El cura Laudelino no tenía esa manía. A Laudelino le gustaban otras cosas de los niños. Le gustaba torturarles. Por ejemplo, si había una pelea en el patio entre dos, ponía a un niño frente a otro (preferentemente si sabía que eran amigos) y les obligaba a darse guantazos de forma alternativa, sin que el que tenía el turno de recibir pudiera subir las manos para protegerse. Al principio, los niños se daban flojo, porque eran amigos. Y Laudelino les daba un guantazo como castigo por la flojera. Al cabo de tres o cuatro intercambios, los amigos se zurraban con el odio más profundo ante la sonrisa satisfecha de aquel cura que tenía las manos duras como palas de frontón.
No sé si Bolita llegaba a situaciones extremas, porque yo tenía la fortuna de contar con dos hermanos mayores en el colegio que conocían sus aficiones y dejaban caer sobre él sus miradas vigilantes.
Pero Laudelino no se cortaba con nada. Recuerdo, aún con dolor, cómo le subía a uno del suelo tirándole de las patillas, cómo propinaba patadas a un niño tumbado en el suelo. Tenía aquel tipo un largo repertorio de torturas que habrían servido de enseñanza a los honorables militares de la Escuela de Mecánica de la Armada de Buenos Aires. Que yo sepa, y me consta porque a lo largo de mi vida he conocido mucha gente, eso se hacía en muchos colegios religiosos de este país. Había abusos sexuales y torturas físicas. Y que yo sepa, nadie nos ha pedido perdón a los que sufrimos en aquellos tiempos semejantes asaltos. (...)
¿Es mucho pedir que nos pidan perdón? Ya veremos si se lo concedemos, pero les toca a ellos, a Bolita, a Laudelino y a todos los demás." (Jorge M. Reverte: Que me pidan perdón. El País, ed. Galicia, sociedad, 24/03/2010, p. 32)
No hay comentarios:
Publicar un comentario