegar la I Guerra Mundial su uso se extendió: los inmigrantes de países con los que se estaba en guerra fueron internados en campos sin atender a su peligrosidad o falta de ella. Y “una vez asimilada y normalizada la idea de la concentración, en los años veinte y treinta se empezaron a utilizar para todo”, añade Pitzer: mendigos, gitanos, refugiados...


Con la transformación de la cuestión migratoria en un problema de seguridad, los campos de reclusión de los sin papeles se han extendido por todo el orbe. La justificación que enarbolan los Gobiernos es que se trata de una medida cautelar para hacer efectiva la deportación de estas personas, pero —subraya Serrano— “si se examinan las cifras de retorno, se ve que no cuadra”. Según la Unión Europea, solo el 35 % de los inmigrantes con orden de expulsión son retornados, habitualmente tras largos y costosos procesos y extensos periodos de detención

En la mayoría de los casos no se puede proceder a la repatriación, pues no existen acuerdos con los países de origen. Es, por tanto, una detención inefectiva en ese sentido. Ocurrió del mismo modo durante la II Guerra Mundial en EE UU con el internamiento de inmigrantes japoneses y ciudadanos estadounidense de origen nipón. Pese a que informes de Inteligencia Naval y del FBI lo consideraban innecesario, las autoridades en Washington cedieron a la tentación de la demagogia y encerraron a 120.000 personas: la idea era mostrar a los ciudadanos que hacían algo por su seguridad.

El objeto de estos campos es, en realidad, la disuasión y el miedo. El miedo de los sin papeles que no han sido detenidos a serlo —“Lo que los convierte en mano de obra amedrentada y cautiva”, apunta Blanca Garcés, especialista en migración del centro de investigación Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB)— y la disuasión: los refugiados y los inmigrantes no sois bienvenidos y haremos todo lo posible por que no entréis.


Quizás el caso más sangrante es el de Australia, que dispone de un severísimo sistema de inmigración y rara vez acepta a los refugiados que llegan por aire o mar desde todos los rincones de Asia. A los que detienen sus guardacostas los internan bajo condiciones atroces en campos subcontratados a otros Estados (Nauru o Papúa Nueva Guinea) en remotas islas del Pacífico. Behrouz Boochani, un periodista kurdo que escapó de la represión en Irán, estuvo recluido durante cuatro años en uno de ellos, en la isla de Manus, y su libro No Friend But the Mountains (2018) es una de las escasas fuentes de información sobre este sistema: donde los internos no son llamados por su nombre, sino por un número, las condiciones son insalubres, los maltratos están a la orden del día y los suicidios son frecuentes. Boochani hizo llegar el libro al exterior de manera subrepticia, a través de mensajes de WhatsApp que enviaba a un amigo suyo con un móvil que había logrado esconder, porque la legislación australiana prohíbe no solo sacar fotos de los campos, sino que incluso castiga que se publique sobre ellos.

 “Después de Auschwitz hubo una reflexión sobre adónde nos podían llevar los campos de concentración. Se debatió sobre cómo ayudar a la gente que huye y nos comprometimos a respetar sus derechos. Sin embargo, en los últimos 20 años hemos comenzado a deshacer ese sistema”, lamenta la periodista Pitzer: “Y ahora nos parece que, mientras un campo de concentración no sea tan malo como Auschwitz, resulta aceptable. Pero no, estos lugares crean mucho dolor”.

Es algo que se sabe desde hace un siglo. En 1918, el médico suizo Adolf Lukas Vischer publicó su estudio Die Stacheldrahtkrankheit (La enfermedad de las alambradas), en el que examinaba los daños mentales sufridos por los prisioneros de los campos de concentración en Gran Bretaña, que no eran precisamente los que estaban peor acondicionados. 

La falta de higiene, la escasa alimentación y el hacinamiento, unidos a la pobre atención médica, hacen aparecer o agravan todo tipo de enfermedades pero, además, la falta de privacidad, la separación de las familias, la monotonía, la privación del sexo, la incomprensión sobre por qué se está detenido y la incertidumbre sobre cuánto se prolongará la detención pasan grave factura psicológica: amnesia, estrés postraumático, episodios de pánico... Quien sale de un campo de concentración ya no es la misma persona que entró.
 

“Se trata de espacios de excepción donde la ley no se cumple, ni siquiera los derechos más básicos. Espacios sin las garantías que se encuentran dentro del sistema penal”, afirma Blanca Garcés. Un reo, por muy horrible que sea el crimen por el que haya sido condenado, tiene derecho a asistencia letrada, a buscar remedios legales para mejorar su situación, a tratamientos médicos, a ciertas actividades y entretenimientos, a completar su educación... Un internado en un campo de concentración, no.

La filósofa alemana Hannah Arendt, que pasó por dos lugares de internamiento en Francia antes de huir a EE UU —el Velódromo de Invierno de Paris y el campo de Gurs (inicialmente construido para alojar a los refugiados españoles republicanos)—, describió en Los orígenes del totalitarismo (1951) cómo estos sistemas terminan creando una doble vía legal: una para los ciudadanos nacionales y otra para los que no lo son, desprovistos de todo derecho. 

“El mejor criterio mediante el que decidir si alguien ha sido forzado fuera del límite de la ley —escribió Arendt— es preguntarse si se beneficiaría de la comisión de un crimen”. Mientras estos no ciudadanos, en su vida normal de irregulares o en el campo de concentración, carecen de todo derecho, el hecho criminal los igualará ante la ley —“será tratado como cualquier otro criminal (nacional)”—, dispondrán de abogado y derechos procesales y, “mientras dure el proceso y su sentencia, estarán a salvo de la arbitrariedad policial, contra la que no cabía recurso a letrado ni apelaciones”. 

Esto supone una violación de dos principios básicos del derecho: la igualdad ante la ley y el principio de proporcionalidad. Ya en el siglo XVIII, el jurista italiano Cesare Bonesana, marqués de Beccaria, en su tratado De los delitos y las penas alertaba de que los castigos deben ser proporcionales a la gravedad de la falta cometida y el daño hecho o, de otra forma, los individuos tenderán a cometer siempre el delito de mayor gravedad. Es decir, si a una persona se le amenaza con el mismo castigo —la deportación o la reclusión— por una simple falta administrativa —no tener los papeles en regla— que por un crimen, se le está invitando a la delincuencia.


Resulta descorazonador leer, en la obra de Arendt, los párrafos dedicados a la cuestión de los refugiados y constatar cómo volvemos a repetir los patrones de la década de 1930. Entonces, escribe la filósofa, “todos los debates en torno a los refugiados giraban en torno a una pregunta: ¿cómo deportarlos?”, y la única solución que hallaron fue “el campo de internamiento”. El detalle que diferenciaba la situación de aquella época con la actual es que buena parte de quienes huían a otros países eran personas recién convertidas en “apátridas” después de que sus Gobiernos les despojasen de la nacionalidad, por ejemplo, a los judíos alemanes mediante las leyes raciales de Nurémberg. 

Pero incluso este peldaño está siendo alcanzando: el Gobierno de Birmania ha despojado de su nacionalidad a la minoría rohinyá, y 128.000 rohinyá están recluidos en campos de concentración y guetos —que, en palabras de la ONU, son equiparables a los utilizados por los nazis para recluir a los judíos—, mientras que unos 800.000 han huido a los países vecinos. La India, gobernada por el ultranacionalista Narendra Modi, ha despojado de la nacionalidad a cuatro millones de personas en el Estado de Assam, convirtiéndolas en apátridas, y ahora construye campos de concentración para alojarlas.


No hace falta irse tan lejos. El Reino Unido y Holanda han optado por desentenderse de los combatientes del Estado Islámico y sus familiares —la mayoría radicalizados en su propio territorio— retirándoles la nacionalidad. El caso más famoso es el de Shamima Begum, a la que Londres ha revocado la ciudadanía, pese a que la propia ley británica prohíbe hacerlo si, como en este caso, convierte a la persona en apátrida. 

Y en Estados Unidos “se están gastando millones de dólares para identificar posibles errores en los formularios o pequeñas faltas que permitan retirar la nacionalidad a inmigrantes que la obtuvieron”, apunta Pitzer. La idea es despojar a esta persona de todo rastro jurídico, sin país que pueda responder por él, sin sus derechos: un homo sacer, según la concepción del filósofo italiano Giorgio Agamben, mera vida física que ya no importa a efectos políticos o legales.

Autores como la académica Bridget Anderson (Us & Them? The Dangerous Politics of Immigration Control, Oxford, 2013) alertan de que este tipo de políticas terminan dañando a la democracia y los derechos de los propios ciudadanos. Los Estados buscan modos de adaptar su legislación para encajar estos espacios y políticas de excepción —Guantánamo, que pasó de campo de refugiados a oscuro lugar de detención y tortura, es un caso paradigmático—. En la Grecia del periodo más duro de la crisis económica, mientras los Gobiernos de Pasok y Nueva Democracia aventaban la culpabilización del inmigrante para tapar su propia incompetencia y periódicamente organizaban grandes redadas contra los irregulares, también les dio por detener a otros grupos de personas. 

Un día capturaron a todos los drogadictos que encontraron en el centro de Atenas, los llevaron a un campo de detención en las afueras y los obligaron a hacerse exámenes médicos. En otra ocasión se lanzaron a por las prostitutas de aspecto extranjero, a las que se acusaba de infectar el sida a “los padres de familia” griegos. Decenas fueron detenidas y algunas encarceladas durante más de un año, para ser posteriormente absueltas. La mayoría resultaron ser griegas. Dos no pudieron aguantar la presión de ver sus fotos, datos personales e incluso direcciones publicadas en todos los medios del país y se quitaron la vida.


“Cada vez tenemos Estados menos garantistas y democracias más iliberales. Vemos una deriva hacia el recorte de ciertos derechos que hasta ahora hemos considerado fundamentales”, advierte Garcés: “Estos espacios de excepción primero se usan con los de fuera y al final acabarán siendo usados con los de dentro”. Porque los campos de concentración son agujeros negros en la legalidad y los principios del derecho. Y los agujeros negros tienden a extenderse hasta engullirlo todo."           (Andrés Mourenza, El País, 08/12/19)

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